—¿El qué? —se extraña el negro muchachuelo.

—¿No entiendes? —se enfurece Renato.

—No, Renato. Hay cosas que Colibrí no entiende —explica Juan con serenidad, irrumpiendo en la estancia—. Ten un poco de calma... Ya te irás dando cuenta de todo... No creo que debas abusar de tus fuerzas el primer día que se te despeja la razón... Además, te esperan noticias altamente desagradables... Bebe un poco de agua...

Un instante, Renato se detiene antes de tomar el cántaro de arcilla que le ha ofrecido Juan, envolviéndole en una mirada de asombro. También él ha cambiado... ha cambiado casi tanto como el panorama que le rodea... Mucho más delgado, parece más alto; la barba crecida, los largos cabellos revueltos y ensortijados, y bajo la vieja camiseta de marinero, que ha vuelto a vestir, luce más recio y ancho su torso de atleta... Tendría la traza desdichada de un náufrago, sin su gesto altanero de jefe de piratas, pero la máscara de color de su rostro moreno se enciende por la fuerza de su altiva mirada, que es toda voluntad...

—¡Se bebió toda el agua! —exclama Colibrí consternado al ver que Renato consume ávidamente el contenido del cántaro.

—No... Queda un poco... Tómala y déjanos... Cuando Renato haya descansado, hemos de hablar...

Más de dos horas han pasado antes de que vuelvan a abrirse los ojos de Renato, para clavarse ansiosos en Juan: ojos interrogadores y desconcertados, en los que arden juntos el deseo de saber y el miedo de las terribles verdades que presiente y aguarda. Otra vez, como antes, parece Renato medir y valorar la miserable estancia, otra vez tiemblan en sus labios las palabras, para brotar al fin como torrente que rompe el dique:

—No necesitas decirme que estoy en tu poder. Lo veo, lo palpo. Herido e indefenso, a tu albedrío, y, si he de creer a ese muchacho, debiéndote además la vida.

—La vida se la estamos debiendo todos a un milagro que acaso no se prolongue demasiado —explica Juan con pasmosa serenidad.

—¿Qué quieres decir? Creo recordar algunas cosas... Pero no, no es posible, son pesadillas de la fiebre, estampas del infierno, cuadros de dantesco horror...

—Recuerdas la realidad, Renato... Muy poco queda de la tierra que nos vio nacer. Hace tres meses que, día y noche, ruge ese volcán arrojando sobre ella cenizas candentes y ríos de lava. Sus ciudades son ruinas; sus ríos, lodazales infectos; sus campos, páramos calcinados... Por sus caminos corre una muchedumbre de desesperados que en vano buscan un techo o un abrigo seguro. Cada día, de nuestro único puerto aún navegable, salen barcos repletos de gentes que huyen...

—¿Nuestro único puerto navegable? —se sorprende Renato, sin comprender.

—Sí, Fort-de-France. Junto a él estamos, en la ensenada del Fuerte de San Luis...

—... ¿Saint-Pierre...? ¿La capital...?

—Ya no existe.

—¡No puede ser! —rechaza Renato en un grito de rebelde espanto—. Mi madre... ¿Ha muerto? ¡Mi madre ha muerto! ¡Oh...!

—Cálmate... cálmate, Renato. No eres tú solo el que tienes que llorar un dolor tan grande. Cuarenta mil cadáveres quedaron bajo las cenizas del que fue Saint-Pierre. Luego, se han ido sumando cientos, miles de víctimas más...

—¡Cuanto vi era verdad... cuanto recuerdo fue verdad! ¡Oh...!

—Tal vez la isla sea pronto totalmente evacuada... Aunque casi no quedan ya autoridades, quizás el nombre D’Autremont pueda conseguirte lugar en uno de los barcos que salen...

—¿Qué estás diciendo? —se rebela Renato casi con ira.

—Todos opinan que la huida es la única esperanza de salvación... y para ti no habrá dificultades. Además, no tienes ya a nadie por quien mirar, más que por ti mismo...

—¡No tengo a nadie... no tengo nada! Mi casa, mis tierras, mi fortuna en los bancos de esa ciudad que... ¡Y mi madre, Juan, mi madre!

Desesperadamente, se han aferrado a las anchas manos de Juan, que estrechan las suyas, acaso por primera vez, con gesto fraterno... Largo rato corren en silencio sus lágrimas. Luego, se secan de repente como si una saeta de fuego le traspasara el alma despertándole, sacudiéndole, enloqueciéndole de nuevo:

—¿Y Mónica? ¿Qué has hecho de ella? ¿Dónde está? Tú la tenías en el Luzbel... Pero no, no... dijiste que la habías puesto a salvo. ¿Adonde la llevaste? ¿Adonde la enviaste? ¿Rumbo a Dominica? ¿Rumbo a Guadalupe?

—¡Rumbo a Saint-Pierre! —confiesa Juan con infinita desesperación—, Yo mismo la dejé en la playa, frente al Monte Parnaso... No sé nada más... ¡No sé absolutamente nada más!

—¿Ha muerto también? ¿Quieres decir que ha muerto?

—¡Es lógico pensarlo así! —augura Juan con gesto sombrío—. La he buscado como un loco, como un desesperado. La he buscado mientras tú agonizabas, mientras tú delirabas ardido por la fiebre, semanas enteras... mientras como un cadáver te arrastraba de aldea en aldea, de ruina en ruina, dándote cien veces por muerto y otras cien por resucitado...

—¡Tres meses... tres meses! ¿Dijiste tres meses? —pregunta Renato con desesperación.

—La he buscado en todo rincón donde hay religiosas refugiadas, en las interminables listas de desaparecidos, en las relaciones de los que cada día escapan llenando esos barcos... He buscado su cadáver entre todas las ruinas de los conventos, y he buscado su nombre en las cruces de madera de los cementerios improvisados... ¡Pero he buscado en vano!

—¡Mónica ha muerto! ¡Mónica ha muerto! —repite Renato como obsesionado.

—¡Pero no me resigno a aceptarlo! No sé si es una inspiración del cielo, no sé si es un loco rayo de esperanza, no sé si mi voluntad enferma se aferra a una mentira, si una intuición clarividente me sostiene sin desmayar en una verdad increíble... ¡Pero mientras me quede un soplo de vida, seguiré buscándola!

Juan ha dado un paso hacia la puerta, pero las manos de Renato se extienden, deteniéndolo con el ademán, y los claros ojos, que minutos antes lloraran por Sofía D’Autremont, se encienden ahora con la luz diabólica de los celos, del despecho, del ansia desesperada que el solo nombre de Mónica enciende en su alma y en su carne...

—¿Por qué esa búsqueda? ¿La amas? ¿La amas?

—¡Naturalmente que la amo! ¿Pues qué pensaste?

—Yo... yo... no sé... ¿Amarla? ¿Dijiste amarla...?

—¡Mil veces más que a mi propia vida! ¿No te das cuenta? ¿Qué me importa la vida si no he de volver a encontrarla? Mi vida entera es ella, era ella, aun cuando creyera que no me amaba, aun cuando la mirase tan lejana como a las estrellas, por las que guiaba mi rumbo, la mirada en los cielos, aferradas las manos al timón de mi nave... Loca, desesperadamente la he amado desde que algo más fuerte que mi orgullo me obligó a respetarla; desde que viéndola indefensa en mis brazos, desvalida y enferma, sentí que los deseos se apagaban, que la soberbia arriaba su estandarte, porque la fuerza de su pureza me transformaba en un hombre distinto, porque su vida y su felicidad comenzaban a ser, para mí, más importantes que nada, que nadie... ¿Que si la he amado? ¿Que si la amo? ¡Cien veces más, mil veces más de cuanto tú hayas podido amarla!

—¡Mentira! —estalla violento Renato—. ¡Más que yo, nadie! ¡Nadie! Y ella...

—¡Ella también me amaba! —corta con energía Juan—. Contra todo lo que supones, contra todo lo que piensas, contra todo lo que tenías derecho a esperar, Mónica me amaba, quería morir conmigo. A la fuerza tuve que arrancarla de estos brazos, para no arrastrarla a mi triste suerte...

—¡Eso no es verdad! ¡No es verdad!

—¡Es, Renato! Todavía me parece verla en aquella playa; todavía tengo en los oídos su último grito llamándome...

—¡No puede ser! Una mujer como ella...

—No podía amarme a mí, ¿verdad? —rebate Juan en tono colérico—, ¡Pues te equivocas! ¡Me amaba! ¡Me amaba! ¿Qué importan su nombre ni su casta? ¡Me amaba a mí, al marinero, al pirata, al bastardo! ¡Y prefirió los peligros, y aun la muerte a mi lado, antes que la comodidad de tu palacio! Esa es la única verdad... ¡Era mía, es mía, y la buscaré hasta encontrarla!