Sinceramente impresionado, el gobernador se ha puesto de pie, sacudido por aquel relato dramático... Pero una sirviente ha entrado, silenciosa y oportunamente, portando un servicio de café sobre una bandeja de plata. A una mirada de su amo, lo deja cerca, y sale... El maduro mandatario se acerca al joven D’Autremont y le pone en el hombro la mano con gesto casi paternal:
—Perfectamente... El resto del relato ya lo escuché de labios de su señora madre. Cuanto usted me ha contado, y cuanto ella me ha dicho, no hacen sino afirmarle en mi concepto; apártese usted de este feo asunto del Cabo del Diablo, vuelva a su casa, reflexione, descanse...
—No puedo reflexionar ni descansar... No puedo cruzarme de brazos...
—¿Y no se da cuenta que esa pública manifestación de interés por su cuñada...?
—¡Mónica es la mujer a quien amo! ¡No la dejaré, no la abandonaré en brazos de otro! ¡A sangre y fuego, si es preciso, he de arrancársela! Son inútiles sus consejos, señor gobernador...
—Ya lo veo. Bien comprendo la angustia de su madre... No desmiente usted la casta, Renato...
—¿Qué quiere decir?
—Un día vi a su padre tan exaltado casi, casi como está usted en este instante, por una mujer tan fascinadora como seguramente es esa Mónica de Molnar, a quien no tengo el gusto de conocer... Gina Bertolozi era una espléndida belleza italiana... Perdóneme si al nombrarla le recuerdo algo que parece haber olvidado. El hombre con el que quiere usted acabar a sangre y fuego...
—No he olvidado ese lamentable capítulo de la historia de mi padre —afirma Renato con ira y desdén—, pero nada me importa, como a él entonces no le importó nada...
—No es lo mismo, Renato —rebate el gobernador con gesto severo—. El hombre a quien su padre infamaba, no llevaba su sangre.
—No estoy infamando a nadie. Mónica no ha sido jamás la verdadera esposa de Juan. El pretendido matrimonio es sólo una farsa, y muy pronto tendré la anulación del mismo en mis manos. Es el único plazo que aguardo para hacerla mi esposa. Por eso pido, por eso reclamo de usted el apoyo... No el apoyo: la justicia... la justicia seca y llana... Que se domine a ese rebelde, que se le detenga, que se le obligue a dejar en libertad a la mujer a quien, sin verdaderos derechos, guarda poco menos que secuestrada.
—Tengo entendido que la señora Molnar se ha declarado varias veces, públicamente, en favor de Juan del Diablo...
—¿Se burla usted de mí?
—No, Renato, no soy capaz. Sólo trato de obligarle a volver a la razón...
—¡Mi única razón se llama Mónica de Molnar, y cuando lo proclamo de esta manera es porque tengo todos los derechos morales!
—Cuando tenga, además, los derechos legales; cuando cuente al menos con esa anulación de matrimonio que está aguardando, puede volver a pedirme autoridad y soldados.
—¡No esperaré tanto! ¡Procederé antes por mis propios medios!
De pronto, se oyen unas detonaciones lejanas, como de un cañón de grueso calibre, y ambos corren hacia el balcón, abriéndolo de par en par. Con impaciencia, miran a una y otra parte. Todo está en calma hacia la negra punta del Cabo del Diablo. Por el Noroeste, un vaho rojizo cubre el cielo, una bocanada de calor asfixiante les pasa por el rostro, abrasante, y el gobernador comenta:
—No es nada... No ha pasado nada... Simples desahogos del Mont Pelée, a los que ya me han dicho que no les dé la menor importancia... Puede que se estropeen los sembrados más próximos al volcán, y hasta que llueva ceniza, pero de ahí no pasará...
—Muy seguro está usted...
—Me atengo a la opinión del doctor Landes, hombre de ciencia de fama mundial, que me ha tranquilizado totalmente a ese respecto. Por lo demás, le confieso que durante un instante tuve miedo... Creí que esos bergantes le daban a usted la razón haciendo cualquier disparate con el barril de pólvora de que se apoderaron...
—¿Y aun así, pretende usted esperar?
—Naturalmente. Y le aconsejo que usted haga igual. Pienso irme a Fort-de-France por un par de semanas... Allá tengo una linda casa de recreo, desde donde todas estas cosas se ven pequeñas y distantes... ¿Le gustaría acompañarme?
—Muchas gracias, pero, con su ayuda o sin ella, haré lo que tengo que hacer...
—Hace usted muy mal. No hay en el mundo una mujer que valga...
—¡Excepto la que muy pronto será mi esposa! —corta Renato en tono seco y áspero— Y no le molesto a usted más... Le deseo unas felices semanas de descanso, aun cuando a su regreso haya ardido Saint-Pierre de punta a cabo... Con su permiso...
El gobernador ha vuelto a asomarse al balcón y ha mirado hacia la negra y lejana punta del Cabo del Diablo... Con gesto señoril enciende un cigarrillo, mirando hacia allá... De repente, se vuelve a oír una sorda, larga y lejana detonación... El ruido inquietante ha parecido ahora correr bajo la tierra, estremeciendo a la ciudad... Otra bocanada de hollín parece romperse en el aire. Como espantada, cruza, volando hacia el mar, una bandada de pájaros, y una lluvia finísima cae blanda, como copos de nieve, sobre los techos y las calles... El gobernador general de la Martinica extiende la mano recibiendo en ella aquella especie de lluvia extraña, seca y fina, que se deshace en sus dedos, y comenta despectivo:
—Ceniza... Estropeará los jardines... Es una verdadera lástima... En fin, ya vendrán las lluvias de mayo...
Y aún se queda un instante mirando a la ciudad, como él, dichosa y confiada...
—Juan, ¿te has levantado?
—Sólo un rato, y creo que ya era tiempo... Cuidé demasiado mi herida, Mónica...
Despacio, con un ritmo distinto al acostumbrado en él, ha llegado junto a Mónica, que sorprendida le sale al paso al verle aparecer en el cruce de caminos, y su mano se extiende un instante como si buscase el apoyo de las rocas... Su rostro menos tostado, blanqueado por la palidez, tiene ahora un sello de severa nobleza. Todavía el brazo izquierdo descansa en el chal de seda doblado que lleva a modo de cabestrillo, y abultan bajo la camisa blanca los vendajes...
—Pero, ¡qué locura! Pensé que estarías un rato al sol, luego...
—Hizo falta mi presencia allá abajo, Mónica. Esas pobres gentes sufren... Me hablaron de tu visita, de tus regalos de provisiones...
—No me pareció justo acaparar, yo sola las galletas y el pan, especialmente habiendo heridos...
—En un día devoraron lo que a ti te hubiera bastado para una semana...
—¿Qué más da? Puedo comer pescado, como lo comen los otros...
—Ya sé que no le faltan nunca razones a una generosidad como la tuya... También sé que curaste a los heridos... El hermano de Martín, casi moribundo, está ya sin fiebre...
—Sólo tenía la herida infectada... Le vendaron con trapos sucios... No pensé que les estaría de más, a las mujeres de la aldea, aprender la utilidad de agua hervida, de los vendajes relativamente esterilizados...
—Has hecho mucho por todos. Tu nombre está, entre bendiciones, en todos los labios...
—Les debía algo, Juan. ¿Crees que no sé que mi presencia ha empeorado la situación de ustedes? El desdichado incidente, cuando Renato vino a buscarme, provocó las heridas de esos hombres. Aunque en forma indirecta, me considero responsable...
—Ya... ¿Y responsable en forma directa...?
—Tú, Juan, tú... pero también por causa mía...
—¿Por qué no dices mejor que tu caballero Renato? —rebate Juan con ira.
—También él... aunque su intención no era mala. Si no hubiera sido por tu mal genio... ¿Qué razón podías tener para enfurecerte hasta perder la noción del sitio en que estabas? ¿Amor propio? No, mal genio...
—Ya sé que también has estado predicándole a los pescadores mansedumbre y amor a sus semejantes. Pero, ¿quienes son sus semejantes? ¿Esos miserables soldados que se convierten en verdugos para defender las bien repletas arcas de un usurero? ¡Bien merecido tenían que los hubieran hecho saltar en pedazos!