Era la primera vez que yo observaba la velocidad de los esquiadores del país en medio de la selva. Pronto me quedé atrás y acabé por perderlos de vista. No tenía ningún sentido tratar de alcanzarlos, así es que seguí su pista sin apresurarme. Después de haber avanzado alrededor de media hora, me sentí fatigado y me senté para descansar. Escuchando detrás de mí un ruido repentino, me volví y vi dos jabalíes que atravesaban mi camino a trote ligero. Apuntando rápido con mi arma, hice fuego pero fallé el tiro. Los animales, asustados, saltaron de costado. Como no encontraba ninguna huella ensangrentada, resolví perseguirlos. Alrededor de veinte minutos más tarde, pude darles alcance. Parecían fatigados y avanzaban penosamente por la espesa nieve. De repente, los animales presintieron el peligro y volvieron los dos la cabeza, como siguiendo una orden, en mi dirección. Por su manera de remover las mandíbulas y por las características que pude advertir, comprendí que aguzaban sus defensas. Tenían los ojos encendidos, los hocicos dilatados, las orejas levantadas. Si no hubiera habido más que uno, yo habría tirado probablemente sobre él. Pero como eran dos, podía esperar seguro un ataque. En consecuencia, me abstuve de hacer fuego, esperando una ocasión más propicia. Los animales cesaron de hacer crujir los colmillos y levantaron sus hocicos para olfatear el aire. Después, se volvieron lentamente y continuaron su camino. Yo describí una curva y los hostigué de nuevo. Los jabalíes se detuvieron esta vez aún, y uno de ellos se puso a arrancar con sus colmillos la corteza de madera abatida. Súbitamente, las dos bestias se pusieron al acecho, dieron un corto gruñido y se alejaron, abriéndose camino hacia la izquierda. En aquel momento noté a cuatro udehésy pude advertir por sus caras que habían visto bien a los jabalíes. Me reuní con ellos para seguirlos. No pudiendo alejarse con facilidad, los animales hicieron alto, prestos a defenderse. Los indígenas les rodearon y se aproximaron a ellos en movimientos concéntricos. Esta maniobra obligó a los jabalíes a dar vueltas de un lado a otro; pero, no pudiendo aguantar más, se arrojaron esta vez a la derecha. Los indígenas los lancearon con una habilidad sorprendente. Uno de los animales recibió un golpe debajo del omóplato; el otro fue herido en el cuello y saltó hacia adelante. El joven cazador quiso retenerlo con su lanza, pero un crujido corto y seco resonó en ese momento. El mango del arma fue partido como una delgada rama seca. Perdiendo el equilibrio, el cazador cayó a tierra, mientras el jabalí se abalanzaba hacia mí. Instintivamente, levanté mi fusil y disparé casi a quemarropa. Por una feliz casualidad, mi bala fue a alojarse directamente en la cabeza del animal. En el mismo instante, me di cuenta de que el udehéde la lanza rota estaba echado en tierra, apretándose una herida en un pie, de donde la sangre manaba en abundancia. Este hombre no sabía con exactitud en qué momento el jabalí había podido lastimarle con sus colmillos. Le puse un vendaje, mientras los otros udehésse apresuraban a instalar un campamento y a acarrear madera. Uno de estos cazadores se quedó cerca del herido; otro fue a buscar un trineo, mientras los demás reanudaban la caza. Este accidente no levantó ninguna inquietud en la aldea: la mujer del joven cazador no hizo más que reír y bromear con su marido. Esos casos son tan frecuentes que nadie les presta atención. Huellas dejadas por colmillos de jabalí y por uñas de oso se encuentran en el cuerpo de todos esos hombres.
En el curso de esa jornada, nuestros tiradores se ocuparon de componer las roturas de los trineos, dejando la reparación de sus ropas al cuidado de las mujeres indígenas. A fin de aligerar las cargas de mis compañeros, contraté a dos hombres que disponían de trineos y de perros, para acompañarnos a la aldea siguiente.
Al otro día, cuando me despedí de los indígenas, tuvo lugar un episodio bastante divertido. Yo di a cada uno diez rublos; a uno, le tendí un billete por esa suma; a otro, dos billetes de cinco rublos cada uno. Y he aquí que el primero se mostró ofendido. Creyendo que encontraba esta remuneración insuficiente, le mostré a su camarada, cuya satisfacción era evidente. Pero se trataba de una cosa distinta: el udehéestaba molesto por no haber recibido más que un solo billete, mientras que el otro recibía dos. Yo había olvidado que esa gente no conoce nada en materia de dinero. Volví a tomar entonces mi billete de diez rublos y le di, para darle gusto, tres billetes de tres rublos y un cuarto de un rublo. Ahora le tocó enfadarse al segundo udehé,puesto que él no había recibido en total más que dos billetes de cinco rublos. Para quedar en paz, me fue necesario dar a cada uno de ellos un surtido de billetes idénticos.
30
El ataque del tigre
Al día siguiente, 23 de diciembre, reemprendimos nuestro camino. Mis compañeros marcharon alegres y avispados, restablecidos por una jornada entera de reposo. Hicimos alrededor de dieciocho kilómetros antes de instalar nuestro campamento cerca de una fanzahabitada por dos ancianos. Uno era un udehéy el otro un chino, trampero de cibelinas. Les pregunté sobre el camino que iba hacia el paso del Khor, adonde yo tenía muchas ganas de subir. Nuestro nuevo amigo udehé,que se llamaba Kitenbú, consintió en servirme de guía. Debía tener entonces unos sesenta años. Sus cabellos eran grises y su rostro estaba muy arrugado. Se preparó en seguida para la excursión, proveyéndose de una ropa remendada, de una piel de cabra y de una vieja carabina muchas veces recompuesta. Yo tomé conmigo una tetera, una agenda y una colchoneta, mientras Dersu llevaba telas de tienda, su pipa y sus provisiones. Además de nosotros, otros dos seres vivos participaban en nuestra expedición: mi Alpay otro perro de pelos grises, de hocico puntiagudo y orejas tiesas. Su amo, Kitenbú, lo llamaba Kady.
Hacía una hermosa mañana y contábamos llegar hacia la noche a una fanzade caza situada al otro lado de la línea divisoria de aguas. Pero nuestra esperanza fue vana. Por la tarde, el cielo se cubrió poco a poco de largas franjas de nubes, el sol se rodeó de círculos y simultáneamente el viento comenzó a soplar. Yo pensaba ya en el regreso, pero Dersu me tranquilizó, afirmando que no habría tempestad de nieve y que todo se limitaría a un viento violento que cesaría al día siguiente. Una vez más, acertó. Hacia las cuatro, el sol se escondió tras un velo nuboso que podía ser también de niebla. El aire estaba saturado de un polvo fino de nieve seca y movediza. El viento nos azotó el rostro, cortante como un cuchillo. Cuando el crepúsculo comenzó a caer, acabábamos precisamente de alcanzar la altura deseada. Dersu se detuvo para deliberar con nuestro guía. Yo me aproximé a ellos y me enteré de que el udehéno estaba completamente seguro del camino. Temiendo perderse, decidieron los dos que había que acostarse al aire libre.
—Capitán —me dijo Dersu—, hoy no encontraremos ya una fanzay tendremos que acampar.
—Bien —respondí—, escojamos el lugar.
Adentrándonos a fondo en la espesura, para meternos al abrigo del viento, nos instalamos al pie de un cedro enorme, cuya talla podía llegar a unos veinte metros. Dersu tomó su hacha para ir a buscar leña; el viejo Kitenbú, que pertenecía a la tribu de los tazes,se puso a cortar ramas de coníferas para nuestras camas, mientras yo me ocupaba de preparar la hoguera. Como todos estos trabajos de campamento no acabaron hasta las seis y media, nos sentíamos muy fatigados. Cuando se encendió el fuego, el campamento nos pareció en seguida muy confortable. Pudimos descalzarnos, secarnos y pensar en nuestra cena. Una media hora después, tomábamos el té y hablábamos del tiempo que haría.