Respiró profundamente y con un agudo silbido; en su rostro temblaron ondas de vida: esto estropeó ligeramente el portento, pero aún estaba allí. Abrió luego los ojos, me miró con recelo, parpadeando, se sentó y, con inacabables bostezos —nunca parecía tener suficiente—, comenzó a rascarse el cuero cabelludo, hundiendo profundamente sus dos manos en aquel su grasiento cabello castaño.

Era un hombre de mi misma edad, flaco, sucio, con tres días de barba en el mentón; una delgada lista de rosada carne asomaba entre el borde inferior del cuello de su camisa (blando, con un par de orificios redondos para el ausente alfiler) y el borde superior de la camisa. La corbata, estrecha y de punto, le colgaba de lado, y en la pechera de la camisa no le quedaba ni un solo botón. Unas cuantas violetas pálidas se marchitaban en el ojal de su americana; una de ellas, casi a punto de caer, colgaba boca abajo. Tenía a su lado una andrajosa mochila; bajo la solapa abierta de uno de sus bolsillos asomaban una rosquilla y un gran fragmento de salchicha, con las connotaciones corrientes de un ataque de lujuria intempestiva y brutal amputación. Me senté atónito y examiné al vagabundo; parecía haberse engalanado con tan desgarbado disfraz para acudir a un anticuado, barriobajero y mugriento baile de disfraces.

—Aceptaría un pitillo —me dijo en checo. Su voz resultó inesperadamente baja, incluso tranquila, y con un par de dedos estirados hizo el ademán de sostener un cigarrillo. Le tiré mi pitillera; mis ojos no abandonaron su rostro ni un instante. Se inclinó hacia adelante, acercándose un poco más y sosteniéndose en una mano apoyada en tierra, y yo aproveché la oportunidad para examinar su oreja y el hueco de su sien.

—Alemanes —dijo, y sonrió, mostrándome sus encías. Esto me decepcionó, pero por fortuna su sonrisa desapareció enseguida. (A estas alturas yo ya estaba muy poco dispuesto a separarme de aquel portento.)

—¿También usted es alemán? —me preguntó en ese idioma, mientras sus dedos le daban una vuelta completa al pitillo. Le dije y, con un sonido seco, encendí el mechero bajo sus mismas narices. El unió codiciosamente las manos para formar una techumbre sobre la temblorosa llama. Uñas cuadradas, negroazuladas.

—Yo también lo soy —dijo, exhalando el humo—. Bueno, mi padre era alemán, pero mi madre era checa, de Pilsen.

Yo seguía esperando algún estallido de sorpresa por su parte, quizás una gran carcajada, pero permaneció impasible. Sólo entonces comprendí hasta qué punto era un patán.

—He dormido como un topo —dijo, hablando consigo mismo en tono de fatua satisfacción, y lanzó un entusiasta escupitajo.

—¿Sin trabajo? —pregunté.

Asintió varias veces con la cabeza, con expresión afligida, y volvió a escupir. Siempre me pasma la enorme cantidad de saliva que parece capaz de producir la gente simple.

—Mis pies son más andarines que mis botas —dijo, mirándose los pies. En efecto, iba desdichadamente calzado.

Rodando en tierra, se puso boca abajo y, mientras observaba la lejana fábrica de gas, y una alondra que remontó el vuelo desde un surco, prosiguió en tono pensativo:

—El año pasado tuve un buen empleo en Sajonia, no lejos de la frontera. De jardinero. ¡Lo mejor del mundo! Luego trabajé con un pastelero. Todas las noches, cuando terminábamos de trabajar, mi amigo y yo cruzábamos la frontera y nos bebíamos una jarra de cerveza. Diez kilómetros de ida y otros tantos de vuelta. La cerveza checa era más barata que la nuestra, y las mozas más llenitas. También, en tiempos, toqué el violín y tuve una rata blanca.

Vamos ahora a lanzar una ojeada al sesgo, pero sin entretenernos, sin echar mano de la fisonomía; no se acerquen más de la cuenta, caballeros, porque podrían llevarse la peor conmoción de sus vidas. O, tal vez, no. Pues, ay, después de todo lo ocurrido, conozco muy bien hasta qué grados de tendenciosidad y tergiversación puede llegar la vista humana. Sea como fuere, aquí tienen la imagen: dos hombres agachados en un pequeño y nauseabundo herbazal; uno de ellos, un tipo vestido con elegancia, azota su rótula con un guante amarillo; el otro, un vagabundo de vaga mirada, tendido en tierra se dedica a airear sus quejas contra la vida. Resecos rumores del cercano espino. Nubes pasajeras. Un ventoso día de mayo, con leves estremecimientos, como los que recorren la piel de un caballo. Desde la carretera, el retumbar traqueteante del motor de un camión. La vocecilla de una alondra en el cielo.

El vagabundo se había quedado en silencio; después volvió a hablar, deteniéndose a veces para las expectoraciones. Tal cosa y tal otra. Venga y dale. Tristísimos suspiros. Decúbito prono, dobló las rodillas hasta tocarse el trasero con los gemelos, y luego volvió a estirar las piernas.

—Eh, oiga —le dije bruscamente—. ¿No ha visto nada, en serio?

El hombre rodó y se sentó.

—¿De qué me habla? —preguntó, oscurecido el rostro por un ceñudo gesto de recelo.

—Debe de estar usted ciego —dije.

Durante unos diez segundos seguimos mirándonos mutuamente a los ojos. Alcé despacio el brazo derecho, pero su brazo izquierdo no se levantó, aunque yo casi lo había esperado. Cerré el ojo izquierdo, pero sus dos ojos se mantuvieron abiertos. Le saqué la lengua. Y él volvió a murmurar: —¿De qué me habla? ¿De qué me habla?

Saqué un espejito de bolsillo. Al cogerlo, se manoseó la cara, se miró después la palma de la mano, pero no encontró sangre ni excrementos de pájaro. Se miró en el cristal azul cielo. Me lo devolvió, encogiéndose de hombros.

—Loco —exclamé—. ¿No ve que somos...? ¿No se ha fijado, so necio, en que somos...? A ver... míreme bien...

Acerqué su cara a la mía, hasta que se tocaron nuestras sienes; dos pares de ojos bailaban y flotaban en el espejo.

Cuando habló, lo hizo en tono condescendiente:

—Jamás un rico podrá parecerse a un pobre, pero es usted muy dueño de tener otra opinión. Ahora me acuerdo de la vez en que vi a unos gemelos, era en una feria, en agosto del año veintiséis, o quizá fue en septiembre. A ver, espere un poco. No. Agosto. Bueno, eso sí que era parecerse. No había forma de distinguirles. Ofrecían veinte marcos a quien encontrase la más mínima diferencia. «Acepto», dijo Fritz (le llamábamos Zanahorio) y le pegó un tortazo a uno de los gemelos en la oreja. «Ahí tiene —les dijo—, ese de ahí tiene la oreja colorada, y el otro no, así que ya puede darme esos marcos.» ¡Cómo nos reímos!

Sus ojos recorrieron velozmente la tela gris paloma de mi traje; se deslizaron manga abajo; tropezaron y volvieron a levantarse al llegar al reloj de oro que llevaba en la muñeca.

—¿Podría encontrarme algún empleo? —me preguntó, inclinando la cabeza a un lado.

Nota: no fui yo, sino él, quien percibió en primer lugar el vínculo masónico de nuestro parecido; y como el propio parecido había sido determinado por mí, yo me encontraba en una sutil relación —de acuerdo con sus cálculos inconscientes— de dependencia con él, como si yo fuese el imitador y él el modelo. Naturalmente, siempre preferimos que la gente diga «Ese hombre se le parece a usted», que lo contrario. Al pedirme ayuda, aquel pícaro de tres al cuarto se limitaba a tantear el terreno con vistas a futuras peticiones. En el fondo de su confuso cerebro pululaba, tal vez, la idea de que yo tenía que estarle agradecido por la generosidad que había tenido él al concederme, por el solo hecho de su existencia, la oportunidad de tener su mismo aspecto. Nuestro parecido me sonaba a monstruosidad que casi rozaba lo milagroso. Lo que a él le interesaba era sobre todo que yo sintiera deseos de encontrar algún parecido. Ante mis ojos, él era mi doble, a saber, un ser físicamente idéntico a mí. Fue esta absoluta igualdad lo que me produjo una emoción tan intensa. Por su parte, él veía en mí a un imitador sospechoso. Quiero, no obstante, subrayar especialmente lo tenues que eran sus ideas. Estoy seguro de que el muy zoquete hubiese sido incapaz de entender los comentarios que esas ideas suyas me inspiraban.