»—Bien. Aspiramos oxígeno. Ahora dígame, Petia: ¿qué exhalamos?

»—Óxido de carbono —contesté yo, mirando a la misma ventana.

»—Bien —asintió Zínochka—. Las plantas hacen lo contrario: absorben óxido de carbono y desprenden oxígeno. El óxido de carbono es lo que hay en agua de Seltz y en el tufo que se desprende del samovar... Es un gas muy venenoso. Cerca de Nápoles se encuentra la Cueva del Perro, en la que se desprende óxido de carbono; cuando un perro entra en ella, no puede respirar y se muere.

»Esta desgraciada Cueva del Perro de cerca de Nápoles es el límite de los conocimientos de química que ninguna institutriz se atreve a traspasar. Zínochka defendía siempre con gran calor las ciencias naturales, pero de la química apenas si sabía algo más que lo de esta cueva.

»Bueno, me mandó que lo repitiera. Así lo hice. Me preguntó qué es el horizonte. Yo contesté. Y en el patio, mientras nosotros rumiábamos lo del horizonte y la cueva, mi padre se preparaba para ir de caza. Los perros ladraban, los caballos se removían impacientes y coqueteaban con los cocheros, los criados cargaban el cochecillo con toda clase de paquetes. Había también otro coche en el que tomaron asiento mi madre y mis hermanas, que iban a la hacienda de los Ivanitski, donde celebraban un cumpleaños. Sin contarme a mí en casa se quedaban Zínochka y mi hermano mayor, entonces estudiante, a quien le dolían las muelas. ¡Pueden imaginarse mi envidia!

»—Así pues, ¿qué aspiramos? —preguntó Zínochka, mirando a la ventana.

»—Oxígeno...

»—Sí, y se llama horizonte el lugar en que nos parece que la tierra se junta con el cielo...

»Pero ambos coches se pusieron en marcha... Vi cómo Zínochka sacaba del bolsillo un papelito, lo arrugaba nerviosamente y se lo apretaba contra la sien. Luego se puso roja y miró el reloj.

»—Recuerde, pues —dijo—: cerca de Nápoles está la Cueva del Perro... —miró de nuevo el reloj y prosiguió—, donde nos parece que el cielo se junta con la tierra...

»La pobrecilla, muy agitada, dio unos pasos por la habitación y miró de nuevo el reloj. Hasta el fin de la lección quedaba aún más de media hora.

»—Ahora pasemos a la aritmética —dijo, respirando fatigosamente y pasando con mano temblorosa las páginas del libro de problemas—. Resuelva el número 325, yo... volveré ahora...

»Salió. Oí que bajaba la escalera, y luego vi por la ventana su vestido azul que cruzaba por el patio y desaparecía en el portillo del jardín. La rapidez de sus movimientos, el rubor de sus mejillas y la agitación de que daba muestras, me intrigaron. ¿Adónde había ido? ¿Para qué? Yo era muy precoz y no tardé en comprenderlo todo: ¡había ido al jardín para, valiéndose de la ausencia de mis severos padres, hartarse de frambuesas o cerezas! En tal caso, ¡diablos!, también yo iría a coger cerezas. Dejé el libro de problemas y corrí al jardín. Me acerqué a los cerezos, pero allí no estaba. Dejando atrás los groselleros y la choza del guarda, se dirigía hacia el estanque, pálida y temblando al más pequeño ruido. La seguí, tratando de que no me viera, y me encontré, señores, con lo siguiente. En la orilla del estanque, entre dos robustos y viejos sauces, estaba Sasha, mi hermano mayor; no daba muestras de que le doliesen las muelas. Al mirar a Zínochka que se le acercaba, todo él parecía resplandecer como un sol de felicidad. Y Zínochka, como si la llevasen a la Cueva del Perro y la obligasen a respirar óxido de carbono, iba hacia él moviendo apenas las piernas, respirando fatigosamente y con la cabeza echada hacia atrás... Todo denotaba que era la primera vez en toda su vida que acudía a una cita. Pero acabaron por juntarse... Durante unos instantes se miraron en silencio como sin dar crédito a sus ojos. Luego, cierta fuerza empujó a Zínochka por la espalda, puso las manos en los hombros de Sasha e inclinó la cabeza sobre el chaleco de mi hermano. Sasha se reía, balbuceaba algo inconexo y, con la torpeza del hombre muy enamorado, tomó con ambas manos la cara de Zínochka. El tiempo, señores, era maravilloso... El altozano tras el que se ocultaba el sol, los dos sauces, las verdes orillas, el cielo, todo esto, con Sasha y Zínochka, se reflejaba en el estanque. Pueden imaginarse la quietud que reinaba alrededor. Sobre los dorados carices volaban millones de mariposas de largas antenas, al otro lado del huerto pasaba la dula. En una palabra, como para pintar un cuadro.

»De todo aquello lo único que yo comprendí es que Sasha besaba a Zínochka. Esto era una inconveniencia. Si mamá llegara a saberlo los dos se ganarían una buena reprimenda. Con un sentimiento de vergüenza que no sabría explicarme, volví al cuarto de las lecciones, sin esperar al fin de la cita. Con el libro de problemas ante mí, pensé en todo aquello. Por mi cara se deslizaba una triunfal sonrisa. Por una parte, me era agradable ser dueño de un secreto ajeno; por otra, también era muy agradable la conciencia de que unas autoridades como Sasha y Zínochka podían ser en cualquier momento denunciadas por infracción de las conveniencias mundanas. Eso lo podía hacer yo. Ahora estaban en mis manos y su tranquilidad dependía por completo de mi generoso espíritu. ¡Ya verían lo que era bueno!

»Cuando me hube acostado, Zínochka, según su costumbre, entró en mi cuarto para comprobar si estaba bien tapado y si había hecho mis oraciones. Miré su rostro bonito y feliz con una sonrisa irónica. El secreto pugnaba por salir al exterior. Era necesario dejar escapar una reticencia y disfrutar con el efecto.

»—¡Lo sé! —dije con una risita.

»—¿Qué es lo que sabe?

»—¡Ji, ji! Vi cuando usted y Sasha se besaban junto a los sauces. La seguí y lo vi todo...

»Zínochka se estremeció toda roja y, abrumada por mis palabras, se dejó caer en la silla sobre la que estaban el vaso de agua y la palmatoria.

»—Vi cómo... se besaban... —repetí con la risita de antes y disfrutando con su turbación—. ¡Hola! Se lo diré a mamá.

»La cobarde Zínochka me miró atentamente y, convencida de que, en efecto, lo sabía todo, se apoderó desesperada de mi mano y balbuceó con un susurro tembloroso:

»—Petia, eso es una acción muy baja... Se lo suplico, por Dios... Ha de ser un hombre... no lo diga a nadie... Las personas decentes no se dedican a espiar... Es una vileza... se lo suplico...

»La pobre temía más que al fuego a mi madre, una señora virtuosa y severa. Esto, por una parte. Por otra, mi cara sonriente no podía por menos de profanar su primer amor, un amor puro y poético. Pueden, pues, imaginarse el estado de su espíritu. Por culpa mía no durmió en toda la noche y a la mañana siguiente se presentó a la hora del té con ojeras... Después del desayuno, al encontrarme con Sasha, no resistí a la tentación de presumir y reírme de él:

»—¡Lo sé! Ayer vi cómo te besabas con mademoiselle Zina.

»Sasha me miró y dijo:

»—Eres un imbécil.

»No era tan pusilánime como Zínochka, y por eso no se produjo el deseado efecto. Eso me aguijoneó todavía más. Si Sasha no se había asustado, era porque no creía que yo lo hubiera visto todo. ¡Pues ya nos veríamos las caras!