—¿Conque te ha dicho que yo he sido la perdición de tu madre?

—Sí; pero... usted me ha prometido no enfadarse.

—¡Déjame en paz!... ¡Vaya una situación lucida!

Se oyó la campanilla. El chiquillo corrió a la puerta. Momentos después entró en el salón con su madre y su hermanita.

Beliayev saludó con la cabeza y siguió paseándose.

—¡Claro! —murmuraba—. ¡El culpable soy yo! ¡Él es el marido y le asisten todos los derechos!

—¿Qué hablas? —preguntó Olga Ivanovna.

—¿No sabes lo que predica tu marido a tus hijos? Según él, soy un infame, un criminal; he sido la perdición tuya y de los niños. ¡Todos ustedes son unos desgraciados y el único feliz soy yo! ¡Ah, qué feliz soy!

—No te entiendo, Nicolás. ¿Qué sucede?

—Pregúntale a este caballerito —dijo Beliayev, señalando a Alecha.

El chiquillo se puso colorado como un tomate; luego palideció. Se pintó en su faz un gran espanto.

—¡Nicolás Ilich! —balbuceó—, le suplico...

Olga Ivanovna miraba alternativamente, con ojos de asombro, a su hijo y a Beliayev.

—¡Pregúntale! —prosiguió éste—. La imbécil de Pelagueya lleva a tus hijos a las confiterías, donde les arregla entrevistas con su padre. ¡Pero eso es lo de menos! Lo gracioso es que su padre, según les dice él, es un mártir y yo soy un canalla, un criminal, que ha deshecho la felicidad de ustedes...

—¡Nicolás Ilich! —gimió Alecha—, usted me había dado su palabra de honor...

—¡Déjame en paz! ¡Se trata de cosas más importantes que todas las palabras de honor! ¡Me indignan, me sacan de quicio tanta doblez, tanta mentira!

—Pero dime —preguntó Olga, con lágrimas en los ojos, dirigiéndose a su hijo—: ¿te vas con papá? No comprendo...

Alecha parecía no haber oído la pregunta, y miraba con horror a Beliayev.

—¡No es posible! —exclama su madre—. Voy a preguntarle a Pelagueya.

Y salió.

—¡Usted me había dado su palabra de honor...! —dijo el chiquillo, todo trémulo, clavando en Beliayev los ojos, llenos de horror y de reproches.

Pero Beliayev no le hizo caso y siguió paseándose por el salón, excitadísimo, sin más preocupación que la de su amor propio herido.

Alecha se llevó a su hermana a un rincón y le contó, con voz que hacía temblar la cólera, cómo lo habían engañado. Lloraba a lágrima viva y fuertes estremecimientos sacudían todo su cuerpo. Era la primera vez, en su vida, que chocaba con la mentira de un modo tan brutal.

Una perra cara

El maduro oficial de infantería Dubov y el voluntario Knaps, sentados uno junto a otro, bebían unas copas.

—¡Magnífico perro!... —decía Dubov mostrando a Knaps a su perro Milka—. ¡Un perro extraordinario!... ¡Fíjese, fíjese bien en el morro que tiene!... ¡Lo que valdrá sólo el morro!... Si lo viera un aficionado, tan sólo por el morro pagaría doscientos rublos. ¿No lo cree usted?... Si no es así, es que no entiende nada de esto.

—Sí que entiendo, pero...

—Es setter. ¡Setter inglés de pura raza! Para el acecho es asombroso, y como olfato... ¡Dios mío!... ¡Qué olfato el suyo! ¿Sabe cuánto pagué por mi Milka cuando no era más que un cachorro?... ¡Cien rublos! ¡Soberbio perro! ¡Ven acá..., Milka bribón, Milka bonito!... ¡Ven acá, perrito..., chuchito mío...!

Dubov atrajo a Milka hacia sí y lo besó entre las orejas. A sus ojos asomaban lágrimas.

—¡No te entregaré a nadie..., hermoso mío..., tunante! ¿Verdad que me quieres, Milka? Me quieres..., ¿no? Bueno, ¡márchate ya! —exclamó de pronto el teniente—. ¡Me has puesto las patas sucias en el uniforme! ¡Pues sí, Knaps!... ¡Ciento cincuenta rublos pagué por el cachorro! ¡Desde luego ya se ve que los vale! ¡Lo único que siento es no tener tiempo para ir de caza! ¡Y un perro sin hacer nada se muere!... ¡Le falta... sobre qué utilizar la inteligencia!... ¡Cómpremelo, Knaps! ¡Me lo agradecerá usted toda la vida! Si no dispone de mucho dinero, se lo dejaré por la mitad de su precio... ¡Lléveselo por cincuenta rublos!... ¡Róbeme ...!

—No, querido —suspiró Knaps—. Si su Milka hubiera sido macho, quizá lo comprara, pero...

—¿Que Milka no es macho? —se asombró el teniente—. Pero ¿qué está usted diciendo, Knaps?... ¿Que Milka no es macho? ¡Ja, ja!... Entonces, ¿qué es según usted? ¿Perra? ¡Ja, ja!... ¡Qué chiquillo! Todavía no sabe distinguir un perro de una perra!

—Me está usted hablando como si yo fuera ciego o una criatura —se ofendió Knaps—. ¡Claro que es perra!

—¡A lo mejor también le parece a usted que yo soy una señora!... ¡Vaya, vaya..., Knaps! ¡Y decir que ha cursado usted estudios técnicos!... No, alma mía. Este es un auténtico perro de pura casta. ¡Es capaz de dar ciento y raya a cualquier otro perro, y usted me sale con que no es perro! ¡Ja, ja...!

—Perdóneme, Mijail Ivanovich, pero me toma usted sencillamente por tonto. ¡Hasta me ofende!

—Bueno, bueno... Pues nada, entonces... No lo compre si no quiere... ¡A usted es imposible hacerle comprender nada! ¡Pronto empezará usted a decir. que en vez de rabo tiene una pata!... Pero nada ... ¡A usted es a quien quería yo hacer el favor! ¡Vajrameev!... ¡Trae coñac!

El ordenanza trajo más coñac. Los dos amigos llenaron sus vasos y quedaron pensativos. Transcurrió media hora en silencio.

—¡Y después de todo..., vamos a suponer que fuera perra!... —interrumpió el silencio el teniente mirando sombrío la botella—. ¿Qué importancia tendría eso?... ¡Mejor para usted!... Le daría cachorros, cada cachorro no valdría menos de veinticinco rublos. ¡Se los compraría cualquiera, encantado! ¡No sé por qué le gustan tanto los perros! ¡Son mil veces mejor las perras! El género femenino es más adicto y más agradecido... Pero bueno, en fin..., si tanto miedo tiene usted al género femenino, ¡quédese con ella por veinticinco rublos!

—No, querido. No le pienso dar ni una kopeka. En primer lugar, no necesito perro, y, en segundo, no tengo dinero.

—Eso podía usted haberlo dicho antes... ¡Milka! ¡Largo de aquí!

El ordenanza sirvió una tortilla. Los amigos se pusieron a comerla y la terminaron en silencio.

—¡Es usted un buen muchacho, Knaps! ¡Un muchacho cabal! —dijo el teniente, limpiándose los labios—. ¡Qué diablos! ¡Me da lástima dejarle así! ¿Sabe usted una cosa?... ¡Llévese la perra gratis!

—Pero ¿para qué la quiero yo, querido? —dijo Knaps con un suspiro—. Y además, ¿quién me la iba a cuidar?