Evstrat Spiridónovich, un anciano con uniforme de policía, no tardó en presentarse.

—¡Le ruego que salga de aquí! —dijo con voz ronca, con ojos desorbitados y moviendo sus bigotes teñidos.

—¡Ay, qué susto! —pronunció el individuo, y se echó a reír a su gusto—. ¡Me he asustado, palabra de honor! ¡Qué espanto! Bigotes como los de un gato, los ojos desorbitados... ¡Je, je, je!

—¡Le ruego que no discuta! —gritó con todas sus fuerzas Evstrat Spiridónovich, temblando de ira—. ¡Sal de aquí! ¡Mandaré que te echen de aquí!

En la sala de lectura se armó un alboroto indescriptible.

Evstrat Spiridónovich, rojo como un cangrejo, gritaba, pataleaba.

Yestiakov chillaba, Belebujin vociferaba. Todos los intelectuales gritaban, pero sus voces eran sofocadas por la voz de bajo, ahogada y espesa, del disfrazado. A causa del tumulto general se interrumpió el baile y el público se abalanzó hacia la sala de lectura.

Evstrat Spiridónovich, a fin de inspirar más respeto, hizo venir a todos los policías que se encontraban en el club y se sentó a levantar acta.

—Escribe, escribe —decía la máscara, metiendo un dedo bajo la pluma—. ¿Qué es lo que me ocurrirá ahora? ¡Pobre de mí! ¿Por qué quieren perder al pobre huerfanito que soy? ¡Ja, ja! Bueno. ¿Ya está el acta? ¿Han firmado todos? ¡Pues ahora, miren!

Uno... dos... ¡tres!

El individuo se irguió cuan alto era y se arrancó el antifaz.

Después de haber descubierto su cara de borracho y de admirar el efecto producido, se dejó caer en el sillón, riéndose alegremente. En realidad, la impresión que produjo fue extraordinaria. Los intelectuales palidecieron y se miraron perplejos, algunos se rascaron la nuca. Evstrat Spiridónovich carraspeo como alguien que sin querer ha cometido una tontería imperdonable.

Todos reconocieron en el camorrista al industrial millonario de la ciudad, ciudadano benemérito, el mismo Piatigórov, famoso por sus escándalos, por sus donaciones y, como más de una vez se dijo en el periódico de la localidad, por su amor a la cultura.

—Y bien, ¿se marcharán ustedes o no? —preguntó después de un minuto de silencio.

Los intelectuales, sin decir una palabra, salieron andando de puntillas y Piatigórov cerró tras ellos la puerta.

—Pero ¡si tú sabías que ése era Piatigórov! —decía un minuto más tarde Evstrat Spiridónovich con voz ronca, sacudiendo al camarero, que llevaba más vino a la biblioteca—. ¿Por qué no dijiste nada?

—Me lo había prohibido.

—Te lo había prohibido... Si te encierro, maldito, por un mes, entonces sabrás lo que es prohibido. ¡Fuera!... Y ustedes, señores, también son buenos —dirigióse a los intelectuales—. ¡Armar un motín! ¿No podían acaso salir del salón de lectura por diez minutos? Ahora, sufran las consecuencias. ¡Eh, señores, señores...! No me gusta nada, palabra de honor.

Los intelectuales, abatidos, cabizbajos y perplejos, con aire culpable, andaban por el club como si presintiesen algo malo.

Sus esposas e hijas, al saber que Piatigórov había sido ofendido y que estaba enfadado, perdieron la animación y comenzaron a dispersarse hacia sus casas.

A las dos de la madrugada salió Piatigórov de la sala de lectura. Estaba borracho y se tambaleaba. Entró en el salón de baile, se sentó al lado de la orquesta y se quedó dormido a los sones de la música; después inclinó tristemente la cabeza y se puso a roncar.

—¡No toquen! —ordenaron los organizadores del baile a los músicos, haciendo grandes aspavientos—. ¡Silencio!... Egor Nílich duerme...

—¿Desea usted que lo acompañe a casa, Egor Nílich? —preguntó Belebujin, inclinándose al oído del millonario.

Piatigórov movió los labios, como si quisiera alejar una mosca de su mejilla.

—¿Me permite acompañarle a su casa? —repitió Belebujin— o aviso que le envíen el coche?

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué quieres?

—Acompañarle a su casa... Es hora de dormir.

—Bueno. Acompaña...

Belebujin resplandeció de placer y comenzó a levantar a Platigórov. Los otros intelectuales se acercaron corriendo y, sonriendo agradablemente, levantaron al benemérito ciudadano y lo condujeron con todo cuidado al coche.

—Sólo un artista, un genio, puede tomar así el pelo a todo un grupo de gente —decía Yestiakov en tono alegre, ayudándolo a sentarse—. Estoy sorprendido de verdad. Hasta ahora no puedo dejar de reír. ¡Ja, ja! Créame que ni en los teatros nunca he reído tanto. ¡Toda la vida recordaré esta noche inolvidable!

Después de haber acompañado a Platigórov, los intelectuales recobraron la alegría y se tranquilizaron.

—A mí me dio la mano al despedirse —dijo Yestiakov muy contento—. Luego ya no está enfadado.

—¡Dios te oiga! —suspiró Evstrat Spiridónovich—. Es un canalla, un hombre vil, pero es un benefactor. No se le puede contrariar.

La muerte de un funcionario público

El gallardo alguacil Iván Dmitrievitch Tcherviakof se hallaba en la segunda fila de butacas y veía a través de los gemelos Las Campanas de Corneville. Miraba y se sentía del todo feliz..., cuando, de repente... —en los cuentos ocurre muy a menudo el «de repente»; los autores tienen razón: la vida está llena de improvisos—, de repente su cara se contrajo, guiñó los ojos, su respiración se detuvo..., apartó los gemelos de los ojos, bajó la cabeza y... ¡pchi!, estornudó. Como usted sabe, todo esto no está vedado a nadie en ningún lugar.

Los aldeanos, los jefes de Policía y hasta los consejeros de Estado estornudan a veces. Todos estornudan..., a consecuencia de lo cual Tcherviakof no hubo de turbarse; secó su cara con el pañuelo y, como persona amable que es, miró en derredor suyo, para enterarse de si había molestado a alguien con su estornudo. Pero entonces no tuvo más remedio que turbarse. Vio que un viejecito, sentado en la primera fila, delante de él, se limpiaba cuidadosamente el cuello y la calva con su guante y murmuraba algo. En aquel viejecito, Tcherviakof reconoció al consejero del Estado Brischalof, que servía en el Ministerio de Comunicaciones.

—Le he salpicado probablemente —pensó Tcherviakof—; no es mi jefe; pero de todos modos resulta un fastidio...; hay que excusarse.

Tcherviakof tosió, se echó hacia delante y cuchicheó en la oreja del consejero:

—Dispénseme, excelencia, le he salpicado...; fue involuntariamente...

—No es nada..., no es nada...

—¡Por amor de Dios! Dispénseme. Es que yo...; yo no me lo esperaba...