"O bien he pescado un pez muy grande o el anzuelo se me ha enganchado en algo", pensó la joven.

Tiró unas cuantas veces más de la cuerda y al fin decidió que el anzuelo se había, efectivamente, enganchado en algo.

"¡Qué lástima! —pensó—. ¡Se pesca tan bien al anochecer...! ¿Qué haré?" La extravagante joven, sin pensarlo mucho, se quitó la ligera ropa y sumergió el maravilloso cuerpo en el agua hasta la altura de los marmóreos hombros. No era tarea fácil desprender el anzuelo del ramo enredado en el sedal; pero la paciencia y el trabajo dieron su fruto. Poco más o menos de un cuarto de hora después, la beldad salía resplandeciente del agua, con el anzuelo en la mano.

Un destino funesto la acechaba, sin embargo. Los mismos granujas que robaron la ropa de Smichkov se habían llevado también la suya, dejándole sólo el frasco de los gusanos.

"¿Qué hacer? —lloró la joven—. ¿Será posible que tenga que marchar de este modo?... ¡No! ¡Nunca! ¡Antes la muerte! Esperaré a que oscurezca, y en la sombra me iré a la casa de la tía Agafia, desde donde mandaré a la mía por un vestido... Mientras tanto, me esconderé debajo del puentecillo..."

Y mi heroína, escogiendo aquellos sitios por donde la hierba era más alta y agachándose, se dirigió corriendo al puentecillo. Al deslizarse bajo éste y ver allí a un hombre desnudo, con artística melena y velludo pecho, la joven lanzó un grito y perdió el sentido.

Smichkov también se asustó. Primeramente tomó a la joven por una ondina.

"¿Es tal vez una sirena venida para seducirme? —pensó, suposición que lo halagó, pues siempre había tenido una alta opinión de su exterior—. Mas si no es una sirena, sino un ser humano, ¿cómo explicarse esta extraña metamorfosis?" —¿Por qué está aquí, debajo de este puente? ¿Qué le sucede? —preguntó a la joven.

Mientras buscaba una respuesta a estas preguntas, la beldad recobró el sentido.

—¡No me mate! —dijo en voz baja—. Soy la princesa Bibulov. ¡Se lo ruego! Lo recompensarán con largueza. Estuve dentro del agua desenganchando mi anzuelo y unos ladrones me robaron el vestido nuevo, los zapatos y las demás ropas.

—Señorita... —dijo Smichkov, con voz suplicante—. A mí también me han robado la ropa, y no sólo eso, sino que, además, al robarme los pantalones se llevaron las partituras que estaban en el bolsillo.

Los contrabajos y los trombones son, por lo general, gente apocada; pero Smichkov constituía una agradable excepción.

—Señorita —dijo, pasados unos instantes—. Veo que la conturba mi aspecto; pero estará usted de acuerdo conmigo en que, por las mismas razones suyas, me es imposible salir de aquí. Escuche, pues, lo que he pensado: ¿aceptará usted meterse en la caja de mi contrabajo y cubrirse con la tapa? Esto la escondería a mi vista...

Diciendo esto, Smichkov sacó el contrabajo del estuche. Por un momento le pareció que al cederlo profanaba el sagrado arte; pero su vacilación no duró largo tiempo. La beldad se metió, encogiéndose, en el estuche y el músico anudó las correas, celebrando mucho que la naturaleza lo hubiera obsequiado con tanta inteligencia.

—Ahora, señorita, no me ve usted. Siga ahí echada y quédese tranquila. Cuando oscurezca la llevaré a casa de sus padres. El contrabajo volveré a buscarlo más tarde.

Una vez anochecido, Smichkov se echó al hombro el estuche que contenía a la beldad, y cargado con él se dirigió a la casa de campo de Bibulov. Su plan era el siguiente: pasaría primero por la casa más próxima para procurarse ropa y proseguiría después su camino...

"No hay mal que por bien no venga —pensaba mientras levantaba el polvo con sus pies desnudos y se doblaba bajo su carga—. Seguramente, por haber intervenido con tanta eficacia en el destino de la princesa Bibulov, seré generosamente recompensado."

—¿Está usted cómoda, señorita? —preguntaba con el tono de un galante caballero que invita a bailar un quadrillé—. No se preocupe, tenga la bondad, acomódese en mi estuche como si estuviera en su casa.

De repente, se le antojó al galante Smichkov que delante de él y ocultas en la sombra iban dos figuras humanas. Mirando con más detenimiento, se convenció de que no se trataba de una ilusión óptica. Dos figuras caminaban, en efecto, delante de él, llevando unos bultos en la mano.

"¿Serán éstos los ladrones? —pasó por su cabeza—. Parecen llevar algo... Con seguridad, nuestras ropas...

Y Smichkov, depositando el estuche al borde del camino, salió corriendo en persecución de las figuras.

—¡Alto! —gritaba—. ¡Alto!... ¡Atrápenlos!

Las figuras volvieron la cabeza, y al notar que los iban persiguiendo, echaron a correr... Aun durante largo rato escuchó la princesa pasos veloces y el grito de: "¡Alto!, ¡alto!" Por último, todo quedó en silencio.

Smichkov estaba entregado a la persecución, y seguramente la beldad hubiera permanecido largo tiempo en el campo, al borde del camino, si no hubiera sido por un feliz juego de azar. Ocurrió, en efecto, que al mismo tiempo y por el mismo camino, se dirigían a la casa de campo de Bibulov los compañeros de Smichkov, el flauta Juchkov y el clarinete Rasmajaikin. Al tropezar con el estuche, ambos se miraron asombrados.

—¡El contrabajo! —dijo Juchkov—. ¡Vaya, vaya! ¡Pero si es el contrabajo de nuestro Smichkov! ¿Cómo ha venido a parar aquí?

—Esto es que a Smichkov le ha ocurrido algo —decidió Rasmajaikin.

—O que se ha emborrachado y lo han robado... Sea como sea, no debemos dejar aquí el contrabajo. Nos lo llevaremos.

Juchkov cargó el estuche sobre sus espaldas, y los músicos prosiguieron su camino.

—¡Diablos ! ¡Lo que pesa! —gruñía el flauta durante el camino—. ¡Por nada del mundo hubiera consentido yo en tocar en este monstruo! ¡Uf!

Al llegar a la casa de campo del príncipe Bibulov, los músicos dejaron el estuche en el sitio reservado a la orquesta y se fueron al buffet.

En aquella hora ya se habían empezado a encender arañas y brazos de luz.

El novio (el consejero de Corte Lakeich), guapo y simpático funcionario del Servicio de Comunicaciones, con las manos metidas en los bolsillos, conversaba en el centro de la habitación con el conde Schkalikov. Hablaban de música.

—En Nápoles, conde —decía Lakeich—, conocí a un violinista que hacía verdaderos milagros. No lo creerá usted, pero con un contrabajo de lo más corriente lograba unos trinos... ¡Algo fantástico! Tocaba con él los valses de Strauss.

—¡Por Dios! —dudó, el conde—. ¡Eso es imposible!

—¡Se lo aseguro! ¡Y hasta las rapsodias de Listz! Yo vivía en la misma fonda que él y, como no tenía nada que hacer, llegué a aprender en el contrabajo la rapsodia de Liszt.