—Es del general Zhigálov —dice alguien.

—¿Del general Zhigálov? ¡Hum!... Eldirin, ayúdame a quitarme el capote... ¡Hace un calor terrible! Seguramente anuncia lluvia... Aunque hay una cosa que no comprendo: ¿cómo ha podido morderte? —sigue Ochumélov, dirigiéndose a Jriukin—. ¿Es que te llega hasta el dedo? El perro es pequeño, y tú, ¡tan grande! Has debido de clavarte un clavo y luego se te ha ocurrido la idea de decir esa mentira. Porque tú... ¡ya nos conocemos! ¡Los conozco a todos, diablos!

—Lo que ha hecho, señoría, ha sido acercarle el cigarro al morro para reírse, y el perro, que no es tonto, le ha dado un mordisco... Siempre está haciendo cosas por el estilo, señoría.

—¡Mientes, tuerto! ¿Para qué mientes, si no has visto nada? Su señoría es un señor inteligente y comprende quién miente y quién dice la verdad... Y, si miento, eso lo dirá el juez de paz. Él tiene la ley... Ahora todos somos iguales... Un hermano mío es gendarme... por si quieres saberlo...

—¡Basta de comentarios!

—No, no es del general. observa pensativo el municipal—. El general no tiene perros como éste. Son más bien perros de muestra...

—¿Estás seguro?

—Sí, señoría...

—Yo mismo lo sé. Los perros del general son caros, de raza, mientras que éste ¡el diablo sabe lo que es! No tiene ni pelo ni planta... es un asco. ¿Cómo va a tener un perro así? ¿Dónde tienen la cabeza? Si este perro apareciese en Petersburgo o en Moscú, ¿saben lo que pasaría? No se pararían en barras, sino que, al momento, ¡zas! Tú, Jriukin, has salido perjudicado; no dejes el asunto... ¡Ya es hora de darles una lección!

—Aunque podría ser del general... —piensa el guardia en voz alta—. No lo lleva escrito en el morro... El otro día vi en su patio un perro como éste.

—¡Es del general, seguro! —dice una voz.

—¡Hum!... Ayúdame a ponerme el capote, Eldirin... Parece que ha refrescado... Siento escalofríos... Llévaselo al general y pregunta allí. Di que lo he encontrado y que se lo mando... Y di que no lo dejen salir a la calle... Puede ser un perro de precio, y si cualquier cerdo le acerca el cigarro al morro, no tardarán en echarlo a perder. El perro es un animal delicado... Y tú, imbécil, baja la mano. ¡Ya está bien de mostrarnos tu estúpido dedo! ¡Tú mismo tienes la culpa!...

—Por ahí va el cocinero del general; le preguntaremos... ¡Eh, Prójor! ¡Acércate, amigo! Mira este perro... ¿Es de ustedes?

—¡Qué ocurrencias! ¡Jamás ha habido perros como éste en nuestra casa!

—¡Basta de preguntas! —dice Ochumélov—. Es un perro vagabundo. No hay razón para perder el tiempo en conversaciones... Si yo he dicho que es un perro vagabundo, es un perro vagabundo... Hay que matarlo y se acabó.

—No es nuestro —sigue Prójor—. Es del hermano del general, que vino hace unos días. A mi amo no le gustan los galgos. A su hermano...

—¿Es que ha venido su hermano? ¿Vladímir Ivánich? —pregunta Ochumélov, y todo su rostro se ilumina con una sonrisa de ternura—. ¡Vaya por Dios! No me había enterado. ¿Ha venido de visita?

—Sí...

—Vaya... Echaba de menos a su hermano... Y yo sin saberlo. ¿Así que el perro es suyo? Lo celebro mucho... Llévatelo... El perro no está mal... Es muy vivo... ¡Le ha mordido el dedo a éste! Ja, ja, ja... Ea, ¿por qué tiemblas? Rrrr... Rrrr... Se ha enfadado, el muy pillo... Vaya con el perrito...

Prójor llama al animal y se aleja con él del almacén de leña... La gente se ríe de Jriukin.

—¡Ya nos veremos las caras! —le amenaza Ochumélov, y, envolviéndose en el capote, sigue su camino por la plaza del mercado.

El fracaso

Ilia Sergeich Peplov y su mujer, Cleopatra Petrovna, escuchaban junto a la puerta con gran ansiedad. Al otro lado, en la pequeña sala, se desarrollaba, al parecer, una escena de declaración amorosa. Su hija Nataschenka se prometía en aquel momento con el profesor de la Escuela Provincial, Schupkin.

—Parece que pica —murmuraba Peplov, temblando de impaciencia y frotándose las manos—. Mira, Petrovna... Tan pronto como empiecen a hablar de sentimientos, descuelgas la imagen de la pared y entramos a bendecirlos... Quedarán cogidos. La bendición con la imagen es sagrada e irrevocable... Ni aunque acuda al juzgado podrá ya volverse atrás.

Al otro lado de la puerta estaba entablado el siguiente diálogo:

—¡Nada de su carácter!... —decía Schupkin, frotando una cerilla en sus pantalones a cuadros para encenderla—. Le aseguro que yo no fui quien escribió las cartas.

—¡Vamos no diga!... ¡Como si no conociera yo su letra! —reía la damisela lanzando grititos amanerados y mirándose al espejo a cada momento—. La reconocí en seguida. ¡Y qué cosa tan rara!... ¡Usted, profesor de caligrafía y haciendo esos garrapatos!... ¿Cómo va usted a enseñar a escribir a otros si escribe usted tan mal?...

—¡Hum!... Eso no significa nada, señorita. En el estudio de la caligrafía lo principal no es la clase de letra..., lo principal es mantener sujetos a los alumnos. A uno se le pega con la regla en la cabeza..., a otro se le pone de rodillas... ¡Pero la escritura! ¡Pchs!... ¡Eso es lo de menos!... Nekrasov era un escritor y daba vergüenza ver cómo escribía. En sus obras completas viene una muestra, ¡qué muestra!, de su caligrafía.

—Sí..., pero aquel era Nekrasov, y usted es usted... —un suspiro—. ¡A mí me hubiera encantado casarme con un escritor! ¡Se hubiera pasado el tiempo haciéndome versos!

—También yo puedo hacerle versos si lo desea.

—¿Y sobre qué sabe usted escribir?

—Sobre el amor..., sobre los sentimientos..., ¡Sobre sus ojos!... Cuando los lea usted se quedará asombrada. ¡Le harán verter lágrimas! Dígame: ¿si yo le escribiera unos versos llenos de poesía me daría a besar su manecita?

—¡Vaya una tontería!... ¡Ahora mismo si quiere! Bésela.

Schupkin se levantó de un brinco y con ojos que parecían prontos a saltársele apretó sus labios sobre la mano gordezuela que olía a jabón de huevo.

—¡Descuelga la imagen! —dijo apresuradamente Peplov, dando un codazo a su mujer, palideciendo de emoción y abrochándose los botones de la chaqueta—. ¡Anda, vamos! —y sin perder un segundo abrió la puerta de par en par—. ¡Hijos! —balbució, alzando las manos y con lágrimas en los ojos—. ¡Que el Señor los bendiga! ¡Hijos míos!... ¡Vivan! ¡Sean fructíferos y multiplíquense!...

—¡Yo!... ¡También yo los bendigo! —dijo la madre, llorando de felicidad—. ¡Sean dichosos, queridos míos! ¡Oh!... —prosiguió, dirigiéndose a Schupkin—. ¡Me arrebata usted mi único tesoro!... ¡Quiera a mi hija! ¡Mímela!...

La boca de Schupkin se abrió de asombro y de susto. El asalto de los padres había sido tan inesperado y tan atrevido que no podía pronunciar una sola palabra.