—¡Yo marcho adelante, señor Frodo! —gritó—. Voy a ver qué está pasando. Quiero encontrar al Tío.
—Antes nos convendría saber qué nos espera, Sam —dijo Merry—. Sospecho que el «Jefe» ha de tener una pandilla de rufianes al alcance de la mano. Necesitaríamos encontrar a alguien que nos diga cómo andan las cosas por estos parajes.
Pero en la aldea de Delagua todas las casas y las cavernas estaban cerradas y nadie salió a saludarlos. Esto les sorprendió, pero no tardaron en descubrir el motivo. Cuando llegaron a El Dragón Verde, el último edificio del camino a Hobbiton, ahora desierto y con los vidrios rotos, les alarmó ver una media docena de Hombres corpulentos y malcarados que holgazaneaban, recostados contra la pared de la taberna; tenían la piel cetrina y la mirada torcida y taimada.
—Como aquel amigo de Bill Helechal en Bree —dijo Sam.
—Como muchos de los que vi en Isengard —murmuró Merry.
Los bandidos empuñaban garrotes y llevaban cuernos colgados del cinturón, pero por lo visto no tenían otras armas. Al ver a los viajeros se apartaron del muro, y atravesándose en el camino, les cerraron el paso.
—¿Adónde creéis que vais? —dijo uno, el más corpulento y de aspecto más maligno—. Para vosotros, el camino se interrumpe aquí. ¿Y dónde están esos bravos oficiales?
—Vienen caminando despacio —contestó Merry—. Con los pies un poco doloridos, quizá. Les prometimos esperarlos aquí.
—Garn ¿qué os dije? —dijo el bandido volviéndose a sus compañeros—. Le dije a Zarquino que no se podía confiar en esos pequeños imbéciles. Tenían que haber enviado a algunos de los nuestros.
—¿Y eso en qué habría cambiado las cosas? —dijo Merry—. En este país no estamos acostumbrados a los bandoleros, pero sabemos cómo tratarlos.
—Bandoleros ¿eh? —dijo el hombre—. No me gusta nada ese tono. O lo cambias, o te lo cambiaremos. A vosotros, la gente pequeña, se os han subido los humos a la cabeza. No confiéis demasiado en el buen corazón del Jefe. Ahora ha venido Zarquino, y él hará lo que Zarquino diga.
—¿Y qué puede ser eso? —preguntó Frodo con calma.
—Este país necesita que alguien lo despierte y lo haga marchar como es debido —dijo el otro—, y eso es lo que Zarquino hará; y con mano dura, si lo obligan. Necesitáis un Jefe más grande. Y lo tendréis antes que acabe el año, si hay nuevos disturbios. Entonces aprenderéis un par de cosas, ratitas miserables.
—Me alegra de veras conocer vuestros planes —dijo Frodo—. Ahora mismo iba a hacerle una visita al señor Lotho, y es muy posible que también a él le interese conocerlos.
El bandido se echó a reír. —¡Lotho! Los conoce muy bien. No te preocupes. Él hará lo que Zarquino diga. Porque si un Jefe crea problemas, nosotros nos encargamos de cambiarlo. ¿Entiendes? Y si la gente pequeña trata de meterse donde no la llaman, sabemos cómo sacarlos del medio. ¿Entiendes?
—Sí, entiendo —dijo Frodo—. Para empezar, entiendo que estáis atrasados, atrasados de noticias. Han sucedido muchas cosas desde que abandonasteis el Sur. Tu tiempo ya ha pasado, y el de todos los demás rufianes. La Torre Oscura ha sucumbido, y en Gondor hay un Rey. E Isengard ha sido destruida y vuestro preciado amo es ahora un mendigo errante en las tierras salvajes. Me crucé con él por el camino. Ahora serán los mensajeros del Rey los que remontarán el Camino Verde, no los matones de Isengard.
El hombre le clavó la mirada y sonrió con sarcasmo. —¡Un mendigo errante de las tierras salvajes! ¿De veras? Pavonéate si quieres, renacuajo presumido. De todas maneras no pensamos movernos de este amable país donde ya habéis holgazaneado de sobra. ¡Mensajeros del Rey! —Chasqueó los dedos en las narices de Frodo—. ¡Mira lo que me importa! Cuando vea uno, tal vez me fije en él.
Aquello colmó la medida para Pippin. Pensó en el Campo de Cormallen, y aquí había un rufián de mirada oblicua que se atrevía a tildar de «renacuajo presumido» al Portador del Anillo. Echó atrás la capa, desenvainó la espada reluciente, y la plata y el sable de Gondor centellearon cuando avanzó montado en el caballo.
—Yo soy un mensajero del Rey —dijo—. Le estás hablando al amigo del Rey, y a uno de los más renombrados en todos los países del Oeste. Eres un rufián y un imbécil. Ponte de rodillas en el camino y pide perdón, o te traspasaré con este acero, perdición de los trolls.
La espada relumbró a la luz del poniente. También Merry y Sam desenvainaron las espadas, y se adelantaron, prontos a respaldar el desafío de Pippin; pero Frodo no se movió. Los bandidos retrocedieron. Hasta entonces, se habían limitado a amedrentar e intimidar a los campesinos de Bree, y a maltratar a los azorados hobbits. Hobbits temerarios de espadas brillantes y miradas torvas eran una sorpresa inesperada. Y las voces de estos recién llegados tenían un tono que ellos nunca habían escuchado. Los helaba de terror.
—¡Largaos! —dijo Merry—. Si volvéis a turbar la paz de esta aldea, lo lamentaréis.
Los tres hobbits avanzaron, y los bandidos dieron media vuelta y huyeron despavoridos por el Camino de Hobbiton; pero mientras corrían hicieron sonar los cuernos.
—Bueno, es evidente que no hemos regresado demasiado pronto —dijo Merry.
—Ni un día. Tal vez demasiado tarde, al menos para salvar a Lotho —dijo Frodo—. Es un pobre imbécil, pero le tengo lástima.
—¿Salvar a Lotho? ¿Pero qué demonios quieres decir? —preguntó Pippin—. Destruirlo, diría yo.
—Me parece que tú no comprendes bien lo que sucede, Pippin —dijo Frodo—. Lotho nunca tuvo la intención de que las cosas llegaran a ese extremo. Ha sido un tonto y un malvado, y ahora está en una trampa. Los bandidos han tomado las riendas, recolectando, robando y abusando, y manejando o destruyendo las cosas a gusto de ellos, y en nombre de él. Y ni siquiera en nombre de él por mucho tiempo más. Ahora es un prisionero en Bolsón Cerrado, y ha de estar muy atemorizado, me imagino. Tendríamos que intentar rescatarlo.
—¡Esto sí que es inaudito! —exclamó Pippin—. Como broche de oro de nuestros viajes, nunca me lo habría imaginado: venir a combatir con bandidos y con semiorcos en la comarca misma... ¡para salvar a Lotho Granujo!
—¿Combatir? —dijo Frodo—. Bueno, supongo que podría llegarse a eso. Pero recordad: no ha de haber matanza de hobbits, por más que se hayan pasado al otro bando. Que se hayan pasado de verdad, quiero decir: no que obedezcan por temor las órdenes de los bandidos. Jamás en la Comarca un hobbit mató a otro hobbit con intención, y no vamos a empezar ahora. Y en la medida en que pueda evitarse, no se matará a nadie. Así que conservad la calma hasta el final.
—Pero si hay muchos de estos bandidos habrá lucha —dijo Merry—. Con sentirte horrorizado y triste, no rescatarás a Lotho, ni salvarás a la Comarca, mi querido Frodo.
—No —dijo Pippin—. No será tan fácil amedrentarlos de nuevo. Esta vez los tomamos por sorpresa. ¿Oíste sonar los cuernos? Es indudable que andan otros por las cercanías. Y cuando sean más numerosos, se sentirán mucho más audaces. Tendríamos que buscar algún sitio donde refugiarnos esta noche. Al fin y al cabo no somos más que cuatro, aunque estemos armados.