*

Paseándose mi encantadora Liudmila bajo el sol matinal, acaba por sentirse cansada. Considera llegado el momento de enjugar sus lágrimas y dice para sus adentros:

—¡Basta ya!

Se sienta sobre la hierba y empieza a mirar en torno suyo.

Pero apenas lo ha hecho, ve extenderse ante ella, con gran ruido, una sombreada tienda y ofrecérsele un suculento almuerzo con toda la vajilla de cristal. En el silencio del jardín empieza a tocar un arpa invisible.

La princesa cautiva se maravilla; pero piensa:

—¿Para qué seguiré viviendo lejos de mi amado y privada de libertad? ¡Oh, amado mío, cuyo amor me consuela y me martiriza a un tiempo! ¡Sábelo! No me infunde miedo el poder del malhechor. ¡Liudmila sabrá morir! ¡No me hacen falta, infame, tus tiendas ni tus manjares, ni tus canciones aburridas; no comeré, ni escucharé, y me verás morir en tus jardines!

Esto es lo que piensa Liudmila, pero se pone a comer.

La princesa se levanta y desaparecen en el acto la tienda y la lujosa vajilla, con las notas del arpa, y vuelve a reinar el silencio. Otra vez vaga Liudmila por los jardines solitarios y por los silenciosos bosques.

Mientras tanto, en el firmamento azulado empieza a navegar la luna, reina la noche; de todas partes acuden las sombras, cubriendo valles y promontorios. La princesa siente deseos de dormir, y entonces una fuerza misteriosa la levanta como un céfiro suave y la lleva, entre el aroma nocturno de las rosas, al castillo, depositándola en su aposento.

*

Reina un silencio sepulcral, en el que sólo se oye el palpitar de su corazón. Y en aquel silencio parécele de pronto que alguien se aproxima a ella. La princesa oculta su cabeza entre las manos, y... ¡horror! se oye ruido, y en la estancia penetra una luz, se abre la puerta y aparece una hilera de negros que se acercan majestuosa y silenciosamente blandiendo sus sables brillantes. Dan una vuelta a la derecha, y se acercan llevando sobre una gran almohada una larguísima barba blanca, tras la cual camina lentamente y con arrogante porte, levantando la cabeza sobre un cuello delgado y largo, un enano jorobado; a aquella cabeza, afeitada por completo y cubierta por un gorro alto y puntiagudo, pertenece la larga barba.

Ya está junto a la joven. La princesa da un salto y de un golpe hace caer el gorro del enano y se prepara a golpearle; al mismo tiempo lanza un terrible grito y empieza a chillar de tal modo que todos los negros se sobresaltan. El pobre enano, sorprendido y atemorizado, palidece aún más que la propia princesa; se enreda en su barba, y cae en tierra debatiéndose. Se levanta y vuelve a caer. Su séquito grita despavorido; tropiezan los negros unos con otros y por fin cogen en sus brazos al hechicero y salen con él de la estancia para desenredarlo de la barba. Pero dejan olvidado en el dormitorio de Liudmila su gorro puntiagudo.

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¿Qué hace, entre tanto, nuestro querido guerrero? ¿Recordáis su último encuentro? Pues bien: bajo la luz indecisa de la luna entablan combate los enemigos. Sus miradas relampaguean de ira. Han hecho ya uso de sus lanzas, que cada uno ha arrojado desde lejos contra el adversario. Ya se han roto sus espadas, y sus corazas están cubiertas de sangre. Sus adargas han volado hechas pedazos. Ahora luchan cuerpo a cuerpo, juntando sus corceles, que luchan también, levantando con sus patas negras nubes de polvo. Los luchadores están pegados uno a otro y se diría que permanecen inmóviles en sus sillas. Sus manos forman un solo nudo y parecen rígidas en su tremenda tensión. Pero por sus venas corre fuego y tiemblan sus pechos estrechamente unidos. Pronto caerá uno de los dos...

En esto uno de los guerreros, enfurecido, apresa con su mano de hierro al enemigo y, arrancándolo y levantándolo de la silla, lo alza por encima de su cabeza y lo lanza a los olas desde la orilla, mientras exclama:

—¡Muere, odiado rival!

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Lectores míos: con seguridad habréis olvidado quién fue el que luchó con el valeroso Ruslán. Tratábase de un buscador de luchas sangrientas, de Rogday, el mejor guerrero de los Kievlanas, el sombrío enamorado de Liudmila. Mucho tiempo hacía que iba siguiendo las huellas de su rival; pero esta vez le faltó al hijo de las batallas y al guerrero de la vieja Rusia su fuerza acostumbrada y encontró su fin en aquellos parajes desolados.

Corrió la voz de que una joven ondina, moradora de aquellas aguas, cogió en sus brazos a Rogday y de que, besándolo, arrastró entre risas al guerrero a las profundidades del río. Desde entonces, alguna que otra noche, por aquellas riberas solitarias vaga el enorme fantasma del héroe atemorizando a los pescadores.

CANTO TERCERO

Ruslán y Liudmila _2.jpg

Ya la mañana —mañana muy fría— empieza a iluminar las oscuras cimas de los montes, pero el castillo encantado permanece aún silencioso. Chernomor, presa de una ira que no puede ocultar, yace en la cama, envuelto en su bata y sin su gorro, y resopla enfurecido. Sus callados servidores se mueven en torno a su barba blanca, en cuyos pelos ondulados intenta poner orden un peine de marfil. Al propio tiempo, y para mayor eficacia y belleza, vierten sobre sus infinitos bigotes aromas orientales. Empiezan ya a ponerse en orden sus rizados bucles, cuando entra de súbito por la ventana una serpiente voladora, haciendo sonar sus escamas de hierro, que se enroscan en ágiles nudos. Y acto seguido, ante el asombro de los servidores, se transforma en una mujer, en Naína.

—Te saludo, querido compañero —dice ella—. Hasta ahora sólo por la fama de su nombre conocía a Chernomor. Pero un destino fatal nos une en el odio común que alienta en nuestro pecho. Te amenaza un peligro: negros nubarrones se ciernen sobre tu cabeza; y a mí me arrastra mi honor ofendido, impulsándome a la venganza.

El enano astuto le tiende la mano y recibe la de ella con una mirada llena de falsa adulación:

—¡Oh, divina Naína! Muy preciosa es para mí tu alianza. Puedes estar segura de que habremos de reírnos de las astucias del finlandés. Por lo demás no me inspiran temor sus manejos; es un adversario débil para mí. Para que me comprendas voy a explicarte en qué consiste la fuerza milagrosa con que me dotó el destino. Mientras la espada del enemigo no consiga cortar mis barbas, ningún guerrero, por valeroso que sea, ni mortal alguno, podrá nada contra mis proyectos y deseos; Liudmila permanecerá aquí para siempre; y Ruslán está destinado a perecer.