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MUERTE EN EL PARAÍSO

¿Era acaso a mis ojos el clamor de la selva,
selva de amor resonando en los fuegos
del crepúsculo,
lo que a mí se dolía con su voz casi humana?
¡Ah, no! ¿Qué pecho desnudo, qué tibia carne casi celeste,
qué luz herida por la sangre emitía
su cristalino arrullo de una boca entreabierta,
trémula todavía de un gran beso intocado?
Un suave resplandor entre las ramas latía
como perdiendo luz, y sus dulces quejidos
tenuemente surtían de un pecho transparente.
¿Qué leve forma agotada, qué ardido calor humano
me dio su turbia confusión de colores
para mis ojos, en un postumo resplandor intangible,
gema de luz perdiendo sus palabras de dicha?
Inclinado sobre aquel cuerpo desnudo,
sin osar adorar con mi boca su esencia,
cerré mis ojos deslumbrados por un ocaso de sangre,
de luz, de amor, de soledad, de fuego.
Rendidamente tenté su frente de mármol
coloreado, como un cielo extinguiéndose.
Apliqué mis dedos sobre sus ojos abatidos
y aún acerqué a su rostro mi boca, porque acaso
de unos labios brillantes aún otra luz bebiese.
Sólo un sueño de vida sentí contra los labios
ya ponientes, un sueño de luz crepitante,
un amor que, aún caliente,
en mi boca abrasaba mi sed, sin darme vida.
Bebí, chupé, clamé. Un pecho exhausto,
quieto cofre de sol, desvariaba
interiormente sólo de resplandores dulces.
Y puesto mi pecho sobre el suyo, grité, llamé, deliré,
agité mi cuerpo, estrechando en mi seno sólo un cielo estrellado.
¡Oh dura noche fría! El cuerpo de mi amante,
tendido, parpadeaba, titilaba en mis brazos.
Avaramente contra mí ceñido todo,
sentí la gran bóveda oscura de su forma luciente,
y si besé su muerto azul, su esquivo amor,
sentí su cabeza estrellada sobre mi hombro aún
fulgir y darme su reciente, encendida soledad de la noche.

MENSAJE

Amigos, no preguntéis a la gozosa mañana
por qué el sol intangible da su fuerza a los hombres.
Bebed su claro don, su lucidez en la sombra,
en los brazos amantes de ese azul inspirado,
y abrid los ojos sobre la belleza del mar, como del amor,
ebrios de luz sobre la hermosa vida,
mientras cantan los pájaros su mensaje infinito
y hay un presentimiento de espuma en vuestras frentes
y un rapto de deseo en los aires dichosos,
que como labios dulces trémulamente asedian.
Vosotros venís de la remota montaña,
quieta montaña de majestad velada,
pero no ignoráis la luz, porque en los ojos nace
cada mañana el mar con su azul intocable,
su inmarcesible brío luminoso y clamante,
palabra entera que un universo grita
mientras besa a la tierra con perdidas espumas.
Recogiendo del aire una voz, un deseo,
un misterio que una mano quizá asiera un día entre un vuelo de pájaros,
contempláis el amor, cósmico afán del hombre,
y esa fragante plenitud de la tierra
donde árboles colmados de primavera urgente
dan su luz o sus pomas a unos labios sedientos.
Mirad el vasto coro de las nubes,
alertas sobre el mar,
enardecidas reflejar el mensaje
de un sol de junio que abrasado convoca
a una sangre común con su luz despiadada.
Embebed en vuestra cabellera el rojo ardor de los besos inmensos
que se deshacen salpicados de brillos,
y destelle otra vez, y siempre, en vuestros ojos
el verde piafador de las playas,
donde un galope oculto de mar rompe en espumas.
Besad la arena, acaso eco del sol, caliente a vino, a celeste mensaje,
licor de luz que en los labios chorrea
y trastorna en la ebria lucidez a las almas,
veladoras después en la noche de estrellas.
¡Ah! Amigos, arrojad lejos, sin mirar, los artefactos tristes,
tristes ropas, palabras, palos ciegos, metales,
y desnudos de majestad y pureza frente al grito del mundo,
lanzad el cuerpo al abismo de la mar, de la luz, de la dicha inviolada,
mientras el universo, ascua pura y final, se consume.

4

Los inmortales

I LA LLUVIA

La cintura no es rosa.
No es ave. No son plumas.
La cintura es la lluvia,
fragilidad, gemido
que a ti se entrega. Ciñe,
mortal, tú con tu brazo
un agua dulce, queja
de amor. Estrecha, estréchala.
Toda la lluvia un junco
parece. ¡Cómo ondula,
si hay viento, si hay tu brazo,
mortal que, hoy sí, la adoras!