Matilde Asensi
El Último Catón
Para Pascual, Andrés, Pablo y Javier
1
Las cosas hermosas, las obras de arte, los objetos sagrados, sufren, como nosotros, los efectos imparables del paso del tiempo. Desde el mismo instante en que su autor humano, consciente o no de su armonía con el infinito, les pone punto y final y las entrega al mundo, comienza para ellas una vida que, a lo largo de los siglos, las acerca también a la vejez y a la muerte. Sin embargo, ese tiempo que a nosotros nos marchita y nos destruye, a ellas les confiere una nueva forma de belleza que la vejez humana no podía siquiera soñar en alcanzar; por nada del mundo hubiera querido ver reconstruido el Coliseo, con todos sus muros y gradas en perfecto estado, y no hubiera dado nada por un Partenón pintado de colores chillones o una Victoria de Samotracia con cabeza.
Profundamente absorta en mi trabajo, dejaba fluir de manera involuntaria estas ideas mientras acariciaba con las yemas de los dedos una de las ásperas esquinas del pergamino que tenía frente a mí. Estaba tan enfrascada en lo que hacía, que no escuché los toques que el doctor William Baker, Secretario del Archivo, daba en mi puerta. Tampoco le oí girar la manija y asomarse, pero el caso es que, cuando me vine a dar cuenta, ya lo tenía en la entrada del laboratorio.
– Doctora Salina -musitó Baker, sin atreverse a franquear el umbral-, el Reverendo Padre Ramondino me ha rogado que le pida que acuda inmediatamente a su despacho.
Levanté los ojos de los pergaminos y me quité las gafas para observar mejor al Secretario, que lucía en su cara ovalada la misma perplejidad que yo. Baker era un norteamericano menudo y fornido, de esos que, por su linaje genético, podían hacerse pasar sin dificultades por europeos del sur, con gruesas gafas de montura de concha y unos ralos cabellos, entre rubios y grises, que él peinaba meticulosamente para cubrir el mayor espacio posible de su pelado y brillante cuero cabelludo.
– Perdone, doctor -repuse, abriendo mucho los ojos-, ¿podría repetirme lo que ha dicho?
– El Reverendísimo Padre Ramondino quiere verla cuanto antes en su despacho.
– ¿El Prefecto quiere verme…, a mí? -no daba crédito al mensaje; Guglielmo Ramondino, número dos del Archivo Secreto Vaticano, era la máxima autoridad ejecutiva de la institución después de Su Excelencia Monseñor Oliveira y podían contarse con los dedos de una mano las veces en que había reclamado la presencia en su gabinete de alguno de los que allí trabajábamos.
Baker esbozó una leve sonrisa y afirmó con la cabeza.
– ¿Y sabe usted para qué quiere verme? -le pregunté, acobardada.
– No, doctora Salina, pero, sin duda, debe ser algo muy importante.
Dicho lo cual, y sin quitar la sonrisa de su boca, cerró la puerta con suavidad y desapareció. Para entonces yo ya sufría los efectos de lo que vulgarmente se denomina terror incontrolable: manos sudorosas, boca seca, taquicardia y temblor de piernas.
Como pude, me incorporé de la banqueta, apagué la lámpara y eché una dolorosa mirada a los dos hermosísimos códices bizantinos que descansaban, abiertos, sobre mi mesa. Había dedicado los últimos seis meses de mi vida a reconstruir, con ayuda de aquellos manuscritos, el famoso texto perdido del Panegyrikon de san Nicéforo y me encontraba a punto de culminar el trabajo. Suspiré con resignación… A mi alrededor el silencio era total. Mi pequeño laboratorio -amueblado con una vieja mesa de madera, un par de banquetas de patas largas, un crucifijo sobre la pared y multitud de estanterías repletas de libros-, estaba situado cuatro pisos bajo tierra y formaba parte del Hipogeo, la zona del Archivo Secreto a la que sólo tiene acceso un número muy reducido de personas, la sección invisible del Vaticano, inexistente para el mundo y para la historia. Muchos cronistas y estudiosos habrían dado media vida por poder consultar alguno de los documentos que habían pasado por mis manos durante los últimos ocho años. Pero la mera suposición de que alguien ajeno a la Iglesia pudiera obtener el permiso necesario para llegar hasta allí era pura entelequia: jamás ningún laico había tenido acceso al Hipogeo y, desde luego, jamás lo tendría.
Sobre mi mesa, además de los atriles, los montones de libretas de notas y la lámpara de baja intensidad (para evitar el calentamiento de los pergaminos), descansaban los bisturíes, los guantes de látex y las carpetas llenas de fotografías de alta resolución de las hojas más estropeadas de los códices bizantinos. De un extremo de la tabla de madera, retorcido como un gusano, sobresalía el largo brazo articulado de una lupa del que colgaba a su vez, bamboleándose, una gran mano de cartón rojo con muchas estrellas pegadas; esa mano era el recuerdo del último cumpleaños -el quinto- de la pequeña Isabella, mi sobrina favorita entre los veinticinco descendientes que seis de mis ocho hermanos habían aportado a la grey del Señor. Esbocé una sonrisa recordando a la graciosa Isabella: «¡Tía Ottavia, tía Ottavia, deja que te pegue con esta mano roja!»
¡El Prefecto! ¡Dios mío, el Prefecto me estaba esperando y yo allí, inmóvil como una estatua, acordándome de Isabella! Me quité precipitadamente la bata blanca, la colgué por el cuello de un gancho adherido a la pared y, rescatando mi tarjeta de identificación -en la que se veía una C bien grande junto a una horrible fotografía de mi cara-, salí al pasillo y cerré la puerta del laboratorio. Mis adjuntos trabajaban en una hilera de mesas que se extendía sus buenos cincuenta metros hasta las puertas del ascensor. Al otro lado del cemento armado de la pared, personal subalterno archivaba y volvía a archivar cientos, miles de registros y legajos relativos a la Iglesia, a su historia, a su diplomacia y a sus actividades desde el siglo II hasta nuestros días. Los más de veinticinco kilómetros de estanterías del Archivo Secreto Vaticano daban idea del volumen de documentación conservada. Oficialmente, el Archivo sólo poseía escritos de los últimos ocho siglos; sin embargo, los mil años anteriores (esos que sólo pueden encontrarse en los niveles tercero y cuarto de los sótanos, los de alta seguridad), también se hallaban bajo su protección. Procedentes de parroquias, monasterios, catedrales o excavaciones arqueológicas, así como de los viejos archivos del Castel Sant’Angelo o de la Cámara Apostólica, desde su llegada al Archivo Secreto esos valiosos documentos no habían vuelto a ver la luz del sol, que, entre otras cosas igualmente peligrosas, podía destruirlos para siempre.
Alcancé los ascensores a paso ligero, no sin detenerme un momento a observar el trabajo de uno de mis adjuntos, Guido Buzzonetti, que se afanaba en una carta de Guyúk, gran Khan de los mongoles, enviada al Papa Inocencio IV en 1246. Un pequeño frasco de solución alcalina, sin tapón, se hallaba a pocos milímetros de su codo derecho, justo al lado de algunos fragmentos de la carta.
– ¡Guido! -exclamé, sobresaltada-. ¡Quédese quieto!
Guido me miró con terror, sin atreverse ni siquiera a respirar. La sangre había huido de su rostro y se concentraba poco a poco en sus orejas, que parecían dos trapos rojos enmarcando un sudario blanco. Cualquier ligero movimiento de su brazo habría derramado la solución sobre los pergaminos, provocando daños irreparables en un documento único para la historia. A nuestro alrededor, toda la actividad se había detenido y podía cortarse el silencio con un cuchillo. Cogí el frasco, lo cerré y lo dejé en el lado opuesto de la mesa.
– Buzzonetti -susurré, taladrándole con la mirada-. Recoja ahora mismo sus cosas y preséntese al Viceprefecto.