Desde que llegó de Europa por primera vez andaba en el landó familiar con dos alazanes dorados, pero cuando éste se hizo inservible lo cambió por una victoria de un solo caballo, y siguió usándola siempre con un cierto desdén por la moda, cuando ya los coches empezaban a desaparecer del mundo y los únicos que quedaban en la ciudad sólo servían para pasear a los turistas y llevar las coronas en los entierros. Aunque se negaba a retirarse, era consciente de que sólo lo llamaban para atender casos perdidos, pero él consideraba que también eso era una forma de especialización. Era capaz de saber lo que tenía un enfermo sólo por su aspecto, y cada vez desconfiaba más de los medicamentos de patente y veía con alarma la vulgarización de la cirugía. Decía: “El bisturí es la prueba mayor del fracaso de la medicina”. Pensaba que con un criterio estricto todo medicamento era veneno, y que el setenta por ciento de los alimentos corrientes apresuraban la muerte. “En todo caso -solía decir en clase-, la poca medicina que se sabe sólo la saben algunos médicos.” De sus entusiasmos juveniles había pasado a una posición que él mismo definía como un humanismo fatalista: “Cada quien es dueño de su propia muerte, y lo único que podemos hacer, llegada la hora, es ayudarlo a morir sin miedo ni dolor”. Pero a pesar de estas ideas extremas, que ya formaban parte del folclor médico local, sus antiguos alumnos seguían consultándolo aun cuando ya eran profesionales establecidos, pues le reconocían eso que entonces se llamaba ojo clínico. De todos modos fue siempre un médico caro y excluyente, y su clientela estuvo concentrada en las casas solariegas del barrio de los Virreyes.

Tenía una jornada tan metódica, que su esposa sabía dónde mandarle un recado si surgía algo urgente durante el recorrido de la tarde. De joven se demoraba en el Café de la Parroquia antes de volver a casa, y así perfeccionó su ajedrez con los cómplices de su suegro y con algunos refugiados del Caribe. Pero desde los albores del nuevo siglo no volvió al Café de la Parroquia y trató de organizar torneos nacionales patrocinados por el Club Social. Fue esa la época en que vino Jeremiah de SaintAmour, ya con sus rodillas muertas y todavía sin el oficio de fotógrafo de niños, y antes de tres meses era conocido de todo el que supiera mover un alfil en un tablero, porque nadie había logrado ganarle una partida. Para el doctor Juvenal Urbino fue un encuentro milagroso, en un momento en que el ajedrez se le había convertido en una pasión indomable y ya no le quedaban muchos adversarios para saciarla.

Gracias a él, Jeremiah de Saint-Amour pudo ser lo que fue entre nosotros. El doctor Urbino se convirtió en su protector incondicional, en su fiador de todo, sin tomarse siquiera el trabajo de averiguar quién era, ni qué hacía, ni de qué guerras sin gloria venía en aquel estado de invalidez y desconcierto. Por último le prestó el dinero para instalar el taller de fotógrafo, que Jeremiah de Saint-Amour le pagó con un rigor de cordonero, hasta el último cuartillo, desde que retrató al primer niño asustado por el relámpago de magnesio.

Todo fue por el ajedrez. Al principio jugaban a las siete de la noche, después de la cena, con justas ventajas para el médico por la superioridad notable del adversario, pero con menos ventajas cada vez, hasta que estuvieron parejos. Más tarde, cuando don Galileo Daconte abrió el primer patio de cine, Jeremiah de Saint-Amour fue uno de sus clientes más puntuales, y las partidas de ajedrez quedaron reducidas a las noches que sobraban de las películas de estreno. Entonces se había hecho tan amigo del médico, que éste lo acompañaba al cine, pero siempre sin la esposa, en parte porque ella no tenía paciencia para seguir el hilo de los argumentos difíciles, y en parte porque siempre le pareció, por puro olfato, que Jeremiah. de Saint-Amour no era una buena compañía para nadie.

Su día diferente era el domingo. Asistía a la misa mayor en la catedral, y luego volvía a casa y permanecía allí descansando y leyendo en la terraza del patio. Pocas veces salía a ver un enfermo en un día de guardar, como no fuera de extrema urgencia, y desde hacía muchos años no aceptaba un compromiso social que no fuera muy obligante. Aquel día de Pentecostés, por una coincidencia excepcional, habían concurrido dos acontecimientos raros: la muerte de un amigo y las bodas de plata de un discípulo eminente. Sin embargo, en vez de regresar a casa sin rodeos, como lo tenía previsto después de certificar la muerte de Jeremiah de Saint-Amour, se dejó arrastrar por la curiosidad.

Tan pronto como subió en el coche hizo un repaso urgente de la carta póstuma, y ordenó al cochero que lo llevara a una dirección difícil en el antiguo barrio de los esclavos. Aquella determinación era tan extraña a sus hábitos, que el cochero quiso asegurarse de que no había algún error. No lo había: la dirección era clara, y quien la había escrito tenía motivos de sobra para conocerla muy bien. El doctor Urbino volvió entonces a la primera hoja, y se sumergió otra vez en aquel manantial de revelaciones indeseables que habrían podido cambiarle la vida, aun a su edad, si hubiera logrado convencerse a sí mismo de que no eran los delirios de un desahuciado.

El humor del cielo había empezado a descomponerse desde muy temprano, y estaba nublado y fresco, pero no había riesgos de lluvia antes del mediodía. Tratando de encontrar un camino más corto, el cochero se metió por los vericuetos empedrados de la ciudad colonial, y tuvo que pararse muchas veces para que el caballo no se espantara con el desorden de los colegios y las congregaciones religiosas que regresaban de la liturgia de Pentecostés. Había guirnaldas de papel en las calles, músicas y flores, y muchachas con sombrillas de colores y volantes de muselina que veían pasar la fiesta desde los balcones. En la Plaza de la Catedral, donde apenas se distinguía la estatua de El Libertador entre las palmeras africanas y las nuevas farolas de globos, había un embotellamiento de automóviles por la salida de misa y no quedaba un lugar disponible en el venerable y ruidoso Café de la Parroquia. El único coche de caballos era el del doctor Urbino, y se distinguía de los muy escasos que iban quedando en la ciudad, porque mantuvo siempre el brillo de la capota de charol y tenía los herrajes de bronce para que no se los comiera el salitre, y las ruedas y las varas pintadas de rojo con ribetes dorados, como en las noches de gala de la ópera de Viena. Además, mientras las familias más remilgadas se conformaban con que sus cocheros tuvieran la camisa limpia, él seguía exigiéndole al suyo la librea de terciopelo mustio y la chistera de domador de circo, que además de ser anacrónicas se tenían como una falta de misericordia en la canícula del Caribe.

A pesar de su amor casi maniático por la ciudad, y de conocerla mejor que nadie, el doctor Juvenal Urbino había tenido muy pocas veces un motivo como el de aquel domingo para aventurarse sin reticencias en el fragor del antiguo barrio de los esclavos. El cochero tuvo que dar muchas vueltas y preguntar varias veces para encontrar la dirección. El doctor Urbino reconoció de cerca la pesadumbre de las ciénagas, su silencio fatídico, sus ventosidades de ahogado que tantas madrugadas de insomnio subían hasta su dormitorio revueltas con la fragancia de los jazmines del patio, y que él sentía pasar como un viento de ayer que nada tenía que ver con su vida. Pero aquella pestilencia tantas veces idealizada por la nostalgia se convirtió en una realidad insoportable cuando el coche empezó a dar saltos por el lodazal de las calles donde los gallinazos se disputaban los desperdicios del matadero arrastrados por el mar de leva. A diferencia de la ciudad virreinal, cuyas casas eran de mampostería, allí estaban hechas de maderas descoloridas y techos de cinc, y la mayoría se asentaban sobre pilotes para que no se metieran las crecientes de los albañales abiertos heredados de los españoles. Todo tenía un aspecto miserable y desamparado, pero de las cantinas sórdidas salía el trueno de música de la parranda sin Dios ni ley del Pentecostés de los pobres. Cuando por fin encontraron la dirección, el coche iba perseguido por pandillas de niños desnudos que se burlaban de los atavíos teatrales del cochero, y éste tenía que espantarlos con la fusta. El doctor Urbino, preparado para una visita confidencial, comprendió demasiado tarde que no había candidez más peligrosa que la de su edad.