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Y me dijiste:

– Durmamos. Debemos dormir…

Pero en torno a nuestra lasitud rondaba una sombra. No subíamos solos desde el fondo del abismo. Y surgía ese desconocido Rodolfo, que yo despertaba en tu corazón en cuanto mis brazos se cerraban sobre ti.

Y cuando volvía a abrirlos, adivinábamos su presencia. Yo no quería sufrir, tenía miedo de sufrir. También el instinto de conservación se manifiesta en la felicidad. Sabía que no era necesario interrogarte. Dejaba que ese nombre estallase como una burbuja en la superficie de nuestra vida. No hice nada por arrancar del cieno lo que dormía bajo las aguas mansas, ese principio de corrupción, ese pútrido secreto. Pero tú, miserable, tenías necesidad de liberar con palabras tu pasión desilusionada y hambrienta. Bastó que se me escapara una sola pregunta:

En fin, ¿quién era ese Rodolfo?

Hay muchas cosas que hubiese debido decirte… ¡Oh! Nada grave, tranquilízate.

Hablabas con voz baja y precipitada. Tu cabeza no reposaba en el hueco de mi hombro. El ínfimo espacio que separaba nuestros cuerpos yacentes se había convertido en infranqueable.

El hijo de una austríaca y de un gran industrial del Norte… Lo conociste en Aix, donde acompañaste a tu abuela el año anterior al de nuestro encuentro en Luchon. Llegaba de Cambridge. No me lo describiste, pero le atribuí, de pronto, todas las gracias de que yo me sabía desprovisto. El claro de luna iluminaba sobre nuestras sábanas mi gran mano nudosa de campesino, de cortas uñas. Según decías, no habíais hecho nada realmente malo, aunque él fuera y se mostrara menos respetuoso que yo. Mi memoria no ha retenido nada concreto de tus confesiones. ¿Qué me importaban? No se trataba de esto.

Si no le hubieses amado, me hubiera consolado de una de esas breves derrotas en las que, de un solo golpe, zozobra la pureza de un niño. Pero me preguntaba ya:

"¿Cómo ha podido amarme, cuando apenas ha transcurrido un año de ese gran amor?"

El terror me helaba.

"Todo ha sido falso -pensaba-; me ha mentido; no he sido liberado. ¿Cómo he podido creer que era posible que me amara una muchacha? Yo soy un hombre a quien no se ama."

Las estrellas del alba palpitaban aún. Se despertó un mirlo. La brisa, cuyo rumor habíamos oído entre las hojas mucho antes de sentirla sobre nuestros cuerpos, hinchaba las cortinas y refrescaba mis ojos como en mis tiempos felices. Y esa felicidad existía. Había existido diez minutos antes. Y, sin embargo, pensaba ya: "Mis tiempos felices…"

Te hice una pregunta:

– ¿No aceptó nada de ti?

Recuerdo que te indignaste. Todavía tengo en los oídos aquella voz especial que sacabas entonces, cuando de tu vanidad se trataba. Naturalmente, él estaba muy entusiasmado y orgulloso de desposarse con una Fondaudége. Pero sus padres se habían enterado de que tú habías perdido a dos hermanos, ambos desaparecidos en la adolescencia a causa de la tuberculosis. Como también su salud era frágil, aquella familia no se dejó convencer.

Yo te preguntaba calmosamente. Nada hizo que te dieras cuenta de lo que estabas a punto de destruir.

– Todo esto, querido, ha sido providencial para nosotros dos -dijiste-. Tú sabes cuan orgullosos son mis padres; un poco ridículos, lo reconozco. Puedo confesarte que para que nuestra felicidad haya sido posible fue necesario que ese matrimonio frustrado los hiriera en lo vivo. No ignoras la importancia que entre los de nuestra clase se da a la salud cuando se trata de matrimonio. Mamá suponía que toda la ciudad estaba al corriente de nuestra aventura. Nadie hubiese querido casarse conmigo. Tenía la idea de que había de quedarme para vestir santos. ¡Qué vida más amarga he vivido a su lado durante varios meses! ¡Como si yo no hubiese tenido bastante con mi amargura!… Había llegado a persuadirnos, tanto a papá como a mí, de que yo no era ya "casadera".

Yo evitaba toda palabra que te hubiese hecho desconfiar. Y me repetías que todo había sido providencial para nuestro amor.

– Te amé en cuanto te vi. Habíamos rezado en Lourdes antes de ir a Luchon. Comprendí, al verte, que nuestras súplicas habían sido atendidas.

No presentías la cólera que despertaban en mí tales palabras. Vuestros comentarios tienen secretamente, con respecto a la religión, una idea mucho más alta de la que os podéis imaginar y que ni siquiera ellos mismos saben. ¿Por qué, si no, se sentirían heridos de que la practiquéis de una forma tan baja? A no ser que parezca muy sencillo a tus ojos pedir incluso los bienes temporales a ese Dios a quien llamas Padre… Pero, ¿qué importa todo esto? Se deducía de tus palabras que tanto tu familia como tú os hubieseis lanzado ávidamente sobre el primer caracol que hubierais encontrado.

Nunca, hasta ese minuto, tuve conciencia de qué modo había sido desproporcionado nuestro matrimonio. Fue necesario que tu madre se volviera loca y contagiara a tu padre y a ti con su locura… Me hiciste saber que los Philipot incluso te habían amenazado con renegar de ti si te casabas conmigo. Sí, mientras nos burlábamos en Luchon de aquel imbécil, él había dado todos los pasos posibles para decidir a los Fondaudége a una ruptura.

Pero yo te tenía a ti, querido, y él ha perdido.

Me repetiste varias veces que, en realidad, tú no lamentabas nada.

Te dejaba hablar. Contenía mi aliento. Asegurabas que no hubieras podido ser feliz con Rodolfo. Era demasiado bello. No amaba; se dejaba amar. No importaba quién te lo hubiera quitado.

No te dabas cuenta de que tu propia voz cambiaba sólo con nombrarlo; era menos aguda, poseía una especie de temblor, de arrullo, como si antiguos suspiros permanecieran en suspenso dentro de tu pecho y bastase el solo nombre de Rodolfo para liberarlos.

El no te hubiese hecho feliz porque era bello, encantador y querido. Esto significaba que yo sería tu alegría gracias a mi ingrato semblante, a esa insociabilidad que alejaba los corazones. Según tú decías, él había adquirido los ademanes de los insoportables muchachos que han estudiado en Cambridge y que han hecho suyos los modales ingleses… ¿Preferías a un marido incapaz de elegir la tela de un traje, de anudar una corbata; que aborrecía los deportes y que no practicaba esa distinguida frivolidad, ese arte de eludir las conversaciones importantes, las confesiones, las declaraciones, esa ciencia de vivir dichoso y con gracia? No; te habías fijado en aquel desgraciado porque se encontraba allí aquel año en que tu madre, ante la edad que se pasaba, se había convencido de que tú no eras "casadera". Porque no querías ni podías continuar soltera seis meses más; había suficiente dinero para que eso fuese una excusa plausible a los ojos del mundo…

Contenía mi respiración anhelante, apretaba los puños y me mordía el labio inferior. Cuando esto me horroriza hoy, hasta el punto de no poder soportar más a mi corazón ni a mi cuerpo, pienso en aquel muchacho de 1885, en aquel esposo de veintitrés años, con los brazos cruzados sobre el pecho y que ahogaba con rabia su joven amor.

Me estremecí. Te diste cuenta y te interrumpiste.

– ¿Tienes frío, Luis?

Te contesté diciendo que sólo había sido un escalofrío.

– No estás celoso, ¿verdad? Sería demasiado estúpido…

No mentí al jurarte que no había en mí la menor huella de celos. ¿Cómo hubieras comprendido que el drama se desarrollaba más allá de este sentimiento?

Lejos de darte cuenta de cuan profundamente había sido herido, te inquietó, sin embargo, mi silencio. Tu mano buscó mi frente en la oscuridad, acarició mi rostro. A pesar de que no lo había mojado ninguna lágrima, tal vez esa mano no reconociera los trazos familiares en mi endurecido semblante de mandíbulas apretadas. Tuviste miedo.

Para encender la bujía te inclinaste a medias sobre mí; no podías encender la cerilla. Yo me ahogaba bajo tu cuerpo odioso.

– ¿Qué tienes? Ya te lo he contado todo. Me das miedo.

Fingí asombrarme. Te aseguré que no había nada que pudiese preocuparte.