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Miró su reloj. Eran las siete. Debía retirarme. No le interesaban los aztecas y México le parecía un muro protector, con las cornisas plantadas de vidrios rotos.

XXVII

Estoy sentado frente a mi esposa, Luisa Guzmán, en el gran salón de la casa que juntos ocupamos durante diez años en el barrio empedrado de San Ángel. Cada uno tiene un vaso de whiskey en la mano, cada uno mira al otro y piensa algo, lo mismo, o distinto, de lo que piensa el otro. Los vasos son pesados, panzones, con un fondo grueso y fluctuante como el ojo de un pulpo en el fondo del Mar de los Sargazos. Ella, además, abraza a su panda de peluche.

La miro, pienso y me digo que hay que hacer algo que no se parezca al resto de nuestra vida. En eso consiste la imaginación. Pero mirándola sentada frente a mí, imaginándola como ella me imagina, prefiero ser claro y escueto. Luisa Guzmán en aquellos años no administraba mi vida social -era huraña- ni mi vida financiera -era supremamente indiferente al dinero. Apoyaba mi vida literaria; tenía paciencia para mi tiempo de escritor y de lector. Administraba, sobre todo, mi vida sexual. Es decir, no la obstaculizaba, creía que su abstención aseguraba mi próximo retorno. Así había sido siempre.

En todo caso, sentado allí mirándola como ella me miraba a mí, con toda la carga del recuerdo sobre nuestros hombros, supe que en cada ocasión, ella se había adelantado a mí. No pudo concebir ella misma una fidelidad a prueba del éxito que conoció mi primer libro. A los veintinueve años obtuve una celebridad que yo mismo no celebré demasiado, pues si algo supe siempre es que la literatura es un largo aprendizaje, expuesto, en todo momento, a la imperfección si nos va bien, a la perfección si nos va mal, y al riesgo siempre, si queremos merecer lo que escribimos. No me creí los elogios que me tocaron, pues me sabía muy lejos de alcanzar las metas que imaginaba, ni los ataques que me prodigaron. Escuché las voces de los amigos, y todas me animaban. Escuché la mía y sólo oí esto:

– No te conformes con el éxito. No lo repitas fácilmente. Imponte desafíos imposibles. Más te vale fracasar por lo alto que triunfar por lo bajo. Apártate de la seguridad. Asume el riesgo.

No sé en qué momento de nuestra relación, Luisa sintió que yo necesitaba más, algo más pero junto a ella, que fuera el equivalente erótico del riesgo literario. O de la ambición. Habíamos reído mucho cuando, a la semana de habernos enamorado ella y yo, un muy famoso escritor mexicano fue a visitarla para reclamarle que me hubiese preferido a mí sobre él.

– Yo -le dijo- soy más famoso, más guapo y mejor escritor que tu novio.

El asombro de Luisa y el mío se debió, más que nada, a la impávida continuidad de la amistad del gran autor con ella y conmigo. Fracasó su delirante petición de mano (o cambio de mano) pero nunca cambió su sonrisa amable ni, lo sabíamos siempre, su ambición sin límites, tan simpática y bien fundada, aunque él la imaginase tétrica, aunque segura, de obtener poder y gloria con las letras. Luisa me enseñó (o me confirmó) en la certeza de que más vale ser persona humana que glorioso autor. Pero a veces ser persona implica una crueldad mayor que la ingenua promesa de la fama literaria.

Ahora, sentados el uno frente al otro, sin necesidad de que yo le dijera que no podía privarme de Diana Soren, ella sin decirme palabra, abrazada a su panda de peluche y con un vaso de whiskey en la mano, me recriminaba toda la crueldad acumulada de nuestra relación y me echaba en cara la facilidad con que disimulaba la crueldad con la careta de la creación literaria. Sus ojos me dijeron:

– Estás dejando de ser persona. Mientras lo fuiste, respeté tus amoríos. He acabado por entender que no te respetas a ti mismo. No respetas a las mujeres con que te acuestas. Las usas como pretexto literario. Yo me niego a seguirlo siendo.

– Es tu culpa. Debiste poner un hasta aquí desde la primer vez que me fui con otra.

– Tierno y malvado, ¿cómo quieres…?

– Llevas años aceptando mis infidelidades…

– Perdón. Ya no puedo competir con tantos esfuerzos de la imaginación y la fantasía de todo el género femenino…

– Por mantener nuestro amor, acabamos por matarlo, tienes razón…

Me arrojó con fuerza el vaso, pesado como un cenicero, pegándome en el labio inferior. Miré con melancolía al melancólico panda, me levanté acariciándome el dolor del labio y me fui para siempre.

XXVIII

No encontré a Mario Moya. Estaba en una conferencia sobre población en Bucarest y no regresaría antes de dos semanas. Me encojí de hombros y me imaginé que el asunto podía esperar. Era más o menos el tiempo que faltaba para que terminara el rodaje en Santiago y todos nos regresáramos a… ¿A dónde se iría Diana, a dónde yo? ¿Seguiríamos juntos? Lo dudaba. En París la esperaba su marido. En Los Ángeles, un pantera negra con el que hablaba por teléfono a las tres de la mañana. En Jefferson town, un novio idealizado, perdido, un Tristán del Medio Oeste que ahora, quizás, era un farmacista barrigón, hinchado de cerveza Miller Light y fanático de los Chicago Cubs.

No me hacía ilusiones. No seguiría conmigo rumbo a un idílico campus norteamericano cubierto de hiedra. Lo que yo no quería es que nada interrumpiera el tiempo actual, el tiempo juntos en Santiago y después, con suerte, unos días en México, una cita en París… Me hacía ilusiones sobre un verano juntos en la isla que ella y yo adorábamos, Mallorca, que yo acababa de explorar con una amiga maravillosa, la escritora Hélene Cixous, y donde Diana e Iván tenían una casa… Todo, me decía yo en el vuelo de regreso a Durango, todo menos perderla estas dos semanas que faltaban. Incesantemente, una posibilidad regresaba a mi cabeza, excluyendo cualquier otra. Yo era su amante porque no dejaban entrar a México a su verdadero lover, el líder de los Panteras Negras. ¿Debía yo adelantarme a un desaire, anticipar la ruptura, ser yo quien tomaba la iniciativa de romper con ella, antes de que ella, más que romper, abandonara, dejara, olvidara lo nuestro?

La llamé un par de veces desde México. Me es difícil comunicarme por teléfono. La invisibilidad del interlocutor me llena de impaciencia y angustia. No puedo cotejar las palabras con la expresión facial. No puedo saber si quien me habla está solo o acompañado, vestido o desnudo, maquillado o lavado. La mentira es el precio del progreso. Mientras más se nos adelantan los progresos tecnológicos, más compensamos nuestro retraso moral o imaginativo con el arma disponible: la mentira. Acabo de salir de la ducha. Estoy desnuda. Estoy a punto de salir. Perdóname. Estoy sola. Estoy sola. Estoy sola.

– Te amo, Diana.

– Las palabras son muy bonitas y no cuestan caro.

– Te extraño.

– Y sin embargo no estás aquí, Vaya, vaya.

– Regreso el viernes. Pasaremos juntos el fin de semana.

– Muero de impaciencia. Adiós.

No tuve tiempo de decirle que temía por ella, que se cuidara, que por eso había venido a México, a tratar de saber algo y protegerla. Pero mis relaciones con el gobierno de Díaz Ordaz eran pésimas, sólo tenía un amigo en él, mi compañero de estudios Mario Moya, subsecretario de Gobernación, y él no estaba.

– Vine por ti, Diana, aquí estoy por ti -hubiera querido gritarle, pero estaba inseguro del asunto, no corría prisa, me dije. Me preocupaba más, ahora, saber qué cara tenía la mujer cuando me hablaba con semejante brusquedad. ¿Era ése el siguiente avance técnico: el teléfono con pantalla para mirar la cara del que nos habla? Qué atroz violación de la intimidad, me dije, qué complicación infinita: estar siempre listo, peinado, maquillado, vestido (o desvestido, según la versión). O despeinándonos velozmente para justificar nuestra modorra: "Me despertaste, querido, estaba durmiendo, sola." Y un panzón bigotudo con playera al lado, mirando fútbol por televisión y engullendo un tarro de cerveza.