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Como llegaban otros más, trayenao botellas, las conversaciones comenzaban a dispersarse. El pintor mostraba una serie de dibujos de lisiados y desollados que pensaba pasar a sus bandejas y platos, como «planchas anatómicas con volumen», que simbolizarían el espíritu de la época. «La música verdadera es una mera especulación sobre frecuencias», decía mi asistente grabador, arrojando sus dados chinos sobre el piano, para mostrar cómo podía conseguirse un tema musical por el azar. Y a gritos hablábamos todos cuando un «¡Halt!» enérgico, arrojado desde la entrada, por una voz de bajo, inmovilizó a cada cual, como figura de museo de cera, en el gesto esbozado, a la media palabra pronunciada, en el aliento de devolver una bocanada de humo. Unos estaban detenidos en el arsis de un paso; otros tenían su copa en el aire a medio camino entre la mesa y la boca. («Yo soy yo. Estoy sentado en un diván. Iba a rascar un fósforo sobre el esmeril de la caja. Los dados de Hugo me habían recordado el verso de Mallarmé. Pero mis manos iban a encender un fósforo sin mandato de mi conciencia. Luego, estaba dormido. Dormido como todos los que me rodean.») Sonó otro mandato del recién llegado, y cada cual concluyó la frase, el ademán, el paso que hubiera quedado en suspenso. Era uno de los tantos ejercicios que X. T. H. -nunca lo llamábamos sino por sus iniciales, que el hábito de pronunciación había transformado en el apellido Extieich- solía imponernos para «despertarnos», según decía, y ponernos en estado de conciencia y análisis de nuestros actos presentes, por nimios que éstos fueran. Invirtiendo, para uso propio, un principio filosófico que nos era común, solía decir que quien actuaba de «modo automático era esencia sin existencia». Mouche, por vocación, se había entusiasmado con los aspectos astrológicos de su enseñanza, cuyos planteamientos eran muy atrayentes, pero luego se enredaban demasiado, a mi juicio, en místicas orientales, el pitagorismo, los tantras tibetanos y no sabría decir cuántas cosas más. El caso era que Extieich había logrado imponernos una serie de prácticas emparentadas con los asamas yogas, haciéndonos respirar de ciertas maneras, contando el tiempo de las inspiraciones y espiraciones por «matras». Mouche y sus amigos pretendían llegar con ello a un mayor dominio de sí mismos y adquirir unos poderes que siempre me resultaban problemáticos, sobre todo en gente que bebía diariamente para defenderse contra el desaliento, las congojas del fracaso, el descontento de sí mismos, el miedo al rechazo de un manuscrito o la dureza, simplemente, de aquella ciudad del perenne anonimato dentro de la multitud, de la eterna prisa, donde los ojos sólo se encontraban por casualidad, y la sonrisa, cuando era de un desconocido, siempre ocultaba una proposición. Extieich procedía ahora a curar a la bailarina de una súbita jaqueca, por la imposición de las manos. Aturdido por el entrecruzamiento de conversaciones, que iban del dasein al boxeo, del marxismo al empeño de Hugo de modificar la sonoridad del piano poniendo trozos de vidrio, lápices, papeles de seda, tallos de flores, bajo las cuerdas, salí a la terraza, donde la, lluvia de la tarde había limpiado los tilos enanos de Mouche del inevitable hollín veraniego de una fábrica cuyas chimeneas se alzaban en la otra orilla del río. Siempre me había divertido mucho en esas reuniones con el desaforado tornasol de ideas que, de repente, pasaban de la Kábala a la Angustia, por el camino de los proyectos del que pretendía instalar una granja en el Oeste, donde el arte de unos cuantos iba a ser salvado por la cría de gallinas Leghorn o Rod-Island Red. Siempre había amado esos saltos de lo trascendental a lo raro, del teatro isabelino a la Gnosis, del platonismo a la acupuntura.

Tenía el propósito, incluso, de grabar algún día, por medio de un dispositivo, oculto debajo de un mueble, esas conversaciones, cuya fijación demostraría cuán vertiginoso es el proceso elíptico del pensamiento y del lenguaje. En esas gimnasias mentales, en esa alta acrobacia de la cultura, encontraba yo la justificación, además, de muchos desórdenes morales que, en otra gente, me hubieran sido odiosos. Pero la elección entre hombres y hombres no era muy problemática.

Por un lado estaban los mercaderes, los negociantes, para los cuales trabajaba durante el día, y que sólo sabían gastar lo ganado en diversiones tan necias, tan exentas de imaginación, que me sentía, por fuerza, un animal de distinta lana. Por el otro estaban los que aquí se encontraban, felices por haber dado con algunas botellas de licor, fascinados por los Poderes que les prometía Extieich, siempre hirvientes de proyectos grandiosos. En la implacable ordenación de la urbe moderna, cumplían con una forma de ascetismo, renunciando a los bienes materiales, padeciendo hambre y penurias, a cambio de un problemático encuentro de sí mismos en la obra realizada. Y sin embargo, esta noche me cansaban tanto estos hombres como los de cantidad y beneficio.

Y es que, en el fondo de mí mismo, estaba impresionado por la escena en la casa del Curador, y no me dejaba engañar por el entusiasmo que había acogido la película publicitaria que tanto trabajo me hubiera costado realizar. Las paradojas emitidas acerca de la publicidad y del arte por equipos, no eran sino maneras de zarandear el pasado, buscando una justificación a lo poco alcanzado en la propia obra. Tan poco me dejaba satisfecho, por lo irrisorio de su finalidad, lo recién realizado, que cuando Mouche se me acercó con el elogio presto, cambié abruptamente la conversación, contándole mi aventura de la tarde. Con gran sorpresa mía se me abrazó, clamando que la noticia era formidable, pues corroboraba el vaticinio de un sueño reciente en que se viera volando junto a grandes aves de plumaje azafrán, lo que significaba inequívocamente: viaje y éxito, cambio por traslado. Y sin darme tiempo para enderezar el equívoco, se entregó a los grandes tópicos del anhelo de evasión, la llamada de lo desconocido, los encuentros fortuitos, en un tono que algo debía a los Sirgadores Flechados y las Increíbles Floridas del Barco Ebrio. Pronto la atajé, contándole cómo me había escapado de la casa del Curador sin aprovechar la oferta. «¡Pero eso es absolutamente cretino!», exclamó.

«¡Pudiste haber pensado en mí!» Le hice notar que no disponía del dinero suficiente para pagarle un viaje a regiones tan remotas; que, por otra parte, la Universidad sólo hubiera sufragado, en todo caso, los gastos de una sola persona. Después de un silencio desagradable, en que sus ojos cobraron una fea expresión de despecho, Mouche se echó a reír. «¡Y teníamos aquí al pintor de la Venus de Cranach!»… Mi amiga me explicó su repentina ocurrencia: para llegar adonde vivían los pueblos que hacían sonar el tambor-bastón y la jarra funeraria, era menester que fuéramos, de primer intento, a la gran ciudad tropical, famosa por la hermosura de sus playas y el colorido de su vida popular; se trataba simplemente de permanecer allá, con alguna excursión a las selvas que decían cercanas, dejándonos vivir gratamente hasta donde alcanzara el dinero.

Nadie estaría presente para saber si yo seguía el itinerario impuesto a mi labor de colección. Y, para quedar con honra, yo entregaría a mi regreso unos instrumentos «primitivos» -cabales, científicos, fidedignos – irreprochablemente ejecutados, de acuerdo con mis bocetos y medidas, por el pintor amigo, gran aficionado a las artes primitivas, y tan diabólicamente hábil en trabajos de artesanía, copia y reproducción, que vivía de falsificar estilos maestros, tallaba vírgenes catalanas del siglo XIV con desdorados, picadas de insectos y rajaduras, y había logrado su faena máxima con la venta al Museo de Glasgow de una Venus de Cranach, ejecutada y envejecida por él en algunas semanas. Tan sucia, tan denigrante me resultó la proposición, que la rechacé con asco. La Universidad se irguió en mi mente con la majestad de un templo sobre cuyas columnas blancas me invitaran a arrojar inmundicias. Hablé largamente, pero Mouche no me escuchaba. Regresó al estudio, donde dio la noticia de nuestro viaje, que fue recibida con gritos de júbilo. Y ahora, sin hacerme caso, iba de cuarto en cuarto, en alegre ajetreo, arrastrando maletas, envolviendo y desenvolviendo ropas, haciendo un recuento de cosas por comprar. Ante tal desenfado, más hiriente que una burla, salí del apartamento dando un portazo. Pero la calle me fue particularmente triste, en esta noche de domingo, ya temerosa de las angustias del lunes, con sus cafés desertados por quienes pensaban en la hora de mañana y buscaban las llaves de sus puertas a la luz de focos que ponían coladas de estaño sobre el asfalto llovido. Me detuve indeciso. En mi casa me esperaba el desorden dejado por Ruth en su partida; la mera huella de su cabeza en la almohada; los olores del teatro. Y cuando sonara un timbre sería el despertar sin objeto, y el miedo a encontrarme con un personaje, sacado de mí mismo, que solía esperarme cada año en el umbral de mis vacaciones.