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Por ello, aquella ciudad era la Ciudad del Ladrido.

En los zaguanes, detrás de las rejas, debajo de las mesas, los perros estiraban las patas, husmeaban, escarbaban, avisaban. Se sentaban en la proa de las barcas, corrían por los tejados, vigilaban el punto de los asados, asistían a todas las reuniones y actos colectivos, iban a la iglesia: y tanto iban que una vieja ordenanza colonial, nunca observada porque a nadie interesaba, erigía un cargo de perrero para que arrojara a los perros del templo «en todos los sábados y en las vigilias de fiestas que las tuvieran».

En noches de luna, los perros se entregaban a su adoración en un vasto coro de aullidos que no se interpretaba ya, por costumbre, como lúgubre presagio, aceptándose el consiguiente desvelo con la tolerancia resignada que ha de tenerse frente a los ritos algo engorrosos de parientes que practican una religión distinta de la nuestra.

El lugar que llamaban posada, en Puerto Anunciación, era un antiguo cuartel de paredes resquebrajadas, cuyas habitaciones daban a un patio lleno de lodo donde se arrastraban grandes tortugas, presas allí en previsión de días de penuria. Dos catres de lona y un banco de madera constituían todo el moblaje, con un pedazo de espejo sujeto al dorso de la puerta con tres clavos mohosos. Como la luna acababa de aparecer sobre el río, había vuelto a levantarse, luego de un descanso, la ululante antífona de los canes -desde los gigantescos árboles plateados de la misión franciscana hasta las islas pintadas en negro-, con inesperados responsos en la otra orilla. Mouche, de pésimo humor, no se resolvía a admitir que habíamos dejado la electricidad a nuestras espaldas, que aquí se estaba todavía en época del quinqué y de la vela, y que no había siquiera una farmacia donde comprar cosas útiles al cuidado de su persona. Mi amiga tenía la astucia de callarse las atenciones que prodigaba constantemente a su semblante y a su cuerpo, para que los extraños la creyeran por encima de tales vanidades femeninas, indignas de una intelectual, con lo que daba a entender, de paso, que su juventud y natural belleza le bastaban para ser atractiva. Conociendo esa estrategia suya, me había divertido en observarla muchas veces desde lo alto de las pacas de esparto, notando con maligna ironía cuán a menudo se examinaba en un espejo, frunciendo el ceño con despecho. Ahora me asombraba de cómo la materia misma de su figura, la carne de que estaba hecha, parecía haberse marchitado desde el despertar de aquella última jornada de navegación. El cutis, maltratado por aguas duras, se le había enrojecido, descubriendo zonas de poros demasiado abiertos en la nariz y en las sienes. El pelo se le había vuelto como de estopa, de un rubio verde, desigualmente matizado, revelándome lo mucho que debía su cobrizo relumbre habitual al manejo de inteligentes coloraciones. Bajo una blusa manchada por resinas raras, caídas de las lonas, su busto parecía menos firme, y mal sosnían el barniz unas uñas rotas por el constante agarrarse de algo que nos impusiera la vida en una cubierta atestada de baldes y barriles, del galpón flotante que había sido nuestro barco. Sus ojos de un castaño lindamente jaspeado en verde y amarillo, reflejaban un sentimiento que era mezcla de aburrimiento, cansancio, asco a todo, latente cólera por no poder gritar hasta qué punto le resultaba intolerable este viaje emprendido por ella, sin embargo, con frases de alto júbilo literario. Porque la víspera de nuestra partida -lo recordaba yo ahora- había invocado el consabido anhelo de evasión, dotando la gran palabra Aventura de todas sus implicaciones de «invitación al viaje», fuga de lo cotidiano, encuentros fortuitos, visión de Increíbles Floridas de poeta alucinado.

Y hasta ahora -para ella, que permanecía ajena a las emociones que tanto me deleitaban cada día, devolviéndome sensaciones olvidadas desde la infancia-, la palabra Aventura sólo había significado un encierro forzoso en el hotel ciudadano, la visión de panoramas de una grandeza monótona y reiterada, un trasladarse sin peripecias, arrastrándose la fatiga de noches sin lámpara de cabecera, rotas en el primer sueño por el canto de los gallos. Ahora, abrazada a sus propias rodillas, sin molestarse por lo que el desorden de sus faldas dejaba al desgaire, se mecía suavemente en medio del camastro, tomando pequeños sorbos de aguardiente en un jarro de hojalata. Hablaba de las pirámides de México y de las fortalezas incaicas -que sólo conocía por imágenes -, de las escalinatas de Monte Albán y de las aldeas de barro cocido de los Hopi, lamentando que, en este país, los indios no hubieran levantado semejantes maravillas. Luego, adoptando el lenguaje «enterado», categórico, poblado de términos técnicos, tan usado por la gente de nuestra generación -y que yo calificaba, para mí, de «tono economista»-, comenzó a hacer un proceso de la manera de vivir de la gente de acá, de sus prejuicios y creencias, del atraso de su agricultura, de las falacias de la minería, que la llevó, desde luego, a hablar de la plusvalía y de la explotación del hombre por el hombre.

Por llevarle la contraria, le dije que, precisamente, si algo me estaba maravillando en este viaje era el descubrimiento de que aún quedaban inmensos territorios en el mundo cuyos habitantes vivían ajenos, a las fiebres del día, y que aquí, si bien muchísimos individuos se contentaban con un techo de fibra, una alcarraza, un budare, una hamaca y una guitarra, pervivía en ellos un cierto animismo, una conciencia de muy viejas tradiciones, un recuerdo vivo de ciertos mitos que eran, en suma, presencia de una cultura más honrada y válida, probablemente, que la que se nos había quedado allá.

Para un pueblo era más interesante conservar la memoria de la Canción de Rolando que tener agua caliente a domicilio. Me agradaba que aún quedaran hombres poco dispuestos a trocar su alma profunda por algún dispositivo automático que, al abolir el gesto de la lavandera, se llevaba también sus canciones, acabando, de golpe, con un folklore milenario.

Fingiendo que no me hubiera oído, o que mis palabras no tenían el menor interés, Mouche afirmó que aquí no había cosa de mérito que ver o estudiar; que este país no tenía historia ni carácter, y, dando su decisión por sentencia, habló de partir mañana al alba, ya que nuestro barco, navegando esta vez a favor de la corriente, podía cubrir la jornada del regreso en poco más de un día. Pero ahora me importaban poco sus deseos. Y como esto era muy nuevo en mí, cuando le declaré secamente que pensaba cumplir con la Universidad, llegando hasta donde pudiera encontrar los instrumentos musicales cuya busca me era encomendada, mi amiga, de súbito, montó en cólera, tratándome de burgués. Ese insulto -¡bien lo conocía yo!- era un recuerdo de la época en que muchas mujeres de su formación se hubieran proclamado revolucionarias para gozar de las intimidades de una militancia que arrastraba a no pocos intelectuales interesantes, y entregarse a los desafueros del sexo con el respaldo de ideas filosóficas y sociales, luego de haberlo hecho al amparo de las ideas estéticas de ciertas capillas literarias.

Siempre atenta a su bienestar, colocando por encima de todo sus placeres y pequeñas pasiones, Mouche me resultaba el arquetipo de la burguesa.

Sin embargo, calificaba de burgués, como supremo denuesto, a todo el que intentara oponer a su criterio algo que pudiera vincularse con ciertos deberes o principios molestos, no transigiera con ciertas licencias físicas, encerrara preocupaciones de tipo religioso o reclamara un orden. Ya que mi empeño de quedar bien con el Curador y, por ende, con mi conciencia, se atravesaba en su camino, tal propósito tenía, por fuerza, que ser calificado por ella de burgués.

Y se levantaba ahora del camastro, con las greñas en la cara, alzando sus pequeños puños a la altura de mis sienes en una gesticulación rabiosa que yo veía por primera vez. Gritaba que quería estar en Los Altos cuanto antes; que necesitaba el frío de las cumbres para reponerse; que allí es donde pasaríamos el tiempo que me quedara de vacaciones.