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Me parecía que se las miraba un poco como a los bobos, gitanos o locos graciosos, y las fámulas de cocina reían al verlas saltar, con sus vestidos de baile, por sobre los cochinos y los charcos, cargando sus hatos con ayuda de algunos mineros ya resueltos a gozarse de sus primicias. Yo pensaba que esas prostitutas errantes, que venían a nuestro encuentro, metiéndonse en nuestro tiempo, eran primas de las ribaldas del Medioevo, de las que iban de Bremen a Hamburgo, de Amberes a Gante, en tiempos de feria, para sacar malos humores a maestros y aprendices, aliviándose de paso a algún romero de Compostela, por el permiso de besar la venera de tan lejos traída. Después de recoger sus cosas, las mujeres entraron en el comedor de la fonda con gran alboroto. Mouche, maravillada, me invitó a seguirlas, para observar mejor sus vestidos y peinados. Ella, que hasta ahora había permanecido indiferente y soñolienta, estaba como transfigurada. Hay seres cuyos ojos se encienden cuando sienten la proximidad del sexo. Insensible, quejosa desde la víspera, mi amiga parecía revivir en la primera atmósfera turbia que la salía al paso. Declarando ahora que esas prostitutas eran formidables, únicas, de un estilo que se había perdido, comenzó a acercarse a ellas. Al ver que se sentaba en uno de los bancos del fondo, junto a una mesa que ocupaban las recién llegadas, buscando conversación por gestos con una de las más vistosas, Rosario me miró con extrañeza, como queriendo decirme algo. Por eludir una explicación que probablemente no entendería, cargué con el equipaje y fui en busca de nuestro cuarto. Sobre las bardas del patio danzaba el resplandor de los fuegos. Estaba sacando cuentas de lo gastado últimamente cuando me pareció que Mouche me llamaba con voz angustiada.

En el espejo del armario la vi pasar, al otro extremo del corredor, como huyendo de un hombre que la perseguía. Cuando llegué adonde estaban, el hombre la había agarrado por el talle y la empujaba dentro de una habitación. Al recibir mi puñetazo se volteó bruscamente y su golpe me arrojó sobre una mesa cubierta de botellas vacías que se estrellaron al caer. Me colgué de mi adversario y rodamos en el piso, sintiendo las hincadas de los vidrios en las manos y en los brazos. Al cabo de una rápida lucha, en que el otro me dejó sin fuerzas, me vi preso entre sus rodillas, de espaldas en el suelo, bajo la anchura de dos puños que se levantaban para caer mejor, como una maza, sobre mi cara. En aquel instante, Rosario entró en el cuarto, seguida del posadero.

«¡Yannes! -gritó-. ¡Yannes!» Agarrado por las muñecas, el hombre se levantó lentamente, como avergonzado de lo hecho. El posadero le explicaba algo que por mi excitación nerviosa no acertaba a oír. Mi adversario parecía humilde; ahora me hablaba con tono compungido: «Yo no sabía… Equivocación…

Debió decir tenía marido.» Rosario me limpiaba la cara con un paño untado de ron: «La culpa fue de ella; estaba metida entre las otras.» Lo peor de todo era que yo no sentía verdadera cólera contra el que me había golpeado, sino contra Mouche, que, en efecto, por un alarde muy propio de su carácter, había ido a sentarse con las prostitutas. «No ha pasado nada… No ha pasado nada», proclamaba el posadero ante los curiosos que llenaban el corredor.

Y Rosario, como si nada hubiera ocurrido, en efecto, me hizo dar la mano al que ahora se deshacía en excusas. Para acabar de aplacarme, me hablaba de él, afirmando que lo conocía de mucho tiempo, pues no era de este lugar, sino de Puerto Anunciación, el pueblo cercano a la Selva del Sur, donde la esperaba su padre enfermo con el remedio de la milagrosa estampa. El título de Buscador de Diamantes me hizo interesante, de pronto, al que poco antes me golpeara. Pronto nos vimos en la cantina, con media botella de aguardiente bebida, olvidados de la estúpida pelea. Ancho de pecho, espigado de cintura, con algo de ave de presa en la mirada, el minero movía un semblante sombreado por un filo de barba que podía haberse desprendido de un arco de triunfo por la decisión y el empaque del perfil. Al saber que era griego -explicándoseme así la tremenda eliminación de artículos que caracterizaba su manera de hablar- estuve a punto de preguntarle, por broma, si era uno de los Siete contra Tebas. Pero en eso apareció Mouche, con aire indiferente, como si ignorara lo de la riña que nos había llenado las manos de cortaduras. Le hice algunos reproches a medias palabras que expresaban insuficientemente mi irritación. Ella se sentó del otro lado de la mesa, sin hacer caso, y se dio a examinar al griego -tan respetuoso ahora, que había apartado su escabel para no estar demasiado cerca de mi amiga- con un interés que me pareció un reto exasperante en semejante momento. A las excusas del Buscador de Diamantes, que se calificaba a sí mismo de «bruto idiota maldecido», respondió que el suceso no tenía importancia.

Me volví hacia Rosario. Ella me miraba soslayadamente, con cierta gravedad irónica que no sabía cómo interpretar. Quise iniciar una conversación cualquiera que nos alejara de lo presente, pero las palabras no me venían a la boca. Mouche, mientras tanto, se había acercado al griego con una sonrisa tan incitante y nerviosa que la ira me encendió las sienes. Apenas habíamos salido de un percance que hubiera podido tener consecuencias lamentables, se gozaba en aturdir al minero que la tratara media hora antes como a una prostituta. Esa actitud era tan literaria, debía tanto al espíritu que había exaltado, en este tiempo, la taberna de marineros y los muelles de brumas, que la hallé increíblemente grotesca, de pronto, en su incapacidad de desasirse, ante cualquier realidad, de los lugares comunes de su generación. Tenía que elegir un hipocampo, por pensar en Rimbaud, donde vendían toscos relicarios de artesanía colonial; había de burlarse de la ópera romántica en el teatro que, precisamente, devolvía su fragancia al jardín de Lamermoore, y no veía que la prostituta de las novelas de la Evasión se había transformado, aquí, en una mezcla de feriante oportuna y de Egipcíaca sin olor de santidad. La miré de modo tan ambiguo que Rosario, creyendo tal vez que iba a pelear de nuevo, por celos, me salió al paso en maniobra de aplacamiento con una frase oscura que tenía de proverbio y de sentencia: «Cuando el hombre pelea, que sea por defender su casa.» No sé lo que entendía Rosario por «mi casa»; pero tenía razón si pretendía decir lo que quise comprender: Mouche no era «mi casa».

Era, por el contrario, aquella hembra alborotosa y rencillosa de las Escrituras, cuyos pies no podían estar en la casa. Con la frase se tendía un puente por sobre el ancho de la mesa entre Rosario y yo, y sentí, en aquel momento, el apoyo de una simpatía que se hubiera dolido, tal vez, de verme vencido nuevamente. Por lo demás, la joven crecía ante mis ojos a medida que transcurrían las horas, al establecer con el ambiente ciertas relaciones que me eran cada vez más perceptibles. Mouche, en cambio, iba resultando tremendamente forastera dentro de un creciente desajuste entre su persona y cuanto nos circundaba. Un aura de exotismo se espesaba en torno a ella, estableciendo distancias entre su figura y las demás figuras; entre sus acciones, sus maneras, y los modos de actuar que aquí eran normales. Se tornaba, poco a poco, en algo ajeno, mal situado, excéntrico, que llamaba la atención, como llamaba la antención antaño, en las cortes cristianas, el turbante de los embajadores de la Sublime Puerta. Rosario, en cambio, era como la Cecilia o la Lucía que vuelve a engastarse en sus cristales cuando termina de restaurarse un vitral. De la mañana a la tarde y de la tarde a la noche se hacía más auténtica, más verdadera, más cabalmente dibujada en un paisaje que fijaba sus constantes a medida que nos acercábamos al río. Entre su carne y la tierra que se pisaba se establecían relaciones escritas en las pieles ensombrecidas por la luz, en la semejanza de las cabelleras visibles, en la unidad de formas que daba a los talles, a los hombros, a los muslos que aquí se alababan, una factura común de obra salida de un mismo torno. Me sentía cada vez más cerca de Rosario, que embellecía de hora en hora, frente a la otra que se difuminaba en su distancia presente, aprobando cuanto decía y expresaba. Y, sin embargo, al mirar a la mujer como mujer, me veía torpe, cohibido, consciente de mi propio exotismo, ante una dignidad innata que parecía negada de antemano a la acometida fácil. No eran tan sólo botellas las que se alzaban ahí, en barrera de vidrio que imponía cuidado a las manos: eran los mil libros leídos por mí, ignorados por ella; eran creencias de ella, costumbres, supersticiones, nociones, que yo desconocía y que, sin embargo, alentaban razones de vivir tan válidas como las mías. Mi formación, sus prejuicios, lo que le habían enseñado, lo que sobre ella pasaba, eran otros tantos factores que, en aquel momento, me parecían inconciliables. Me repetía a mí mismo que nada de esto tenía que ver con el siempre posible acoplamiento de un cuerpo de hombre y un cuerpo de mujer, y, no obstante, reconocía que toda una cultura, con sus deformaciones y exigencias, me separaba de esa frente detrás de la cual no debía haber siquiera una noción muy clara de la redondez de la tierra, ni de la disposición de los países sobre el mapa. Eso pensaba yo al recordar sus creencias sobre el espíritu unípedo de los bosques. Y al ver la pequeña cruz de oro que le colgaba del cuello, observé que el único terreno de entendimiento que podíamos tener en común, el de la fe en Cristo, lo habían desertado mis antepasados paternos hacía mucho tiempo: desde que, hugonotes expulsados de la Saboya por la revocación del Edicto de Nantes, pasados a la Enciclopedia por un tatarabuelo mío, amigo del barón de Holbach, conservaran Biblias en la familia, sin creer ya en las Escrituras, únicamente por aquello de que no estaban exentas de una cierta poesía… La taberna se vio invadida por los mineros de otro turno. Las mujeres rojas regresaban de los cuartos del patio, guardándose el dinero de los primeros tratos. Por acabar con la situación falsa que nos tenía desasosegados en torno a la mesa, propuse que anduviéramos hacia el río. El Buscador de Diamantes estaba como cohibido ante la insinuante deferencia de Mouche, que le hacía contar sus andanzas en la selva, aunque sin escucharlo, en un francés de tan pocas palabras que nunca lograba cerrar una frase. Ante mi propuesta de salir, compró botellas de cerveza fría, como aliviado, y nos llevó a una calle recta que se perdía en la noche, alejándose de los fuegos del valle. Pronto llegamos a la orilla del río que corría en la sombra, con un ruido vasto, continuando, profundo, de masa de agua dividiendo las tierras. No era el agitado escurrirse de las corrientes delgadas, ni el chapoteo de los torrentes, ni la fresca placidez de las ondas de poco cauce que tantas veces hubiera oído de noche en otras riberas: era el empuje sostenido, el ritmo genésico de un descenso iniciado a centenares y centenares de leguas más arriba, en las reuniones de otros ríos venidos de más lejos aún, con todo su peso de cataratas y manantiales.