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Más allá ofrecíanse sangrías y garapiñas, sobre los aceites rezumos del pescado frito. De súbito, un calor de hogazas tibias, de masa recién horneada, brotó de los respiraderos de un sótano, en cuya penumbra se afanaban, cantando, varios hombres, blancos de pelo a zuecos. Me detuve con deleitosa sorpresa. Hacía mucho tiempo que tenía olvidada esa presencia de la harina en las mañanas, allá donde el pan, amasado no se sabía dónde, traído de noche en camiones cerrados, como materia vergonzosa, había dejado de ser el pan que se rompe con las manos, el pan que reparte el padre luego de bendecirlo, el pan que debe ser tomado con gesto deferente antes de quebrar su corteza sobre el ancho cuenco de sopa de puerros o de asperjarlo con aceite y sal, para volver a hallar un sabor que, más que sabor a pan con aceite y sal, es el gran sabor mediterráneo que ya llevaban pegado a la lengua los compañeros de Ulises. Este reencuentro con la harina, el descubrimiento de un escaparate que exhibía estampas de zambos bailando la marinera, me distraían del objeto de mi vagar por calles desconocidas. Aquí me detenía ante un fusilamiento de Maximiliano; allá hojeaba una vieja edición de Los Incas de Marmontel, cuyas ilustraciones tenían algo de la estética masónica de La Flauta Mágica. Escuchaba un Mambrú cantado por los niños que jugaban en un patio oloroso a natillas. Y así, atraído ahora por la mañanera frescura de un viejo cementerio, andaba a la sombra de sus cipreses, entre tumbas que estaban como olvidadas en medio de yerbas y campánulas. A veces, tras de un cristal empañado por los hongos, se ostentaba el daguerrotipo de quien yacía bajo el mármol: un estudiante de ojos afiebrados, un veterano de la Guetra de Fronteras, una poetisa coronada de laurel. Yo contemplaba el monumento a las víctimas de un naufragio fluvial, cuando el aire fue desgarrado, en alguna parte, como papel encerado, por una descarga de ametralladoras. Eran los alumnos de una escuela militar, sin duda, que se adiestraban en el manejo de las armas. Hubo un silencio y volvieron a enredarse los arrullos de palomas que hinchaban el buche en torno a los vasos romanos.

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora,

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

Repetía y volvía a repetir estos versos que me regresaban a jirones desde la llegada y por fin se habían reconstruido en mi memoria, cuando se oyó nuevamente, con más fuerza, el tableteo de las ametralladoras.

Un niño pasó a todo correr, seguido de una mujer despavorida, descalza, que llevaba una batea de ropas mojadas en brazos, y parecía huir de un gran peligro. Una voz gritó en alguna parte, detrás de las tapias: «¡Ya empezó! ¡Ya empezó». Algo inquieto salí del cementerio y regresé hacia la parte moderna de la ciudad. Pronto pude darme cuenta de que las calles estaban vacías de transeúntes y los comercios habían cerrado sus puertas y cortinas metálicas con una prisa que nada bueno anunciaba.

Saqué mi pasaporte, como si los cuños estampados entre sus tapas tuvieran alguna eficacia protectora, cuando una grita me hizo detener, realmente asustado, al amparo de una columna. Una multitud vociferante, hostigada por el miedo, desembocó de una avenida, derribándolo todo por huir de una recia fusilería. Llovían cristales rotos. Las balas topaban con el metal de los postes del alumbrado, dejándolos vibrantes como tubos de órgano que hubieran recibido una pedrada. El latigazo de un cable de alta tensión acabó de despejar la calle, cuyo asfalto se encendió a trechos. Cerca de mí, un vendedor de naranjas se desplomó de bruces, echando a rodar las frutas que se desviaban y saltaban al ser alcanzadas por un plomo a ras del suelo. Corrí a la esquina más próxima, para guarecerme en un soportal de cuyas pilastras colgaban billetes de lotería dejados en la fuga. Sólo un mercado de pájaros me. separaba ya del fondo del hotel. Decidido por el zumbar de una bala que, luego de pasar sobre mi hombro, había agujereado la vitrina de una farmacia, emprendí la carrera. Saltando por encima de las jaulas, atropellando canarios, pateando colibríes, derribando posaderos de cotorras empavorecidas, acabé por llegar a una de las puertas de servicio que había permanecido abierta. Un tucán, que arrastraba un ala rota, venía saltando detrás de mí, como queriendo acogerse a mi protección.

Detrás, erguido sobre el manubrio de un velocípedo abandonado, un soberbio guacamayo permanecía en medio de la plaza desierta, solo, calentándose al sol.

Subí a nuestra habitación. Mouche seguía durmiendo, abrazada a una almohada, con la camisa por las caderas y los pies enredados entre sábanas. Tranquilizado en cuanto a ella respectaba, bajé al hall en busca de explicaciones. Se hablaba de una revolución.

Pero esto poco significaba para quien, como yo, ignoraba la historia de aquel país en todo lo que fuera ajeno al Descubrimiento, la Conquista y los viajes de algunos frailes que hubieran hablado de los instrumentos musicales de sus primitivos pobladores.

Me puse, pues, a interrogar a cuantos, por mucho comentar y acalorarse, parecían tener una buena información. Pero pronto observé que cada cual daba una versión particular de los acontecimientos, citando los nombres de personalidades que, desde luego, eran letra muerta para mí. Traté entonces de conocer las tendencias, los anhelos de los bandos en pugna, sin hallar más claridad. Cuando creía comprender que se trataba de un movimiento de socialistas contra conservadores o radicales, de comunistas contra católicos, se barajaba el juego, quedaban invertidas las posiciones, y volvían a citarse los apellidos, como si todo lo que ocurría fuese más una cuestión de personas que una cuestión de partidos. Cada vez me veía devuelto a mi ignorancia por la relación de hechos que parecían historias de güelfos y gibelinos, por su sorprendente aspecto de ruedo familiar, de querella de hermanos enemigos, de lucha entablada entre gente ayer unida.

Cuando me acercaba a lo que podía ser, según mi habitual manera de razonar, un conflicto político propio de la época, caía en algo que más se asemejaba a una guerra de religión. Las pugnas entre los que parecían representar la tendencia avanzada y la posición conservadora se me representaban, por el increíble desajuste cronológico de los criterios, como una especie de batalla librada, por encima del tiempo, entre gentes que vivieran en siglos distintos.

«Muy justo -me respondía un abogado de levita, chapado a la antigua, que parecía aceptar los acontecimientos con su sorprendente calma-; piense que nosotros, por tradición, estamos acostumbrados a ver convivir Rousseau con el Santo Oficio, y los pendones al emblema de la Virgen con El Capital…»

En eso apareció Mouche, muy angustiada, pues había sido sacada del sueño por las sirenas de ambulancias que pasaban, ahora, cada vez más numerosas, cayendo en pleno mercado de pájaros, donde, al encontrar de súbito el falso obstáculo de las jaulas amontonadas, los conductores frenaban brutalmente, aplastando de un bandazo a los últimos sinsontles y turpiales que quedaban. Ante la ingrata perspectiva del encierro forzoso, mi amiga se irritó grandemente contra los acontecimientos que trastornaban todos sus planes. En el bar, los forasteros habían armado sus malhumoradas partidas de naipes y de dados, entre copas, rezongando contra los estados mestizos que siempre tenían un zafarrancho en reserva. En eso supimos que varios mozos del hotel habían desaparecido.

Los vimos pasar, poco después, bajo las arcadas del frente, armados de mausers, con varias cartucheras terciadas. Al ver que habían conservado las chaquetas blancas del servicio, hicimos chistes del marcial empaque. Pero, al llegar a la esquina más próxima, los dos que marchaban delante se doblaron, de repente, alcanzados en el vientre por un pase de metralla. Mouche dio un grito de horror, llevando las manos a su propio vientre. Todos retrocedimos en silencio hacia el fondo del hall, sin poder quitar los ojos de aquella carne yacente sobre el asfalto enrojecido, insensible ya a las balas que en ella se encajaban todavía, poniendo nuevos marchamos de sangre en la claridad del dril. Ahora, los chistes hechos un poco antes me parecieron abyectos.