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plumas aspadas en lo alto de versos que nada decían a Ti Noel, pues los esclavos no entendían de letras. También había grabados en colores, de una factura más ligera, en que se veían los fuegos artificiales dados para festejar la toma de una ciudad, bailables con médicos armados de grandes jeringas, una partida de gallina ciega en un parque, jóvenes libertinos hundiendo la mano en el escote de una camarista, o la inevitable astucia del amante recostado en el césped, que descubre, arrobado, los íntimos escorzos de la dama que se mece inocentemente en un columpio. Pero Ti Noel fue atraído, en aquel momento por un grabado en cobre, último de la serie. que se diferenciaba de los demás por el asunto y la ejecución. Representaba algo así como un almirante o un embajador francés recibido por un negro rodeado de plumas y sentado sobre un trono adornado de figuras de monos y de lagartos.

– ¿Qué gente es ésta? -preguntó atrevidamente al librero, que encendía una larga pipa de barro en el umbral de su tienda.

– Ese es un rey de tu país.

No hubiera sido necesaria la confirmación de lo que ya pensaba, porque el joven esclavo había recordado, de pronto, aquellos relatos que Mackandal salmodiaba en el molino de cañas, en horas en que el caballo más viejo de la hacienda de Lenormand de Mezy hacía girar los cilindros. Con voz fingidamente cansada para preparar mejor ciertos

remates, el mandinga solía referir hechos que habían ocurrido en los grandes reinos de Popo, de Arada, de los Nagós, de los Fulas. Hablaba de vastas migraciones de pueblos, de guerras seculares, de prodigiosas batallas en que los animales habían ayudado a los hombres. Conocía la historia de Adonhueso, del Rey de Angola, del Rey Da, encarnación de la Serpiente, que es eterno principio, nunca acabar, y que se holgaba místicamente con una reina que era el Arco Iris, señora del agua y de todo parto. Pero sobre todo se hacia prolijo con la gesta de Kankán Muza, el fiero Muza, hacedor del invencible imperio de los mandinga, cuyos caballos se adornaban con monedas de plata y

gualdrapas bordadas, y relinchaban más arriba del fragor de los hierros, llevando el trueno en los parches de dos tambores colgados de la cruz. Aquellos reyes, además, cargaban con la lanza a la cabeza de sus hordas, hechos

invulnerables por la ciencia de los Preparadores, y sólo caían heridos si de alguna manera hubieran ofendido a las divinidades del Rayo o las divinidades de la Forja. Reyes eran, reyes de verdad, y no esos soberanos cubiertos de pelos ajenos, que jugaban al boliche y sólo sabían hacer de dioses en los escenarios de sus teatros de corte, luciendo

amaricada la pierna al compás de un rigodón. Más oían esos soberanos blancos las sinfonías de sus violones y las chifonías de los libelos, los chismes de sus queridas y los cantos de sus pájaros de cuerda, que el estampido de cañones disparando sobre el espolón de una media luna. Aunque sus luces fueran pocas, Tí Noel había sido instruido en esas verdades por el profundo saber de Mackandal. En el África, el rey era guerrero, cazador, juez y sacerdote; su simiente preciosa engrosaba, en centenares de vientres, una vigorosa estirpe de héroes. En Francia, en España, en cambio, el rey enviaba sus generales a combatir, era incompetente para dirimir litigios, se hacía regañar por cualquier fraile confesor, y, en cuanto a riñones, no pasaba de engendrar un príncipe debilucho, incapaz de acabar con un venado sin ayuda de sus monteros, al que designaban, con inconsciente ironía, por el nombre de un pez

tan inofensivo y frívolo como era el delfín. Allá, en cambio – en Gran Allá-, había príncipes duros como el yunque, y príncipes que eran el leopardo, y príncipes que conocían el lenguaje de los árboles, y príncipes que mandaban sobre los cuatro puntos cardinales, dueños de la nube, de la semilla, del bronce y del fuego.

Ti Noel oyó la voz del amo que salía de la peluquería con las mejillas demasiado empolvadas. Su cara se parecía sorprendente mente, ahora, a las cuatro caras de cera empañada que se alineaban en el estante, sonriendo de modo estúpido. De paso, Monsieur Lenormand de Mezy compró una cabeza de ternero en la tripería, entregándola al esclavo. Montado en el semental ya impaciente por pastar, Ti Noel palpaba aquel cráneo blanco y frío, pensando que debía de ofrecer al tacto, un contorno parecido al de la calva que el amo ocultaba debajo de su peluca. Entretanto, la calle se había llenado de gente. A las negras que regresaban del mercado, habían sucedido las señoras que salían de la misa de diez. Más de una cuarterona, barragana de algún funcionario enriquecido, se hacia seguir por una camarera de tan quebrado color como ella, que llevaba el abanico de palma, el breviario y el quitasol de borlas doradas. En una esquina bailaban los títeres de un bululú. Más adelante, un marinero ofrecía a las damas un monito del Brasil, vestido a la española. En las tabernas se descorchaban botellas de vino, refrescadas en barriles llenos de sal y de arena mojada. El padre Cornejo, cura de Limonade, acababa de llegar a la Parroquial Mayor, montado en

su mula de color burro.

Monsieur Lenormand de Mezy y su esclavo salieron de la ciudad por el camino que seguía la orilla del mar. Sonaron cañonazos en lo alto de la fortaleza. La Courageuse , de la armada del rey, acababa de aparecer en el horizonte de vuelta de la Isla de la Tortuga. En sus bordas se pintaron ecos de blancos estampidos. Asaltado por recuerdos de sus tiempos de oficial pobre, el amo comenzó a silbar una marcha de pífanos. Ti Noel, en contrapunteo mental, tarareó para sus adentros una copla marinera, muy cantada por los toneleros del puerto, en que se echaban

mierdas al rey de Inglaterra. De lo último sí estaba seguro, aunque la letra no estuviese en créole. Por lo mismo, la sabía. Además, tan poca cosa era para él el rey de Inglaterra como el de Francia o el de España, que mandaba en la otra mitad de la isla, y cuyas mujeres -según afirmaba Mackandal- se enrojecían las mejillas con sangre de buey y

enterraban fetos de infantes en un convento cuyos sótanos estaban llenos de esqueletos rechazados por el cielo verdadero, donde no se querían muertos ignorantes de los dioses verdaderos,

II LA PODA

Ti Noel se había sentado sobre una batea volcada, dejando que el caballo viejo hiciera girar el trapiche a un paso que el hábito hacia absolutamente regular. Mackandal agarraba las cañas por haces, metiendo las cabezas, a empellones, entre los cilindros de hierro. Con sus ojos siempre inyectados, su torso potente, su delgadísima cintura, el mandinga ejercía una extraña fascinación sobre Ti Noel. Era fama que su voz grave y sorda le conseguía todo de las negras. Y que sus artes de narrador, caracterizando los personajes con muecas terribles, imponían el silencio a los hombres, sobre todo cuando evocaba el viaje que hiciera, años atrás, como cautivo, antes de ser vendido a los negreros de Sierra Leona. El mozo comprendía, al oírlo, que el Cabo Francés, con sus campanarios, sus edificios de cantería, sus casas normandas guarnecidas de larguísimos balcones techados, era bien poca cosa en comparación

con las ciudades de Guinea. Allá había cúpulas de barro encarnado que se asentaban sobre grandes fortalezas bordeadas de almenas; mercados que eran famosos hasta más allá del lindero de los desiertos, hasta más allá de los pueblos sin tierras. En esas ciudades los artesanos eran diestros en ablandar los metales, forjando espadas que mordían como navajas sin pesar más que un ala en la mano del combatiente. Ríos caudalosos, nacidos del cielo, lamían los pies del hombre, y no era menester traer la sal del País de la Sal En casas muy grandes se guardaban el trigo, el sésamo, el millo, y se hacían, de reino en reino, intercambios que alcanzaban el aceite de oliva y los vinos de Andalucía. Bajo cobijas de palma dormían tambores gigantescos, madres de tambores, que tenían patas pintadas de rojo y semblantes humanos. Las lluvias obedecían a los conjuros de los sabios, y, en las fiestas de circuncisión, cuando las adolescentes bailaban con los muslos lacados de sangre, se golpeaban lajas sonoras que producían una música como de grandes cascadas domadas. En la urbe sagrada de Widah se rendía culto a la Cobra, mística representación del ruedo eterno, así como a los dioses que regían el mundo vegetal y solían aparecer, mojados y relucientes, entre las junqueras que asordinaban las orillas de lagos salobres.