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pálpito y de mirada, al que tal vez era tiempo todavía de hacer regresar a la vida. Con voz terrible, como si su pecho se desgarrara el negro comenzó a dar llamadas grandes llamadas, en la vastedad del Palacio Boghese. Y tan primitiva se hizo su estampa, tanto golpearon sus talones en el piso, haciendo de la capilla de abajo cuerpo de tambor, que la piamontesa, horrorizada, huyó escaleras abajo, dejando a Solimán de cara a cara con la Venus de Cánova.

El patio se llenó de candiles y de faroles. Despiertos por la voz que tan tremendamente resonaba en el segundo piso, los lacayos y cocheros salían de sus cuartos, en camisa, sujetándose las bragas. La aldaba de la puerta cochera sonó con eco, abriendo paso a los gendarmes de la ronda, que entraron en fila, seguidos por varios vecinos alarmados. Al ver iluminarse los espejos, el negro se volvió bruscamente. Aquellas luces, esas gentes aglomeradas en el patio entre estatuas de mármol blanco, la evidente silueta de los bicornios, los uniformes ribeteados de claro,

la fría curva de un sable desenvainado, le recordaron en el segundo de un escalofrío, la noche de la muerte de Henri Christophe. Solimán desencajó una ventana de un silletazo y saltó a la calle. Y los primeros maitines lo vieron, todo tembloroso de fiebre -pues había sido agarrrado por el paludismo de los pantanos Pontinos-, invocando a Papá Legba, para que le abriese los caminos del regreso a Santo Domingo. Le quedaba una insoportable sensación de pesadilla en las manos. Le parecía que hubiera caído en trance sobre el yeso de una sepultura, como ocurría a ciertos inspirados de allá, a la vez temidos y reverenciados por los campesinos, porque se entendían mejor que nadie con los Amos de Cementerios. De nada sirvió que la reina María Luisa tratara de calmarlo con un cocimiento de hierbas

amargas, de las que recibía del Cabo, vía Londres, por especial merced del Presidente Boyer. Solimán tenía frío. Una niebla inesperada humedecía los mármoles de Roma. El verano se empañaba de hora en hora. Buscando el alivio del servidor, las princesas mandaron a buscar al doctor Antommarchi, e1 que había sido médico de Napoleón en Santa Elena, a quien algunos atribuían grandes méritos profesionales, sobre todo como homeópata. Pero su receta de pildoras no pasó de la caja. De espaldas a todos, gimoteando hacia la pared adornada con flores amarillas en papel verde, Solimán trataba de alcanzar a un Dios que se encontraba en el lejano Dahomey, en alguna umbrosa encrucijada, con el falo encarnado puesto al descanso sobre una muleta que para eso llevaba consigo:

Papa Legba, 1'ouvri barrié-a pou moin, agó ye,

Papa Legha, ouvrí barrié-a pou moin, pou moin, passé.

II LA REAL CASA

Ti Noel era de los que habían iniciado el saqueo del Palacio de Sans-Souci. Por ello se amueblaban de tan rara manera las ruinas de la antigua vivienda de Lenormand de Mezy. Estas seguían sin techo posible, por falta de dos puntos de apoyo en que asentar una viga o un palo largo, pero el machete del anciano había liberado otras piedras desemparejadas, haciendo aparecer pedazos del basamento, un alféizar de ventana, tres peldaños, un trecho de pared que todavía mostraba, pegado al ladrillo, el cimasio del antiguo comedor normando. La noche en que la Llanura se había llenado de hombres, de mujeres, de niños, que llevaban en la cabeza relojes de péndulo, sillas, baldaquines, girándulas, reclinatorios, lámparas y jofainas, Ti Noel había regresado varias veces a Sans Souci. Así, poseía una mesa de Boule frente a la chimenea cubierta de paja que le servia de alcoba, cerrándose la vista con un paraván de Coromandel cubierto de personajes borrosos en fondo de oro viejo. Un pez luna embalsamado, regalo de la Real Sociedad Científica de Londres al príncipe Víctor, yacía sobre las últimas losas de un piso roto por hierbas y raíces, junto a una cajita de música y una bombona cuyo espeso vidrio verde apresaba burbujas llenas de los colores del arco iris. También se había llevado una muñeca vestida de pastora, una butaca con su cojín de tapicería y tres tomos de la Gran Enciclopedia, sobre los cuales solía sentarse para comer cañas de azúcar.

Pero lo que hacía más feliz al anciano era la posesión de una casaca de Henri Christophe, de seda verde, con puños de encaje salmón, que lucia a todas horas, realzando su empaque real con un sombrero de paja trenzada, aplastado y doblado a modo de bicornio, al que añadía una flor encarnada a guisa de escarapela. En las tardes se le veía, en medio de sus muebles plantados al aire libre jugando con la muñeca que abría y cerraba los ojos, o dando cuerda a la cajita de música, que repetía de sol a sol el mismo landler alemán. Ahora, Ti Noel hablaba constantemente. Hablaba, abriéndose de brazos, en medio de los caminos; hablaba a las lavanderas, arrodilladas en los arroyos arenosos con los senos desnudos; hablaba a los chicos que bailaban la rueda. Pero hablaba, sobre todo,

cuando se sentaba detrás de su mesa y empuñaba una ramita de guayabo a modo de cetro. A su mente volvían borrosas reminiscencias de cosas contadas por el manco Mackandal hacía tantos años que no acertaba a recordar cuándo había sido. En aquellos días comenzaba a cobrar la certeza de que tenía una misión que cumplir, aunque ninguna advertencia, ningún signo, le hubiera revelado la índole de esa misión. En todo caso, algo grande, algo digno de los derechos adquiridos por quien lleva tantos años de residencia en este mundo y ha extraviado hijos desmemoriados, preocupados tan sólo de sus propios hijos, de éste y aquél lado del mar. Por lo demás, era evidente que iban a vivirse grandes momentos. Cuando las mujeres lo veían aparecer en un sendero, agitaban paños claros, en señal de reverencia, como las palmas que un domingo habían festejado a Jesús. Cuando pasaba frente a una choza, las viejas lo invitaban a sentarse, trayéndole un poco de ron clarín en una jícara o una tagarnina recién torcida. Llevado a un toque de tambores, Ti Noel había caído en posesión del rey de Angola, pronunciando un largo discurso lleno de adivinanzas y de promesas. Luego, habían nacido rebaños sobre sus tierras. Porque aquellas nuevas reses que triscaban entre sus ruinas eran, indudablemente, presentes de sus súbditos. Instalado en su butaca, entreabierta la casaca, bien calado el sombrero de paja y rascándose la barriga desnuda con gesto lento, Ti Noel dictaba órdenes al viento. Pero eran edictos de un gobierno apacible, puesto que ninguna tiranía de blancos ni de negros parecía

amenazar su libertad. El anciano llenaba de cosas hermosas los vacíos dejados entre los restos de paredes, haciendo de cualquier transeúnte ministro, de cualquier cortador de yerbas general, otorgando baronías, regalando guirnaldas, bendiciendo a las niñas, imponiendo flores por servicios prestados. Así habían nacido la Orden de la Escoba

Amarga, la Orden del Aguinaldo, la Orden del Mar Pacifico y la Orden del Galán de Noche. Pero la más requerida de todas era la Orden del Girasol, por lo vistosa. Como el medio enlosado que le Servía de Sala de Audiencias era muy cómodo para bailar, su palacio solía llenarse de campesinos que traían sus trompas de bambú, sus chachas y timbales. Se encajaban maderos encendidos en ramas horquilladas, y Ti Noel, más orondo que nunca con su casaca verde, presidía la fiesta, sentado entre un Padre de la Sabana, representante de la iglesia cimarrona, y un viejo veterano, de los que habían batido a Rochambeau en Vertieres, que para las grandes solemnidades conservaba su uniforme de campaña, de azules marchitos y rojos pasados a fresa por las muchas lluvias que entraban en su casa.