– ¡Qué tiempos!

– ¿Usted cree que fueron mejores de verdad?

El padre de Policarpo se había pateado una fortuna en vivir a su aire. El padre de Policarpo se llamara en vida don Benigno Portomourisco Turbisquedo y había venido al mundo en una familia de posibles; que después quedara sin un patacón, es ya otra cosa. Don Benigno estaba lleno de manías y veía traiciones por todas partes. Don Benigno pensó siempre que la mujer es la más puta y desleal de todas las hembras, incluida la culebra. Don Benigno casó con Dorotea Expósito, la Bagañeira, una criada guapa y lánguida y no poco misteriosa que había en casa de su madre, con la que tuvo un solo hijo vivo, el último, Policarpo, todos los demás, hasta once, fueron abortos, o sea fetos. Dorotea era mujer de mucha hermosura y don Benigno, en sus aprensiones, no veía más que cuernos y torpes licencias por todos lados.

– Esto me pasa a mí por pailán y confiado. ¿Quién me manda andar redimiendo coños de la inclusa? ¡Esa mujer es tan puta como su madre, de la que nadie supo nada jamás! Hay cosas que es mejor no saberlas porque duelen mucho en el sentimiento.

Don Benigno era más celoso que un japonés y sólo por sospechas, porque nunca pudo descubrir lo que imaginara, dio muy mala vida a Dorotea, la tuvo doce años metida en una habitación a pan y agua, desde que nació Policarpo hasta que harta de aguantar miserias, se sacó la vida cortándose las venas con un vidrio, ¡qué horror, cómo puso todo! Cuidando y vigilando a Dorotea había un ex seminarista tatexo y pintado de pecas, Luisiño Bocelo, Parrulo, a quien don Benigno, cuando lo tomó a su servicio y le puso al corriente de la obligación, capó con un fouciño para evitarle malos pensamientos y deslealtades. Al comienzo, al mozo le dio algo de rabia pero después, cuando vio que la cosa ya no tenía remedio, pensó que no era para tanto y se fue conformando.

– Más vale así; el que quita la ocasión, quita el peligro, y además en esta casa se come caliente.

Don Benigno no quería que enterrasen a su señora en sagrado y tuvo que intervenir Ceferino Furelo, el cura de Santa María de Carballeda, para evitar el escándalo. En Túnez se celebran solemnes funerales por la princesa Lella Jenaina, esposa del bey Achmed Pacha.

– Bueno, para mí tanto tiene.

Ceferino Furelo, o sea Furelo Gamuzo, iba todos los primeros y terceros martes de mes a visitar a Benicia, llegaba de noche y se iba antes de amanecer para guardar las formas, a nadie le debe importar la vida de nadie y si es cura, menos aún; los curas también son hombres y nada tiene de malo el que el hombre necesite de la mujer. Benicia es ardorosa en la cama, le gusta la pelea.

– ¡Ay, don Ceferino, qué gusto me da usted! ¡Apriete, apriete, pártame que ya me viene! ¡Ay, ay!

Benicia guarda siempre el debido respeto a don Ceferino y no lo tutea jamás.

– Acerque aquí, que le lave el carallo. ¡Sabe usted mucho, don Ceferino! ¡Y está usted cada día más joven!

– No, mujer…

Don Ceferino, cuando los diezmos y primicias, bueno, ahora no hay diezmos y primicias, cuando la feligresía le regala algo, un par de pollos, unos huevos, unos chorizos, una cesta de manzanas, o cuando él pesca unos peces, siempre le lleva una parte a Benicia.

– Todos tenemos que comer y Dios Nuestro Señor castiga la avaricia, ése sí que es un pecado mortal malo. Además, lo que hay en España es de los españoles.

Benicia es de natural agradecido.

– ¿Quiere usted que me quite una teta por el escote?

– No; después.

Moncho Requeixo, o sea Moncho Preguizas, el conmilitón de Lázaro Codesal en la campaña de Melilla, habla siempre con mucho aplomo.

– Antes, en las familias había más respeto y miramiento y aseo. Mi prima Georgina, a la que usted conoce bien conocida, mató a su primer marido con un cocimiento de la flor de San Diego o yerba belida y mantuvo a raya a su segundo purgándolo todos los sábados con olivillas, que no son olivas, cuidado, que son otra cosa. Alcánceme la pata de palo, por favor, está en el perchero, que quiero coger un poco de tabaco. Gracias. Mi prima Adela, que es hermana de Georgina, se pasa la vida mascando yerba de cura y semillas de alharma, que por aquí no se da, yo le traje una lata hace ya años y ahora la cultiva ella en unos tiestos, las hojas del ombiel parecen bolsas vacías, o sea, bolsas de los cojones vacías, tienen mucho misterio. La madre de mis primas, bueno, mi tía Micaela, que era hermana de mi madre, me la meneaba todas las noches en un rincón de la lareira, mientras el abuelo contaba lo del desastre de Cavite. Antes, en las familias, había más unión y comedimiento.

Moncho Preguizas, en el archipiélago de las Cáticas, donde estaba la desaparecida isla de New Titanic, descubrió un pájaro en forma de rosita albardera, con piel en vez de plumas, con piel de color verde brillante, al que los indígenas llamaban jesusito curado, nunca supo por qué, y usaban para mandar mensajes a las amantes, las esposas no servían y las novias tampoco, sólo las amantes. Moncho Preguizas se trajo un casal de estos pajaritos para el país, pero se le murieron por el camino, no aguantaron la navegación por el mar Rojo.

Las parvas hacen las licencias mejor que los parvos porque no se distraen. Catuxa Bainte es parva, ya es sabido, si no no le llamarían la parva de Martiñá, pero con el carallo en su sitio se bambolea con mucho fundamento.

– ¿Y usted cómo lo sabe?

– ¿Y a usted qué le importa?

Llueve sin misericordia alguna, a lo mejor llueve con mucha misericordia, sobre el mundo que queda de la borrada raya del monte para acá, lo que pasa más allá no se sabe y tampoco importa. Orvalla sobre la tierra que suena como la carne creciendo, o una flor creciendo, y por el aire va un ánima en pena pidiendo asilo en cualquier corazón. Tú te acuestas con una mujer y cuando pare un hijo, a lo mejor es una hija que se te escapa dentro de quince años con un leonés vagabundo, sigue lloviendo sobre el monte como si tal. Estamos en la mitad de todo, el principio es la mitad de todo, y nadie sabe lo que falta para el fin. Dos perros acaban de amarse bajo la lluvia y ahora esperan, mirando uno hacia el este y otro hacia el oeste, a que la sangre del organismo vuelva a su ser.

– ¡Mira tú que si tuvieras trabones, como Wilde!

– No seas descarada, Moncha.

La señorita Ramona, de postre del sobresalto, se toma una onza de chocolate.

– Dios te lo pague, Raimundiño, me has hecho muy feliz.

La señorita Ramona se queda unos instantes pensativa y después ríe.

– ¡Mira tú que si la pichola tuviera cuatro marchas, como los autos!

– No seas descarada, Moncha.

La señorita Ramona, la melena suelta y las tetas al aire y un poco caídas, mira para su primo Raimundo que, sentado en la mecedora, lía un pitillo.

– ¡No, tonto! Las mujeres desnudas podemos hablar lo que nos dé la gana; lo que se dice en la cama, no cuenta. ¡Ya callaré cuando me vista!

A Marcos Albite Muradas le faltan las dos piernas y vive en un cajón con cuatro ruedas, pintado de naranja; en la proa lleva una estrellita verde de cinco puntas y sus iniciales, M.A.M., dibujadas con tachuelas de color de oro. A Marcos Albite le mordió un raposo rabiado en las piernas, después le dio un paralís, más tarde se le volvieron podres y al final se las hubieron de cortar a cercén, todo por este orden. Marcos Albite tiene cara de estar muy harto, el aburrimiento harta a cualquiera y la desgracia también. Marcos Albite tiene la voz opaca y salmodiadora, cuando habla parece un pandero hendido.

– Mire usted, yo le estuve loco nueve años, durante nueve años perdí la memoria, el entendimiento y la voluntad, también la libertad. En esos nueve años se murieron mi madre, mi mujer y mi hijo, uno detrás de otro; las piernas me las cortaron después. Mi madre se ahorcó en el desván, a mi mujer la mató un mercancías y mi hijo murió de garrotillo, quizá hubiera podido salvarse con suerte y algo de dinero…, yo no me enteré de nada porque a los locos no hay por qué explicarles nada, con ser locos ya cumplen.