No podía creer lo que veía.
– Yo te quise primero que ella -protestó, mirándolo ansiosamente-. ¿Quién te acompañó a fotografiar? Creía que congeniábamos, por eso vine. Nunca se me ocurrió que te ibas a enojar.
Pensó que Julia, en su llanto, no hacía muecas y que le gustaría fotografiar esa cara tan linda, empapada en lágrimas. Le dijo que era muy linda. Julia contestó:
– Entonces besame.
XXX
Descansaron un rato, en silencio; después conversaron. Julia le confesó que a la tarde, cuando él se asomó, don Juan le pegaba.
– Vio que yo sacaba de la mesa de luz la llave que le diste a mi hermana.
– ¿No quería que vinieras?
– Quería que viniera Griselda. No vayas a creer que le divierte mucho que su hijita preferida ande con hombres, pero no pierde la esperanza de que por vos olvide a Raúl. ¿Todavía no descubriste cuál es el juego que le gusta más a mi padre?
– Nunca pensé en eso.
– Sos una buena persona. A mi padre le gusta manejar a los otros, sin que sepan que los maneja ni para qué.
– ¿Quién es Raúl?
– El marido, o ex, de Griselda. Ella se largó a Brandsen para verlo, con el pretexto de que no paga lo que el juez ordenó. La pura verdad, por otra parte.
– ¿Lo quiere?
– No sé si lo quiere o si quiere impedir que yo vuelva a él. Yo tendría que estar loca.
– ¿Que vuelvas a él?
– Era mi novio o como quieras llamarlo. Me lo sacó Griselda. Por suerte. El tipo no vale nada. Lo más lindo es que mi padre dice que yo le saco los hombres a mi hermana. Ahora me voy, porque me cansé de hablar susurrando.
– No te vayas todavía.
– Tengo que irme. Te dije en broma lo de hablar susurrando, aunque en verdad es cansador. Tengo que irme porque no puedo llegar tan tarde.
– Te acompaño.
Lo besó y le dijo:
– No te levantes. Quedate bien tapado, que hace frío. Me voy sola. Te aseguro que no es necesario que me acompañes hasta casa.
La acompañó y, cuando llegaron a la otra pensión, quiso entrar, para llevarla hasta el cuarto. Julia dijo:
– Mejor que ahora te vayas.
Un poco en broma, un poco en serio, agregó que él era muy valiente.
– ¿Por qué?
– ¿Cómo, por qué? Estabas dispuesto a ir conmigo hasta la propia boca del lobo.
No aclaró si el lobo era Griselda o don Juan.
En el trayecto de vuelta le pareció ver, a lo lejos, en una esquina, a Mascardi. Almanza lo saludó con la mano. El otro, fuera quien fuera, se perdió en la oscuridad.
Al entrar en la pensión oyó una severa voz inconfundible.
– Joven Almanza.
– ¿Doña Carmen?
Desde su ventanita (un rectángulo iluminado en la pared oscura) la patrona muy pintada y con la cabeza envuelta en un mantón negro, de flores rojas, hizo un mohín que pretendía ser pícaro, pero que traslucía irritación. Exclamó:
– Cuántas idas y venidas. Cuántas vueltas y revueltas. ¡Qué horas!
– Tiene razón, doña Carmen. Ha de ser tarde.
Se deslizó a su cuarto, y no se acordó de retirar el biombo, para ver si Mascardi estaba. Tenía sueño. Se aflojó el cuello, se tumbó en la cama.
XXXI
Se levantó a la hora de siempre. Cuando se acordó, apartó el biombo. Mascardi no estaba. El desorden de sábanas y mantas parecía indicar que durmió ahí. Al pasar al salón oyó:
– ¿Gusta un mate?
Le hacía la pregunta la señora del inspector de estaciones de servicio. Con ella mateaba una muchacha, de grandes ojos y largas trenzas, relucientemente oscuras. Tardó un instante en contestar, porque se admiró ante la desconocida. Así encuadrada en el alto respaldo del sillón de mimbre, la veía como si ya la tuviera en una foto. Una postal, quizá.
– No se moleste, señora -contestó.
– No es molestia -dijo la señora Elvira y le pasó el mate.
Tras una chupada comentó:
– Está muy bueno, señora.
– Algunos dicen que tengo buena mano para cebar.
Almanza recordó que el viejo Gentile siempre comentaba que sería una gran idea preparar una colección de postales para las fiestas de fin de año. Cuidando las palabras dijo:
– Agradecido. También le voy a agradecer a la señora, si le pide a la niña que me pose para un retrato.
– Le prevengo, Almanza, que la niña es licenciada en ciencias políticas.
– Socióloga, tanto da -terció la desconocida.
– ¿Te fijaste, Zulema? -observó la señora-. Todos son iguales. Hasta los artistas. Ven la belleza de la juventud y que las demás revienten.
– Te prometo que me gustaría ser tan linda como vos -dijo Zulema.
– Y a mí, tan buena como vos -dijo riendo Elvira.
– Las dos son lindas -se apuró a decir Almanza.
– Y usted me gusta más cuando es franco -dijo Elvira-. Creo que para ver la belleza de la madurez le falta un poco de imaginación y de refinamiento.
– No estoy seguro de entender -contestó Almanza-. ¿Puedo fotografiarlas?
– Ya habrá ocasión de fotografías y de lo que se le ocurra. La licenciada llegó hace poco y la tenemos para rato.
Caminó hasta el bar de la otra cuadra, se sentó en la mesa donde Mascardi leía el diario y pidió mate cocido y pan.
– ¿Con manteca y dulce? -preguntó el mozo.
– Pan solo, pero abundante, por favor.
– ¿Midiendo los gastos? -preguntó Mascardi.
– No es para menos.
– ¿Y realmente creés que si pidieras un café con leche completo, como la gente, serías un derrochón?
– No, pero me gusta el mate cocido con pan. Cuando trabajaba en el campo, nos desayunábamos con mate cocido y galleta. También me gusta.
– Sufrido, el joven.
Después de un rato comentó Almanza:
– Te vi anoche.
– Yo también te vi -contestó Mascardi.
– ¿Por qué me espiabas?
– No te espiaba. Me di una vuelta, entre las dos pensiones, por si te preparaban una trampa.
– Jugando a los detectives. ¿No te habrás vuelto loco?
– Sabía que te ibas a enojar. Sé, también, que tu suegro no es trigo limpio. Para sus antiguos patrones, los propietarios de un campo en el partido de la Magdalena, es un grandísimo bribón.
– Eso no prueba nada. Los propietarios nunca hablan bien del mayordomo que se fue.
– En Brandsen tuvo pleitos. Uno con un lindero, que de puro bueno le cedió paso por el campo. Y don Juan lo acusó de haber corrido alambrado para quedarse con hectáreas de su pertenencia y otras falsía.
– Te voy a pedir muy en serio que no sigas tus averiguaciones.
– Es mi trabajo.
– Lo sé, pero te pido que dejes en paz a los Lombardo. No quiero que por mi culpa te pongas a ventilar sus secretos.
– De acuerdo. ¿Puedo hacerte una última pregunta, antes de abandonar el tema?
– Claro.
– ¿Supiste por qué se fue el hijo?
– ¿Ventura? Don Juan me contó.
– ¿También te contó que el hijo tenía miedo que lo matara para cobrar el seguro? Todo Brandsen lo sabe.
– Si me mata a mí no podrá cobrar el seguro.
– Me das la idea. Francamente, no se me había ocurrido.
Pagaron y salieron. Antes de tomar cada cual su camino Almanza dijo:
– Echás las cosas a la broma, pero yo te hablo en serio. Por favor, dejá en paz a los Lombardo y no me sigas.
– Está bien.
– No sé qué pasa últimamente. Es muy cansador. Todos quieren cuidarme. Antes no era así.
– Antes no habían aparecido… Ya me olvidaba de la promesa. Hasta luego. Si no me apuro, llego tarde al trabajo.