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El taller era un galpón de chapas situado en la calle Vidal, a pocas cuadras del parque Saavedra. Como decía la señora de Lambruschini, en verano el local era una fiebre, y sobre el frío que hacía en invierno, con todas las chapas como una sola escarcha, no había para qué insistir. Sin embargo, los obreros nunca se iban del taller de Lambruschini. No hay duda que tenían razón los clientes: en el taller nadie se mataba trabajando. Lo que más le gustaba al patrón era sentarse a tomar unos mates o un café, según las horas, y dejar que los muchachos hablaran. Yo creo que lo estimaban por eso. No era una de esas personas cansadoras, que siempre tienen algo que decir. Lambruschini escarbaba con la bombilla en el mate y con la cara benévola y roja, con los ojos vidriosos, con la nariz como una enorme frambuesa, escuchaba. Cuando había un silencio preguntaba distraídamente: «¿Qué otra noticia?». Parecía temer que por falta de tema lo obligaran a volver al trabajo o a cansarse hablando. Eso sí, cuando se acordaba de la casa de sus padres o de las vendimias en Italia o de su aprendizaje en el taller de Viglione, cuando ayudó a preparar el primer Hudson de Riganti, el hombre parecía otro. Entonces hablaba y gesticulaba durante un rato. Los muchachos se aburrían en esos momentos, pero se lo perdonaban, porque pasaban pronto. Gauna simulaba aburrirse, y alguna vez se había preguntado qué había de aburrido en las descripciones de Lambruschini.

Ese día Gauna llegó a la una y buscó al patrón, para pedirle disculpas por el retraso. Lo encontró sentado en cuclillas, tomando un café. Cuando Gauna iba a hablar, Lambruschini le dijo:

– Lo que te perdiste esta mañana. Vino un cliente con un Stutz. Quiere que se lo preparemos para el Nacional.

No logró interesarse en la noticia. Todo, esa tarde, le desagradaba.

Dejó el trabajo poco antes de las cinco. Se enjuagó las manos y los brazos con un poco de nafta; después, con un pedazo de jabón amarillo, se lavó las manos, los pies, el cuello y la cara; frente a un fragmento de espejo, se peinó con mucho cuidado. Mientras se vestía, pensaba que lavarse, con ese tachito de agua fría, le había hecho bien. Iría en seguida al Platense y hablaría con los muchachos. Bruscamente, se sintió muy cansado. Ya no le interesaba lo que había ocurrido la noche anterior. Quería irse a su casa a dormir.

VIII

Entró en el salón del café Platense, notable por los globos de cristal que lo iluminaban, colgados de largos cordones cubiertos de moscas. Los muchachos no estaban ahí. Los encontró en los billares. Cuando Gauna abrió la puerta, el Gomina Maidana se preparaba para hacer una carambola. Estaba vestido con un traje casi violeta, muy abrochado, y tenía atado al cuello un abundante y espumoso pañuelo blanco, de seda. Un señor de cierta edad, trajeado de luto y conocido como la Gata Negra, se disponía a escribir algo en el pizarrón. Maidana debió de dar el tacazo con algún apresuramiento, pues, aunque la carambola era fácil, erró. Todos se rieron. Gauna creyó advertir una indefinida hostilidad general. Maidana recuperó la calma. Se disculpó:

– El gran campeón tiene pulso obediente, pero celoso.

Gauna oyó este comentario de Pegoraro:

– ¿Qué quieren? Aparece de pronto el santo…

– ¿Santo? -Gauna contestó sin enojarse-. Lo bastante para darte la extremaunción.

Previó que averiguar los hechos de la noche anterior no sería tan fácil como había supuesto. No tenía muchas ganas de hacer averiguaciones, ni mucha curiosidad.

Todos miraban la jugada y, de improviso, él había entrado. Aunque el sobresalto era explicable, Gauna se preguntó si cuando supiera lo que había ocurrido la noche anterior, la explicación no cambiaría.

Si quería que los muchachos le dijeran algo tenía que ser muy cauteloso. Ahora no debía irse ni debía preguntar nada. Debía estar, simplemente. Como las enfermedades curables, solamente podía solucionarse esta situación por una cura de tiempo. Tenía un vívida conciencia de no participar en la conversación. Por primera vez le pasaba eso con los muchachos. O, por primera vez, advertía que le pasaba eso. «Hasta las siete no me iré», se dijo. Era un testigo, pero un testigo sin nada que atestiguar. Siguió pensando: «Hasta las ocho no cierra Massantonio. Iré a verlo cuando cierre. No me iré a las siete, sino a las ocho menos cuarto». Tuvo un secreto placer en contrariarse. Más placer en contrariarse que en esa inesperada ocupación de espiar a sus amigos.

IX

Como la cortina metálica de la peluquería ya estaba cerrada, entró por la puerta lateral. Hacia el fondo se veía un patio de tierra, vasto y abandonado, con un álamo y una tapia de ladrillos, sin revocar. Oscurecía.

Abrió la puerta cancel y llamó. La criadita del dueño de casa (el señor Lupano, que le alquilaba el local a Massantonio) le dijo que esperara un momento. Gauna vio un dormitorio, con una cama de nogal enchapado, con una colcha celeste y con una muñeca negra de celuloide, con un ropero, de igual madera que la cama, en cuyo espejo se repetía la muñeca y la colcha, y con tres sillas. La muchacha no regresaba. Gauna oyó un ruido de latas, hacia el fondo del patio. Dio un paso hacia atrás y miró. Un hombre trasponía la tapia.

Al rato volvió a llamar. La muchacha preguntó si el señor Massantonio no lo había atendido todavía.

– No -dijo Gauna.

La muchacha fue a llamarlo de nuevo. Al rato volvió.

– Ahora no lo encuentro -dijo con naturalidad.

X

Esa noche no se reunían con Valerga. A pesar del cansancio, pensó visitarlo. Reflexionó, después, que no debía hacer nada anormal, que no debía llamar la atención, si quería que lo ayudaran a dilucidar el misterio de los lagos.

El miércoles, una voz femenina y desconocida, lo llamó al taller, por teléfono. Lo citó para esa tarde, a las ocho y media, cerca de unas quintas que hay en la Avenida del Tejar, a la altura de Valdenegro. Gauna se preguntó si se encontraría con la muchacha de la otra noche; en seguida, creyó que no. No sabía si ir o no ir.

A las nueve todavía estaba solo en el despoblado. Volvió a su casa, a comer.

El jueves era el día que se reunían con Valerga. Cuando llegó al Platense, ya estaban el doctor y los muchachos. El doctor lo saludó con afabilidad, pero después no se ocupó de él; en verdad no se ocupó de nadie, salvo de Antúnez. Le habían llegado noticias de que Antúnez era un cantor famoso y se mostraba dolido (en broma, sin duda) de que no lo hubiera juzgado digno a «este pobre viejo» de escucharlo. Antúnez estaba muy nervioso, muy halagado, muy asustado. No quería cantar. Prefería no darse el gusto de cantar a exponerse ante el doctor. Este insistía tesoneramente. Cuando por fin, después de muchas persuasiones y disculpas, trémulo de vergüenza y de esperanza, Antúnez empezó a aclarar la garganta, Valerga dijo:

– Voy a contarles lo que me pasó una vez con un cantor.

La historia fue larga, interesó a casi todos los presentes y Antúnez quedó olvidado. Gauna pensó que si las cosas no se producían naturalmente, no debía consultar su asunto con el doctor.