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Alcanzó las últimas escenas de una vista de Harrison Ford y de Marie Prévost; lo hicieron reír mucho y lo dejaron contento. Después de un entreacto ocupado especialmente por carreras de chicos e idas y venidas del chocolatinero, empezó El amor nunca muere. Era una larga historia de amor sentimental, que seguía más allá de la muerte, con hermosas muchachas y con jóvenes desinteresados y nobles, que envejecían ante el espectador y se congregaban, hacia el final, blanquecinos, ojerosos, y encorvados sobre bastones, en un cementerio nevado. Había gente demasiado buena, gente demasiado mala y como un ensañamiento del infortunio. Gauna salió con una sensación de recogimiento y de repugnancia que, ni siquiera el regreso al mundo de afuera y la aspiración del aire de la noche, atenuaron. Con vergüenza comprobó que estaba asustado. Le parecía que todo, repentinamente, se había contaminado de penas y de infelicidades y que no podía esperarse nada bueno. Trató de cantar Adiós, muchachos.

Cuando llegó a su casa, Larsen estaba por salir. Fueron a comer juntos a ese restaurant de guardas de tranvía, que hay en la calle Vilela. Como siempre, don Pedro, el viejo camionero francés, al sentarse pesadamente a su mesa, gritó:

– Un fricandeau con huevos.

Como siempre, desde el mostrador, el patrón averiguó:

– ¿Con agua o con soda, don Pedro?

Y como siempre, con voz aguardentosa y entonación de mozo de restaurant, don Pedro contestó:

– Con vino.

Esa noche estaban sin tema y Gauna se puso a hablar de Clara. Larsen casi no contestaba; Gauna sentía la omisión y tratando de propiciar a su amigo, se prodigaba en explicaciones, en distinciones y en justificaciones. Quería darle una buena impresión de Clara, pero temía parecer enamorado y subyugado; entonces hablaba mal de la muchacha y veía con disgusto que Larsen movía la cabeza y asentía. Habló mucho y habló solo, y al final se sintió asqueado y deprimido, como si lo abandonara un frenesí que después de impulsarlo a vituperar a Clara, a desconcertar a su amigo y a manifestarse él mismo como un desequilibrado y como un tonto, lo dejara vacío y exhausto.

XXI

Cuando llegaba a casa de Nadín, apareció Clara con el vestido celeste y con un sombrerito lila. El turco abrió la puerta. Anunció:

– Son los primeros en llegar -las enormes cejas negras formaban ángulo hacia arriba; sonreía con muchas arrugas, con muchos lunares, con labios rojos y húmedos-. Ni siquiera mi señor Blastein ha venido. Pero no se queden aquí, en el pasillo, parados, incómodos. Pasen al galponcito. Ustedes conocen el camino. Yo tengo que descocarme la cabeza con un receptor de galena, que no funciona.

Como si de pronto hubiera recordado algo de vital importancia, por ejemplo, de precaverlos contra un peligro, Nadín se volvió y preguntó:

– ¿Qué me dicen del calor?

– Nada -contestó Gauna.

– Yo tampoco sé qué pensar. Es para volverse loco. Bueno, no los detengo. Sigan, sigan. Yo me regreso a mi piedra de galena.

Clara pasó adelante. Gauna, en silencio, pensaba: le conozco todos los vestidos. El negro, el floreado, el celeste. Le conozco una expresión de asombro en los ojos, cuando se le ponen muy serios e infantiles; el lunar en el dedo mayor, tapado por el oro del anillo, y la forma y la blancura de la nuca en el nacimiento del pelo. Clara dijo:

– Hay olor a turco.

Llegaron al galpón. Clara tuvo alguna dificultad en abrir la puerta. Gauna la miraba. Había algo muy noble en ese rostro de muchacha, estudiando el pesado picaporte, expresando una sincera concentración reflexiva. Ahora Clara se mordía el labio, empujaba el picaporte con las dos manos, se ayudaba con una rodilla, conseguía abrir. El esfuerzo le había esparcido por la cara un leve rubor. Gauna la miraba, inmóvil. «Pobre chica», se dijo, y sintió una inesperada ternura, una compasión que lo impulsaba a acariciarle la cabeza.

Recordó el tiempo en que apenas la conocía de vista. Nunca imaginó que iban a quererse. Clara salía con muchachos del centro, que pasaban a buscarla en automóviles. Siempre había sentido que no podía competir con ellos; pertenecían a otro mundo, ignorado y sin duda odioso; tratándola se hubiera puesto en ridículo, hubiera sufrido. Clara le había parecido una muchacha codiciable, lejana y prestigiosa, tal vez la más importante del barrio, pero fuera del alcance. Ni siquiera había tenido que renunciar a ella; nunca se atrevió a anhelarla. Ahora la tenía ahí: admirable como un animalito o como una flor o como un objeto pequeño y perfecto, que debía cuidar, que era suyo.

Entraron, Clara encendió la luz. Colgada de una pared había una enorme tela apergaminada, con dos máscaras dibujadas con líneas doradas, que tenían la boca desmesuradamente abierta. Indicando la tela, Gauna preguntó:

– ¿Qué es eso?

– El nuevo telón -respondió Clara-. Lo ha pintado un amigo de Blastein. Esas bocas tan abiertas ¿no te dan náuseas?

Gauna no sabía qué contestar. A él, esas bocas no le daban náuseas ni le sugerían nada. De pronto se preguntó si la frase que le parecía inconsistente no se explicaría por la urgencia, que todos hemos conocido en algún momento, de decir algo. La muchacha estaba nerviosa; él creyó descubrir un tenue temblor en las manos. Pensó con asombro: ¿Será posible que yo la intimide? ¿Será posible que yo intimide a alguien? Volvió a encontrarse enternecido con Clara; la veía como a un chiquilín desamparado, que necesitara su protección. Clara estaba hablando.

Después de un instante, Gauna oyó las palabras. Clara había dicho:

– No tengo ninguna tía Marcela.

Todavía distraído, todavía sin comprender, Gauna sonreía. La muchacha insistió:

– No tengo ninguna tía Marcela.

Todavía sonriendo, Gauna preguntó:

– Entonces, ¿con quién saliste ayer?

– Con Alex -contestó Clara.

El nombre no tenía connotación alguna en la mente de Gauna. Clara continuó:

– Me había invitado para salir ayer a la tarde. Le dije que no, porque nunca tuve intención de salir con él. Vos llamaste y comprendí que íbamos a caminar como siempre o que nos meteríamos en un cine. Realmente no podía más y me dio ganas de salir con el otro. Te dije que me hablaras diez minutos después, para tener tiempo de llamarlo y preguntarle si todavía quería salir. Me dijo que sí.

Gauna preguntó:

– ¿Con quién saliste?

– Con Alex -repitió Clara-. Con Alex. Alex Baumgarten.

Gauna no sabía si levantarse y darle una bofetada. Seguía sentado, sonriendo, en actitud impasible. Había que mantener esa perfecta y sobre todo aparente impasibilidad, porque la confusión aumentaba. Si no tenía mucho cuidado, podía suceder cualquier cosa; podría desmayarse o ponerse a llorar. Hacía tal vez demasiado tiempo que estaba callado. Había que decir algo. Cuando habló, no le preocupó el sentido de sus palabras, sino la posibilidad de pronunciarlas. Dijo lo primero que se le ocurrió. Dijo:

– ¿Esta noche salís de nuevo con él?

Vio que la muchacha sonreía. Movía negativamente la cabeza.

– No -aseguró Clara-. Nunca más voy a salir con él. -Y después de un momento, con un sutil cambio de tono, que señalaba, acaso, que ya no se refería a Baumgarten-: No me gustó.

Como el durmiente que oye, primero con vaguedad y después casi despierto, las voces de las personas que lo rodean, oyó las raudas exclamaciones, las risas y los gritos de Blastein, de la Turquita Nadín y de los actores. Los recién llegados, deteniéndose un poco, los palmearon y saludaron. Gauna mientras tanto sonreía, sintiendo (lo que nunca le pasaba) que él era el centro de la escena. Deseaba que esas personas se alejaran; temía que le preguntaran si estaba enfermo o si le pasaba algo. Blastein exclamó:

– Es tarde. El mismo Gauna, con la sonrisita sobradora, está impaciente. Hay que prepararse para el ensayo.