– Bien -me dice, ignorando el aplauso cuando persiste demasiado tiempo-, pues aquí lo tienes.
Observo la transformación del club. El trabajo que Gil ha estado haciendo, los recados y los planes y las conversaciones con los floristas y los encargados de la comida, de repente deja de ser una mera excusa para irse del dormitorio cuando las cosas van mal. Todo es distinto. Las sillas y las mesas que había han desaparecido; en su lugar, las esquinas del vestíbulo principal han quedado redondeadas por mesas de cuarto de círculo cubiertas por manteles de color verde oscuro y engalanadas con vajillas chinas repletas de comida. Detrás de cada mesa, igual que detrás de la barra que tenemos a mano derecha, hay un camarero de guantes blancos. Por todas partes hay arreglos florales; en ninguno de ellos se ve una pizca de color. Sólo hay lirios blancos y orquídeas negras y variedades que nunca he visto. En medio de esta tormenta de esmóquines y vestidos negros es posible incluso pasar por alto el roble marrón de las paredes.
– ¿Señor? -Dice un camarero vestido con corbata blanca que ha aparecido de la nada llevando una bandeja de canapés y trufas-. Cordero -dice, señalando los primeros- y chocolate blanco -dice al señalar las segundas.
– Pruébalos -dice Gil.
Lo hago, y todo el hambre del día, las comidas que me he saltado y las fantasías de la comida de hospital, regresan en un instante. Cuando pasa otro hombre con una bandeja de copas de champán, me sirvo de nuevo. Las burbujas se me suben a la cabeza, y me ayudan a evitar que mis pensamientos se concentren en Paul.
En ese instante un cuarteto musical empieza a sonar desde la antecámara del comedor, un lugar donde sólo había sillones desgastados. En la esquina hay un piano y una batería, y queda espacio suficiente entre ellos para un bajo y una guitarra eléctrica. Por ahora tocan clásicos de Rythm amp; Blues, pero sé que más tarde, si Gil se sale con la suya, habrá jazz.
– Vuelvo enseguida -dice, y de repente me deja solo y se dirige a la escalera. En cada escalón lo detiene un miembro del club para decirle algo amable, para sonreír y estrecharle la mano, a veces para abrazarlo. Veo a Donald Morgan ponerle en la espalda una mano cuidadosa al cruzarse con él: la enhorabuena fácil y sincera del hombre que quisiera ser rey. Las chicas de tercero, ya un poco bebidas, miran a Gil con ojos empañados, poniéndose sentimentales acerca de la pérdida del club, que es su propia pérdida. Me doy cuenta de que Gil es el héroe de esta noche, el anfitrión y a la vez el invitado de honor. Adonde quiera que vaya, tendrá compañía. Sin embargo, caminando así, sin nadie a su lado -sin Brooks, sin Anna, sin ninguno de nosotros-, ya ha comenzado de alguna manera a verse solo.
– ¡Tom! -suena una voz a mis espaldas.
Me doy la vuelta, y el aire converge en una sola fragancia, que debe ser la que usaban la madre de Gil y la novia de Charlie, porque tiene el mismo efecto sobre mí. Si antes pensaba que Katie me gustaba más cuando veía sus defectos, con el pelo cogido y la camisa por fuera, estaba muy equivocado. Pues aquí está ella, vestida con un traje negro, con el pelo suelto, toda clavículas y senos: es el momento de mi perdición.
– Guau.
Me pone una mano en la solapa y quita una escama de polvo que resulta ser nieve, un copo que ha sobrevivido en este calor.
– Lo mismo te digo -responde.
Hay algo maravilloso en su voz, cierta bienvenida soltura.
– ¿Dónde está Gil? -pregunta.
– Arriba.
Coge dos copas de champán de una bandeja pasajera.
– Salud -dice, dándome una-. ¿Y quién se supone que eres?
Vacilo un instante. No sé bien a qué se refiere.
– Tu disfraz. ¿De qué te has disfrazado?
Ahora reaparece Gil.
– Hola -dice Katie-. Cuánto tiempo sin verte.
Gil nos evalúa y sonríe como un padre orgulloso.
– Estáis guapísimos.
Katie ríe.
– ¿Y de qué te has disfrazado tú? -pregunta.
Con una fioritura, Gil se echa la chaqueta hacia atrás. Ahora veo qué es lo que ha subido a buscar. Allí, colgando entre el flanco izquierdo de su cintura y su cadera derecha, hay un cinturón de cuero negro. Sobre el cinturón hay una cartuchera de cuero; en la cartuchera, una pistola con el mango de marfil.
– Aaron Burr -dice-. Clase de 1772
– Muy llamativo -dice Katie, mirando la culata nacarada de la pistola.
– ¿Quién? -le espeto.
Gil parece desencantado.
– Mi disfraz. Burr mató a Hamilton en un duelo.
Me pone una mano en la espalda y me conduce al descansillo que hay entre la planta baja y la primera planta.
– ¿Ves los pins que Jamie Ness lleva en la solapa? -Señala a un estudiante de cuarto que lleva una pajarita adornada con claves de sol y de fa. Sobre la solapa izquierda veo un óvalo marrón; sobre la derecha, un punto negro-. Eso es un balón de fútbol, y eso, un disco de hockey. Es Hobey Baker, miembro del Ivy en 1914. El único hombre que ha entrado jamás en los Salones de la Fama de fútbol y de hockey. Aquí en Princeton, Hobey formaba parte de un grupo de canto. Por eso Jamie lleva notas musicales en la pajarita.
Ahora señala a un estudiante de cuarto pelirrojo y alto.
– Chris Bentham. El que está al lado de Doug. Es James Madison, clase de 1771. Se sabe por los botones de la camisa. El botón superior es el sello de Princeton, porque Madison fue el primer presidente de la asociación de alumnos. Y el cuarto botón es una bandera de Estados Unidos.
Hay algo mecánico en su voz, las inflexiones de un guía turístico, como si leyera un guión que llevara en la cabeza.
– Invéntate un disfraz -interviene Katie, uniéndose a nosotros desde el pie de la escalera. La miro desde arriba, y el ángulo me permite apreciar de otra manera su vestido.
– Escuchad -dice Gil, mirando al fondo-, tengo que ir a encargarme de algo. ¿Podréis quedaros solos un par de segundos?
Junto a la barra está Brooks, señalando con el dedo a un camarero con guantes blancos que está apoyado con todo su peso contra la pared.
– Uno de los camareros está borracho -dice Gil.
– No te preocupes por nosotros -le digo, y me doy cuenta de lo delgado que se le ve el cuello a Katie desde esta altura: es el tallo de un girasol.
– Si necesitáis algo -añade-, decídmelo.
Comenzamos a bajar juntos. La banda toca Duke Ellington, las copas de champán tintinean, y el pintalabios de Katie tiene un brillo rojo intenso, del color de un beso.
– ¿Quieres bailar? -le digo mientras bajo del rellano.
Listen… rails a-thrumming… on the «A» train.
Katie sonríe y me coge de la mano.
Al llegar al pie de la escalera, Gil y yo separamos nuestros caminos.
Capítulo 26
La pista de baile está cinco grados más caliente que el resto del club: hay parejas apretujadas mezclándose y girando, un cinturón de asteroides de bailarines de balada, pero de inmediato me siento cómodo. Desde la noche en que nos conocimos en el Ivy, Katie y yo hemos bailado muchas músicas distintas. Cada fin de semana en Prospect Avenue los clubes contratan grupos que satisfagan todos los gustos, y en sólo unos meses ya hemos probado los bailes de salón, la música latina y todo lo que hay entre ambas cosas. Después de nueve años de bailar claque, Katie tiene más gracia y elegancia que tres bailarines juntos, lo que quiere decir que nuestro promedio es igual al de la pareja vecina. Aun así, yo, como obra de caridad de esta mujer, he llegado bastante lejos. Poco a poco vamos sucumbiendo al champán, y cuanto más bailamos, más osados nos volvemos. Logro dejarla caer en mis brazos sin caerme yo mismo encima de ella; ella logra dar vueltas, agarrada de mi brazo bueno y sin dislocar nada; pronto, nos volvemos un peligro público sobre la pista de baile.
– Ya he decidido quién soy -le digo, tirando de ella hacia mí.