– Encuentra obras maestras -continúa Paul-. Obras que nadie ha visto en cientos de años. Títulos que nadie sabía que existían. El Eudemo, el Protréptico y el Grillo de Aristóteles. Imitaciones grecorromanas de Miguel Ángel. Los cuarenta y dos volúmenes de Hermes Trismegisto, el profeta egipcio al que se cree más viejo que Moisés. Encuentra treinta y ocho obras de teatro de Sófocles, doce de Eurípides, veintitrés de Esquilo: hoy en día, todas ellas se consideran perdidas. En un solo monasterio alemán encuentra tratados filosóficos de Parménides, Empédocles y Demócrito, que durante años han sido puestos a buen recaudo por los monjes. Un enviado del Adriático encuentra obras de Apeles, el pintor de la antigüedad: el retrato de Alejandro, la Afrodita Anadiómena, la línea de Protogenes. Y Francesco está tan emocionado que ordena a su enviado comprarlas todas, aunque después resulten ser falsificaciones. Un bibliotecario de Constantinopla le vende los Oráculos caldeos a cambio del peso en plata de un cerdo pequeño, y a Francesco le parece una ganga, pues el autor del oráculo, Zoroastro el persa, es el único profeta conocido más antiguo que Hermes Trismegisto. Al final de la lista de Francesco, como si no tuvieran ninguna importancia, aparecen siete capítulos de Tácito y un libro de Livy. Casi se olvida de mencionar media docena de obras de Botticelli.
Paul mueve la cabeza imaginando todo aquello.
– En menos de dos años, Francesco Colonna llega a armar una de las mayores colecciones de arte y literatura antiguos del mundo renacentista. Permite la entrada en su círculo de dos marinos para que capitaneen sus barcos y transporten su carga. Emplea a los hijos de los miembros fiables de la Academia Romana para que protejan las caravanas que viajan por los caminos de Europa. Pone a prueba a los hombres sospechosos de traición, registrando cada uno de sus movimientos para poder después volver sobre sus huellas. Francesco sabía que sólo podía confiar su secreto a una minoría selecta, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para protegerlo.
Ahora comprendo plenamente la importancia de lo que mi padre y yo encontramos: un hilo suelto en la red de comunicaciones entre Colonna y sus asistentes, una red diseñada con el único propósito de proteger el secreto del noble.
– Tal vez Rodrigo y Donato no fueron los únicos que puso a prueba -sugiero-. Tal vez hay más cartas Belladonna.
– Es posible -dice Paul-. Y cuando Francesco hubo terminado, lo puso todo en un lugar donde nadie pensaría en buscar. Un lugar en el cual, según dice, su tesoro estará a salvo de sus enemigos.
Sé a qué se refiere aun antes de que lo mencione.
– Formula a los miembros de su familia una petición de acceso a las inmensas extensiones de tierra que poseen fuera de Roma, todo bajo el pretexto de una empresa que generará ganancias. Pero en vez de construir sobre el terreno, en medio de los bosques donde sus ancestros iban de cacería, Francesco diseña su cripta. Una gigantesca bóveda subterránea. Sólo cinco de sus hombres conocen su ubicación.
»Luego, a medida que se acerca el año de 1498, Francesco toma una decisión crucial. En Florencia, Savonarola parece más popular que nunca. Declara que el Martes de Carnaval construirá una hoguera aun más grande que la última. Francesco transcribe parte del discurso en la Hypnerotomachia. Dice que toda Italia está enfebrecida con esta nueva especie de locura religiosa… y teme por sus tesoros. Ya se ha gastado prácticamente la totalidad de su fortuna y con Savonarola afianzándose en la mente de Europa Occidental, siente que cada vez es más difícil transportar y esconder sus artículos. Así que recoge todo lo que ha coleccionado, lo pone en la cripta y la sella de forma permanente.
Poco a poco se me ocurre que uno de los detalles más raros del segundo mensaje empieza a tener sentido. Mí cripta, escribió Colonna, es un artilugio inigualable, impermeable a todas las cosas, sí, pero sobre todo al agua. Colonna mandó a hacer una cripta a prueba del agua, consciente de que de otra manera allí, bajo tierra, sus tesoros acabarían por pudrirse.
– Decide que días antes de que se encienda la hoguera -continúa Paul- viajará a Florencia. Irá a San Marcos. Y, en un intento final por defender su causa, se enfrentará a Savonarola. Apelando al amor del hombre por el saber, a su respeto por la belleza y la verdad, Francesco lo persuadirá de que retire de la hoguera los objetos de valor perdurable. Evitará que el predicador destruya lo que los humanistas consideran sagrado.
»Pero Francesco es realista. Tras escuchar los sermones de Savonarola, sabe lo fogoso que es el hombre, sabe qué fuerte es su convicción de que las hogueras están justificadas. Si Savonarola no se une a él, Francesco sabe que sólo tendrá una opción. Mostrará a Florencia lo bárbaro que es en realidad este profeta. Irá a la hoguera y retirará los objetos de la pirámide con sus propias manos. Si Savonarola intenta encender la hoguera de todas formas, Francesco morirá como mártir en la pira, delante de toda la ciudad. Obligará a Savonarola a convertirse en un asesino. Sólo esto, dice, hará que Florencia se enfrente al fanatismo, y con Florencia, el resto de Europa.
– Estaba dispuesto a morir por ello -digo, en parte para mí mismo.
– Estaba dispuesto a matar por ello -dice Paul-. Francesco tenía cinco buenos amigos humanistas en su fraternidad. Uno era Terragni, el arquitecto. Dos eran hermanos, Matteo y Cesare. Los otros dos eran Rodrigo y Donato, y murieron por traicionarlo. Francesco hubiera hecho cualquier cosa por proteger aquello en lo que creía.
El diminuto espacio del cubículo parece combarse en un instante; sus ángulos chocan entre sí como fragmentos de tiempo que se cruzan. Veo de nuevo a mi padre escribiendo el manuscrito de El documento Belladonna en la vieja máquina de escribir de su despacho. Sabía exactamente qué quería decir esa carta, pero ignoraba su contexto. Ahora, Paul ha encontrado el lugar que le corresponde. Aunque siento una satisfacción repentina, mientras Paul continúa con su relato también noto una creciente tristeza. Cuanto más oigo hablar de Francesco Colonna, más pienso en Paul trabajando en la Hypnerotomachia como un esclavo, igual que Colonna, cada uno en un extremo del hilo del tiempo, escritor y lector. Vincent Taft ha intentado envenenar a Paul y ponerlo en contra nuestra diciéndole que los amigos son inconstantes; pero cuanto más veo lo que Paul ha hecho por este libro -ha vivido en él años enteros con una actitud que yo sólo pude asumir durante meses-, mejor lo entiendo. Fue Francesco Colonna, tanto como cualquier otro hombre sobre la tierra, quien lo hizo dudar.
Capítulo 23
En los meses previos a su viaje a Florencia -dice Paul-, Francesco toma la única precaución que considera infalible. Decide escribir un libro. Un libro que revelará la ubicación de la cripta, pero sólo a unos pocos eruditos: no a los profanos y, sobre todo, tampoco a los fanáticos. Está convencido de que nadie podrá resolverlo, excepto un verdadero amante del conocimiento, alguien que tema a Savonarola tanto como él y que nunca permitiría que los tesoros fuesen quemados. Y sueña con un tiempo en que el humanismo reine de nuevo y la colección quede a salvo.
»Así que termina el libro y le pide a Terragni que lo haga enviar, de forma anónima, a Aldus. Fingiendo ser mecenas del libro, dice que solicitará a Aldus que lo mantenga en secreto. No se identificará como su autor para que nadie sospeche lo que el libro contiene.
»Luego, a medida que se acerca el Carnaval, Francesco recluta al arquitecto y a los dos hermanos, los únicos tres miembros restantes de su círculo de la Academia Romana, y viaja a Florencia. Se trata de hombres de principios, pero Francesco comprende lo difícil que es su tarea, de manera que insiste en que todos ellos hagan el juramento de morir en la Piazza della Signoria si es necesario.