Todo esto he llevado a cabo, lector, para proteger mi secreto, pero también para transmitírtelo, en el caso de que llegases a encontrar lo que he escrito. Resuelve dos acertijos más, sólo dos, y empezaré a revelarte la naturaleza de mi cripta.
A la mañana siguiente, Katie no me despertó para salir a correr. De hecho, el resto de esa semana lo pasé hablando con sus compañeras de habitación y con su contestador automático, pero nunca con ella en persona. Enceguecido por los progresos que estaba logrando con Paul, no vi cómo el paisaje de mi vida se estaba erosionando. A medida que la distancia entre nosotros crecía, se desvanecían los senderos en los que corríamos y los cafés matutinos. Katie ya no comía conmigo en el Cloister, pero apenas si me percaté de ello, porque yo mismo pasé varias semanas sin ir a comer allí: Paul y yo nos movíamos como ratas por los túneles que había entre Dod y el Ivy, evitando la luz del día, ignorando los sonidos de las pruebas a aspirantes que se llevaban a cabo sobre nuestras cabezas, comprando café y sandwiches envasados en las tiendas veinticuatro horas que había fuera del campus de manera que pudiéramos trabajar y comer según nuestros propios horarios.
Durante todo este tiempo, Katie estaba a tan sólo una planta de distancia, tratando de no morderse las uñas mientras se movía entre camarilla y camarilla, buscando el equilibrio adecuado entre firmeza y aquiescencia, de manera que los de último año la miraran con buenos ojos. Que en ese momento ella prefería que yo no interfiriera en su vida era una conclusión a la que había llegado desde casi el principio, otra excusa para pasar en compañía de Paul largos días hasta altas horas de la noche. Tan preocupado estuve con mis cosas, que no consideré la posibilidad de que Katie hubiera agradecido algo de compañía -una cara amiga a la cual acudir por las noches, un compañero para sus mañanas, que se volvían más oscuras y frías-, que tal vez hubiera esperado mi apoyo ahora que se enfrentaba a su primera encrucijada importante en Princeton. Nunca imaginé que las pruebas de entrada al club pudieran representar un reto para ella, una experiencia que ponía a prueba su tenacidad mucho más que su encanto. Me porté con ella como un extraño; nunca llegué a saber por qué cosas le tocó pasar durante esas noches en el Ivy.
La semana siguiente, Gil me dijo que el club la había aceptado. Se estaba preparando para una larga noche en la que tendría que dar las noticias, las buenas y las malas, a todos los candidatos. Parker Hassett le había puesto a Katie algunos obstáculos en el camino, la había convertido en objeto especial de su ira, tal vez por el hecho de que fuera una de las favoritas de Gil; pero incluso Parker acabó convencido al final. La ceremonia de presentación de los nuevos miembros tendría lugar la semana siguiente, después de las iniciaciones, y el baile anual del Ivy estaba programado para el fin de semana de Pascua. Gil hizo una lista tan cuidadosa de los acontecimientos, que me di cuenta de que me estaba tratando de decir algo. Ésta era mi oportunidad de arreglar las cosas con Katie. Ése era el calendario de mi rehabilitación.
Si así era, no fui mejor novio que Boy Scout. El amor, desviado de su objeto adecuado, había encontrado uno nuevo. En las semanas que siguieron, vi a Gil cada vez con menos frecuencia, y a Katie no la vi nunca. Me llegó el rumor de que había empezado a interesarse por un estudiante de cuarto, miembro del Ivy -una nueva versión de su viejo jugador de lacrosse-, que hacía el papel del hombre con el sombrero amarillo mientras yo hacía de George el Curioso. Pero para entonces Paul había descubierto otro acertijo, y ambos empezamos a preguntarnos qué secretos yacían en la cripta de Colonna. Un antiguo mantra, que había pasado tanto tiempo dormido, despertó de su sueño y se preparó para una nueva época de mi vida.
No hagas amigos, patea a los viejos. Sólo quiero plata, sólo quiero oro.
Capitulo 17
El sonido de un teléfono me despierta a plena luz del día. El reloj marca las nueve y media.
Salgo a trompicones de la cama y llego al inalámbrico antes de que Paul se despierte.
– ¿Estabas durmiendo? -es lo primero que dice Katie.
– Más o menos.
– No puedo creer que fuera Bill Stein.
– Ni yo. ¿Qué pasa?
– Estoy en la sala de redacción. ¿Puedes venir?
– ¿Ahora?
– ¿Estás ocupado?
Hay algo en su voz que no me gusta, un toque de distancia que estoy lo bastante despierto como para notar.
– Deja que me dé una ducha. Estaré allí en quince minutos.
Cuando Katie cuelga ya he comenzado a desvestirme.
Mientras me preparo, tengo en mente dos cosas: Stein y Katie. Aparecen y desaparecen en mis pensamientos como si alguien accionara un interruptor para confirmar que una bombilla funciona.
En la luz la veo a ella, pero en la oscuridad veo el patio de Dickinson como un lienzo cubierto de nieve, sumido en el silencio una vez la ambulancia se ha ido.
Me visto en el salón, tratando de no despertar a Paul. Mientras busco mi reloj me percato de algo: la habitación está más limpia que cuando me fui a la cama. Alguien ha arreglado las alfombras y vaciado los botes de basura. Mala señal: Charlie ha pasado la noche sin dormir.
En ese momento veo un mensaje escrito en el tablero: Tom:
No podía dormir. Me he ido al Ivy a trabajar un poco más. Llama cuando te despiertes.
P.
Al volver a la habitación, veo que la litera de Paul esta vacía. Al mirar de nuevo el tablero, veo los números que hay encima del texto: 2.15. Ha estado fuera toda la noche.
Levanto el auricular de nuevo. Antes de que pueda marcar el número del Salón Presidencial, oigo el tono del contestador.
«Viernes», dice la voz automática cuando presiono los dígitos. «Veintitrés horas, cincuenta y cuatro minutos.»
Lo que sigue es la llamada que no me encontró, la que debió de entrar mientras Paul y yo estábamos en el museo.
«Tom, soy Katie. Pausa. No sé muy bien dónde estás. Tal vez ya estás en camino. Karen y Trish quieren servir el pastel de aniversario, les he dicho que te esperen. Otra pausa. Bueno, supongo que te veré cuando llegues.»
El teléfono me arde en la mano. Allí, en su marco, la fotografía en blanco y negro que compré para el aniversario de Katie tiene un aspecto soso: parece más barata que ayer. Si me pidieran que nombrara a un fotógrafo que no fuera Ansel Adams o Mathew Brady, tendría que preguntarle a alguien. Nunca me he interesado lo suficiente en el pasatiempo de Katie para conocer sus gustos. Tras pensarlo dos veces, decido no llevar la foto.
De camino a la sede del Prince, acelero el paso. Katie me recibe en la entrada y me conduce al cuarto oscuro, cerrando y abriendo puertas a medida que avanzamos. Lleva puesto lo mismo que llevaba en Holder -una camiseta y un par de vaqueros- y el pelo cogido de manera descuidada, como si no esperara compañía. Lleva el cuello de la camiseta arrugado. Veo un collar de oro sobre su clavícula, y mis ojos se enredan después en un roto diminuto que hay sobre el muslo de sus vaqueros, a través del cual se asoma el blanco de su piel.
– Tom -dice, señalando a una chica que está sentada frente al ordenador de la esquina-, quiero presentarte a alguien. Sam Felton.
Sam sonríe como si me conociera. Lleva pantalones de hockey sobre hierba y una camiseta de manga larga que pone
SI EL PERIODISMO FUERA FÁCIL, NEWSWEEK LO PRACTICARÍA.
Después de buscar un botón en la micrograbadora que tiene al lado, se quita el auricular de la oreja.
– ¿Tu cita de esta noche? -le dice a Katie sólo para asegurarse de haber escuchado bien.
Katie dice que sí, pero no añade lo que yo esperaba: mi novio.
– Sam está trabajando en la noticia de Bill Stein -dice.