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Capítulo 5

Paul, Gil y yo seguimos hacia el sur desde Holder, internándonos en el vientre del campus. Al este, las ventanas altas y delgadas de la Biblioteca Firestone trazan sobre la nieve listas de luz encendida. En la oscuridad, el edificio parece un horno antiguo cuyas paredes protegen al mundo exterior del rubor y la fiebre del aprendizaje. Una vez soñé que visitaba Firestone en medio de la noche y me lo encontraba lleno de roedores, miles de ratones de biblioteca que llevaban gafas diminutas y gorros de dormir y se alimentaban mágicamente leyendo historias. Pasaban las páginas apasionadamente, viajaban a través de las palabras y, a medida que las tensiones crecían y los amantes se besaban y los villanos eran derrotados, las colas de los ratones comenzaban a brillar, hasta que la biblioteca entera se convertía en una iglesia llena de velas que se balanceaban suavemente de un lado al otro.

– Bill me está esperando allá dentro -dice Paul, deteniéndose abruptamente.

– ¿Quieres que vayamos contigo? -pregunta Gil.

Paul niega.

– No es necesario.

Pero alcanzo a notar el temblor de su voz.

– Yo iré -digo.

– Os esperaré en la habitación -dice Gil-. ¿Llegaréis a tiempo para la conferencia de Taft, a las nueve?

– Sí -dice Paul-. Por supuesto.

Gil se despide y se da la vuelta. Paul y yo seguimos por el sendero que lleva a Firestone.

Al quedarnos solos, me doy cuenta de que ninguno de los dos sabe qué decir. Hace días que no conversamos. Como hermanos que no aprueban la mujer del otro, somos incapaces de charlar informalmente sin tropezar con nuestras diferencias: Paul cree que yo abandoné la Hypnerotomachia para estar con Katie; yo creo que él ha abandonado más cosas de las que cree para seguir con la Hypnerotomachia.

– ¿Qué quiere Bill? -le pregunto cuando nos acercamos a la entrada principal.

– No lo sé. No ha querido decírmelo.

– ¿Dónde nos encontraremos con él?

– En la Sala de Libros Raros y Antiguos.

Donde Princeton conserva su ejemplar de la Hypnerotomachia.

– Creo que ha descubierto algo importante.

– ¿Como qué?

– No lo sé. -Paul duda, como si buscara las palabras adecuadas-. Pero este libro contiene incluso más de lo que habíamos creído. Estoy seguro. Tanto Bill como yo sentimos que estamos a punto de dar con algo grande.

Hace semanas que no veo a Bill Stein. Lentamente, mientras goza del sexto año de un doctorado aparentemente eterno, Stein ha estado completando poco a poco una tesis doctoral sobre la tecnología de las imprentas renacentistas. Aquel hombre esquelético tenía pensado trabajar como bibliotecario hasta que ambiciones más grandes se cruzaron en su camino: cátedras, puestos titulares, ascensos, todas las fijaciones que surgen cuando lo que quieres es servir a los libros para después, gradualmente, querer que los libros te sirvan a ti. Cada vez que lo veo fuera de Firestone me parece una especie de fantasma huidizo, una bolsa de huesos demasiado tensa. Tiene los ojos pálidos y el pelo rojo y rizado: una mezcla de irlandés y judío. Huele a moho de biblioteca, a los libros que todos los demás han olvidado, y después de hablar con él tengo pesadillas en las que la Universidad de Chicago aparece ocupada por ejércitos de Bill Steins, estudiantes que incorporan a su trabajo impulsos robóticos que yo nunca he tenido y cuyos ojos de color níquel son capaces de adivinar mis pensamientos.

Paul piensa otra cosa. Dice que Bill, a pesar de su aspecto impresionante, tiene una carencia intelectual: le falta vida. Stein se arrastra por la biblioteca como una araña en un desván, devorando libros muertos y transformándolos en un hilo fino. Lo que construye con ellos siempre es mecánico, poco inspirado, fruto de simetrías que Stein no es capaz de variar.

– ¿Por aquí? -pregunto.

Paul me conduce al pasillo. La Sala de Libros Raros y Antiguos queda apartada en una esquina de Firestone, y es fácil pasar de largo sin verla. Allí dentro, donde los libros más recientes son de hace unos cuantos siglos, la escala del tiempo se vuelve relativa. Los estudiantes de los últimos cursos vienen aquí como niños de excursión: los bolígrafos y los lápices les son confiscados, sus dedos sucios son controlados. En este lugar se puede oír a un bibliotecario riñendo a un catedrático y ordenándole que mire, pero que no toque. Los profesores eméritos de la facultad vienen aquí para sentirse jóvenes otra vez.

Ahora hemos entrado en el mundo de Stein. La señora Lockhart, la bibliotecaria que el mundo olvidó, es una mujer que tal vez remendó medias con la esposa de Gutenberg. Su piel blanca y suave parece echada sobre un marco ligero, pensado especialmente para flotar sobre los anaqueles. La mayor parte del tiempo se la puede encontrar murmurando en lenguas muertas entre los libros que la rodean, como un taxidermista que le habla a sus mascotas. Pasamos sin mirarla a los ojos tras firmar en una carpeta con un bolígrafo atado al escritorio.

– Tu amigo está allí dentro -le dice a Paul al reconocerlo. A mí tan sólo me olisquea.

Cruzamos un área estrecha y llegamos ante una puerta que nunca he cruzado. Paul se acerca, da dos golpes y espera una respuesta.

– ¿Señora Lockhart? -responde la voz, aguda y desigual.

– Soy yo -dice Paul.

Se oye el ruido seco de un pestillo al otro lado de la puerta, que se abre lentamente. Bill Stein aparece ante nosotros. Es medio palmo más alto que ambos. Me fijo, en primer lugar, en sus ojos plomizos e inyectados de sangre. Sus ojos se fijan en mí.

– Tom ha venido contigo -dice, frotándose la cara-. Vale. Bueno, vale.

Bill habla con aparente incoherencia, como si le faltara algún mecanismo entre el cerebro y la boca. La impresión que da puede ser engañosa. Después de unos minutos de contacto, uno empieza a ver en él fogonazos de talento.

– Ha sido un mal día -dice, haciéndonos pasar-. Una mala semana. Pero no pasa nada, estoy bien.

– ¿Por qué no podíamos hablar por teléfono?

Stein abre la boca pero no contesta. Ahora se está escarbando algo que tiene entre los incisivos. Se abre la cremallera de la chaqueta y se dirige a Paul.

– ¿Alguien ha estado husmeando en tus libros? -pregunta.

– ¿Qué?

– Porque alguien ha estado husmeando en los míos.

– Bill, esas cosas pasan.

– ¿Mi ensayo sobre William Caxton? ¿Mi microfilm de Aldus?

– Caxton es una figura importante -dice Paul.

Nunca antes he oído hablar de William Caxton.

– ¿El texto de 1877 sobre él? -Dice Bill-. Sólo está disponible en el Anexo Forrestal. Y las Cartas de Santa Catalina, de Aldus… -Se da la vuelta hacia mí-. Que no son, como se cree corrientemente, el primer documento en el que se utilizan las cursivas. -Vuelve a Paul-. Excepto tú y yo, nadie ha consultado el microfilm desde los años setenta. Setenta y uno, setenta y dos. Pero ayer alguien lo reservó. Ayer. ¿No te ha pasado lo mismo a ti?

Paul frunce el ceño.

– ¿Has hablado con los de Préstamos?

– ¿Préstamos? He hablado con Rhoda Cárter. No saben nada.

Rhoda Cárter, bibliotecaria en jefe de Firestone. Donde el libro se detiene.

– No lo sé -dice Paul, tratando de no poner más nervioso a Bill-. Lo más probable es que no sea nada. Yo no me preocuparía demasiado.

– Yo no estoy… yo no me preocupo. Pero esto es lo que pasa. -Bill se abre paso hacia el extremo opuesto de la habitación, donde el espacio entre la pared y la mesa parece demasiado estrecho para que alguien quepa. Bill pasa sin hacer el menor ruido y se da una palmada en el bolsillo de su vieja chaqueta de cuero-. He recibido algunas llamadas. Contesto y cuelgan, contesto y cuelgan. Primero en mi piso, luego en el despacho. -Niega con la cabeza-. No es nada. Vayamos al grano. He encontrado algo. Puede ser lo que necesitas o puede que no. No lo sé. Pero creo que puede ayudarte a terminar.