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Me jugué el todo por el todo, intenté la salida. Avanzaba un paso y me detenía a escuchar: no fueran los cohetes, ahora menos frecuentes, a ocultarme algún ruido peligroso. Cuando pasé junto a la camilla, la simple curiosidad me llevó a levantar la sábana. En el acto recibí el mordisco. Con el desconcierto que es de imaginar, vi en la camilla un perro de caza, que se debatía para librarse de sus ataduras. Cuando ladró, salí precipitadamente, por temor de que alguien viniera.

LXI

Después de un cautiverio como el que pasé, usted no sabe lo que es andar suelto, de noche, por las calles del barrio. Me paré a mirar el cielo, busqué las estrellas que mi madre y Ceferina me mostraban cuando era chico, las Siete Cabritas, las Tres Marías, la Cruz del Sur y me dije que si no fuera por Paula y por mi buena suerte, la libertad no estaría menos lejos. Me volví, para mirar hacia atrás. No me seguían. En la esquina de Lugones y el pasaje, me volví por última vez y alguien me sujetó. Cuando vi que era Picardo, quise abrazarlo y por poco lo derribo.

– Viejo -le dije.

No retribuyó mi cordialidad. Preguntó:

– ¿Te largaron o te largaste? Si te meten de nuevo, no esperes que te saque el doctor. Se disgustó y me dijo que no le importa que te pudras adentro.

Yo debía estar medio vencido, porque en lugar de contestarle como corresponde, me quejé:

– Lindo saludo de Año Nuevo. Proseguí mi camino.

– Tampoco te lo van a dar en tu casa. Paré en seco, porque la frase me alarmó.

– ¿Se puede saber por qué?

– Porque no hay nadie. Todo el mundo salió. De parranda. ¿Comprendés o no comprendés?

Comprendí. Encontraría cerrada la puerta de casa y no tenía llave, porque la incautaron en el Frenopático, junto con la cédula. Era muy tarde. No sabía si presentarme en lo de Aldini y a usted no quería molestarlo. No iba a cargosear a los amigos, a esas horas, para preguntarles el paradero de mi mujer. Una inquietud legítima que más vale no ventilar. Me acordé, al rato, de la ventana de la cocina, que no cierra bien.

Por ahí entré sin dificultad. Con la perra nos abrazamos como dos cristianos. No sé cómo explicarme: faltaba poco para que me sintiera feliz, pero ese poco encerraba la enorme congoja de no saber dónde estaba mi señora. Me pregunté seriamente si no habría vuelto a su vieja costumbre de salir de noche y comenté con amargura: "Entonces no podrás quejarte. La tendrás de nuevo como fue siempre".

Miraba la cama, a la que tanto quise volver y me asusté de las cavilaciones que empezarían no bien me acostara. Llegué a preguntarme si lo mejor no sería emborracharse. Por cierto que no: yo tenía que mantener la mente despejada, por si venían a buscarme los del Frenopático.

En cuanto me acosté y cerré los ojos, vislumbré el pensamiento salvador. Si no fuera por la confusión en que me dejó Picardo -para mí que la palabra parranda me cayó mal- se me ocurre enseguida, porque era evidente. Pensé: "Ha de estar en casa de don Martín". Me levanté, corrí hacia el teléfono y temblando de esperanzas marqué el número. No contestaban. Cuando estaba por abandonar el intento, atendió Diana. Le juro que no podía creer que fuera yo.

– ¿Dónde estás? -preguntó.

– En casa -contesté.

Como si la emoción la estorbara, tardó en hablar.

– ¿Te escapaste?

– Sí.

Hubo un silencio. Después dijo:

– Qué suerte.

Pregunté:

– ¿Voy allá?

– Todos duermen -contestó-. Sabés cómo son: hacen un mundo por cualquier cosa. Me visto y voy.

– ¿Sola? Ni loca. ¿Dónde está Ceferina?

– En la pieza de Martincito. Antes de las doce estaba dormida. No quise que se quedara sola en casa. ¿Te cuento? Desde que te fuiste nos hemos hecho de lo más compañeras.

– ¿Cómo estás?

– Bien. Algo cansada, porque tuve un día interminable.

Me faltó coraje para decirle que iba a buscarla. Si estaba cansada, no la tendría esperando, para después traerla de vuelta.

– No falta mucho para mañana -le dije-. Ya estaremos juntos. Pensé que era un malcriado y que no había justificación para mi desencanto.

El otro día llegó pronto, con repetidos timbrazos que me despertaron. Sin pensar que Diana y Ceferina tienen llave, me dije: "Son ellas".

Era Samaniego.

LXII

De puro atropellado abrí la puerta y me encontré con el doctor en el jardín. Por un tiempo que me pareció largo estuvimos uno frente a otro, Samaniego muy tranquilo, yo decidido a cualquier cosa, a darle un empujón o a pedir socorro. La perra le mostraba los dientes. Para qué le voy a negar, el pasaje no es el Frenopático y yo me siento seguro. Como si hablara con un tercero, el doctor dijo:

– Le recuperé a su Diana.

– No entiendo -le dije.

– Pero, amigo, usted nunca entiende -contestó de buen humor-. En el Instituto lo está esperando la señora, y ya no tendrá quejas. ¿Me sigue?

– ¿Con ese cuento me lleva al matadero? Le hago ver que soy menos idiota de lo que supone.

– No me interpreta -dijo-. ¿Por qué no la llama?

– Está en casa de mi suegro.

– Estaba. Ahora está en el Instituto. Llámela.

Entré; desde afuera me dijo un número, pero yo no hice caso y busqué en la guía. Llamé, pedí por Diana. Cuando oí su voz me pareció que la cabeza me daba vueltas.

– Que suerte que llamaste -dijo-. Vení a buscarme.

Le juro que era ella. Su voz expresaba ansiedad y, al mismo tiempo, alegría. Me defendí:

– ¿Por qué no te venís a casa?

Sentí el impulso de agregar: No soy tan cobarde como parezco.

Diana contestó:

– El doctor quiere hablar con nosotros. Quiere que pongamos en claro la situación, para acabar con los malentendidos que nos apartan.

– Casualmente el doctor está aquí.

– Hablá con él. A mí me convenció, pero hago lo que ustedes quieran.

Cuando me di vuelta, casi lo atropello a Samaniego. Estaba fumando, de pierna cruzada, lo más cómodo, en el sillón.

– Está en su casa -le solté irónicamente-. Una pregunta: ¿Por qué ese afán de llevarme al Frenopático?

– Para exhibirle una documentación completa, a efectos de que usted resuelva.

– ¿Cómo se las arregló para meter en la conspiración a la pobre Diana?

– Señor Bordenave, por favor, dígame con franqueza: ¿Tiene miedo de ir al Instituto? ¿Lo tratamos tan mal?

Un poco por sinceridad y otro poco porque no me gustan las quejas, le contesté:

– No, no me trataron mal.

– Lo sometimos a una cura de reposo y fortalecimiento. Entonces ¿por qué ese miedo?

No sabía si enfurecerme. Convencido del peso de mi argumento, me contuve y dije:

– A nadie le gusta que lo encierren.

– ¿Quién dijo que estaba encerrado?

– Quién no importa. El hecho es que estaba.

– No, señor, no estaba encerrado. Por lo demás, ni a mí ni al doctor Campolongo, que yo sepa, usted manifestó el menor deseo de retirarse. Si le hago una pregunta ¿se enoja?

– Depende.

– ¿Estuvo viendo en la televisión la serie sobre esos médicos de levita, que roban cadáveres?

– Borrasca al amanecer. Un amigo mío, el señor Aldini, la sigue.

– Yo también, y descubrí un hecho interesante: el temor a los médicos va siempre acompañado de incomprensión.

– No entiendo -le dije.

– Los diabólicos galerudos de la película, en realidad eran profesionales honestos, que robaban cadáveres para conocer mejor el cuerpo humano y salvar a los enfermos. ¿Me sigue?

– Lo sigo, pero eso ¿qué tiene que ver? Samaniego explicó:

– Para el común de la gente, en esa época de oscurantismo, el médico, sobre todo el investigador, era un personaje siniestro… Bueno, para los chicos todavía somos torturadores. Pero usted, señor Bordenave ¿por qué supone que tratamos de hacerle mal? Dígame ¿qué gano con encerrarlo? Por favor, si las cosas no me salen bien, no piense que soy un malvado, sino un chambón, como todo el mundo. Con esas palabras modestas me desarmó.