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– Habrá otras mujeres que no son feas -le aclaré-, como Adriana María, que es igualita, pero no tiene tu alma.

Echó a llorar. Me pareció más linda que nunca y se mostró notablemente cariñosa, al extremo que yo acabé por olvidar mis aprensiones. Después quise dormir, pero Diana retomó el diálogo. No me pregunte qué me dijo, porque no la escuché. A ojos vista me entristecí. Por fuera de lugar que le parezca, yo sentía la contrición del que ha engañado a su mujer. No pude aguantar, salté de la cama, estuve un rato lavándome y con gran apuro me vestí.

– ¿A dónde vas? -preguntó.

– No sé -le dije.

Lo sabía; quiero decir, lo sabíamos.

XLIX

En la esquina de Acha lo encontré a Picardo, con su traje nuevo. En los momentos peores, la vida parece una representación, con unos pocos monigotes que siempre repiten el mismo número. El de Picardo consiste en salir al paso y detenerlo a uno cuando está más apurado. Esta vez me reservaba una sorpresa.

– El doctor -dijo severamente- está disgustado con vos.

– ¿Qué doctor?

– ¿Qué doctor va a ser? El doctor Rivaroli.

– ¿Se puede saber por qué el doctor Rivaroli está disgustado conmigo?

– No te hagás el inocente. Sacaste a la señora del loquero sin pedirle ayuda. Está dolido.

– Y vos ¿por qué estás de traje nuevo? Explicate.

Agitó los brazos en alto, como para defenderse de un castigo, retrocedió unos metros y se fue corriendo.

Yo también caminé rápidamente, porque me parecía que era indispensable llegar cuanto antes. En el Frenopático me atendió Campolongo. Ante mi insistencia, me hizo pasar al despacho y fue a llamar a Reger Samaniego. Yo pensaba que si Reger venía pronto, sabría cómo hablarle para que no me negara una explicación completa y sincera. Desde luego hubo que esperarlo. Cuando llegó el doctor, ya me sentía nervioso y no recordaba el discursito que había preparado.

Para que usted me entienda, procuraré contar ordenadamente esa entrevista que fue bastante agitada y confusa.

– ¿Qué lo trae por aquí?

– El deseo, la necesidad -traté de serenarme- de preguntarle algo de la mayor importancia para mí.

En su tono machacón respondió:

– Pregunte. Siempre estoy a la entera disposición de mis enfermos.

– Vengo a preguntarle, doctor, por mi Diana. Hablo con ella, la veo trabajar, no tengo quejas, pero francamente no la hallo.

Me dijo:

– No estoy seguro de entenderlo.

– Será muy buena la que me ha devuelto -aclaré-pero, no sé cómo decirle, para mí es otra. ¿Qué le ha hecho, doctor?

El doctor Samaniego escondió su cara de lobo en sus manos, que son enormes y pálidas. Cuando levantó la cara, no sólo parecía cansado, sino aburridísimo de tenerme ahí.

– Hago memoria -dijo-. Yo lo puse en guardia contra dos peligros ¿recuerda? En realidad esos dos peligros están relacionados.

Le confesé que no entendía.

– Yo le previne que iba a extrañar a la mujer neurótica que durante años vivió a su lado. Le di mi clásico ejemplo del caballo del lechero.

– Eso lo recuerdo perfectamente -contesté; traté de mantener la calma y de argumentar-: Pero Diana y el caballo del lechero no es lo mismo.

Creo que marqué un punto a mi favor.

Después me enredé en las explicaciones y Samaniego me atajó.

– Le previne también que muy difícilmente usted tendría la salud necesaria para enfrentar, a diario, a una persona normal. Ahí le recordé el ejemplo de la fruta podrida.

– Mire, doctor, usted me habla por cuentitos y figuras, pero yo le digo lo que siento. Cuando Diana me mira en los ojos, yo pienso algo rarísimo.

– No me pida que enferme a la señora porque el marido está enfermo.

Como soy terco, insistí:

– No, doctor, no le pido eso. Escúcheme: hay algo raro en Diana. Es otra.

El doctor volvió a ocultar la cara entre las manos. De pronto se incorporó, levantó los brazos y me gritó:

– Para que salga de dudas, le voy a sugerir un expediente muy simple. Tómele todas las impresiones digitales que quiera. Después me dirá si es o no es la misma.

– Usted no me entiende. ¿Cómo se imagina que voy a ponerle los dedos a la miseria a la pobrecita?

– Entonces ¿está convencido?

– Le digo la verdad: estoy casi convencido de que es inútil hablar con usted. No tengo más remedio que hablar con ella. Voy a encontrar el modo de arrancarle la verdad.

Reger quedó sumido en un silencio tan largo que me pregunté si no era la clara indicación de que daba por terminada la entrevista. Caminando como sonámbulo, rodeó el escritorio y llegó a la pileta. Creo que pensé que de golpe me daría el gusto de despertarlo en ese estado de ensoñación con alguna palabra irónica sobre el tratamiento que ellos aplicaban. Me parece que en ese momento me clavó la aguja y quedé dormido.

L

Desperté en un cuarto blanco, en una cama de hierro blanca, junto a una mesita blanca, sobre la que había un velador encendido. Al principio me asombré de verme con un pijama azul, porque todos los que tengo son rayados. Con la mayor tranquilidad, como si explicara un hecho conocido, dije entonces las palabras reveladoras de mi infortunio; "No estoy en casa". Enfrente había una puerta y a mi derecha una ventana. Me levanté y quise abrir primero una, después la otra; no pude.

Se oían explosiones en la calle y pensé en el susto que tendría la pobre Diana, la perra. Cuando empezaron las campanadas, los silbatos, las sirenas, vi que el reloj marcaba las doce en punto. Muy atribulado recordé que era Navidad. "Menos mal que no me sacaron el reloj. Bueno fuera, no estoy preso" reflexioné. Abrí el cajón de la mesa de luz; ahí encontré la billetera con todo mi dinero adentro, el lápiz y el peine. Me faltaba, cuándo no, la cédula. Pensé: "Tengo que reclamarla".

Había dormido todo el día. Me pregunté qué pasaría en casa. Empecé a preocuparme de que Diana y Ceferina estuvieran preocupadas por mí. Apreté un timbre. Quería averiguar si las habían llamado por teléfono para avisarles y de antemano, me indigné, porque supuse que no las habían llamado. "Pobres mujeres, a esta hora estarán medio locas por culpa de este médico".

Iba a apretar de nuevo el timbre, cuando apareció un enfermero y después la enfermera que me ofreció el cafecito el día que vine a buscar a Diana.

– Me voy inmediatamente -anuncié- pero antes van a tener la gentileza de prestarme el teléfono. Voy a hablar a casa y a mi abogado, el doctor Rivaroli, para ponerlo al tanto de este atropello.

Vi que por detrás del enfermero, la enfermera me miraba con aire de súplica y movía negativamente la cabeza.

– Como primera providencia -explicó el enfermero-usted va a tomar este comprimido.

Por la manera en que me sujetó comprendí que por ahora más valía deponer las pretensiones. Como el hombre manipulaba un tubo, aparenté mejor ánimo y le dije:

– No lo necesito. Me siento perfectamente bien.

Pensé: Con otro somnífero como el de hoy, mañana no valgo nada.

– Entonces comerá algo -dijo el hombre en tono amistoso- ¿de qué tiene ganas?

Yo no tenía ganas de nada, salvo de salir y volver a casa.

– ¿Qué le parece una sopita de cabello de ángel y un churrasco? -preguntó la enfermera.

Se fueron a buscar la comida. Yo traté de aprovechar los minutos para hacer mi composición de lugar y planear una estrategia. No es fácil pensar, cuando uno se encuentra en una situación alarmante, en la que nunca se vio. A lo mejor la inyección que me aplicó Samaniego todavía me embotaba el cerebro. Por un lado yo me sentía sinceramente indignado; por otro, alcancé a comprender que en manos de enfermeras acostumbradas a lidiar con locos, de nada me valdría rebelarme. Creo que ya entonces entreví mi plan de escribirle, sólo que al principio el destinatario iba a ser Aldini. Tuve la corazonada de que la enfermera me ayudaría y que lo mejor era buscar su aprobación.