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«Este personaje -pensaba Ferral- es verdaderamente inaudito, con su aspecto de profesor jubilado convertido en Edipo griego. ¡Y todos los brutos, y Francia misma, que viene a pedir consejos a sus directores de agencias y a quienes se les entregan los fondos del Estado en piel de zapa, cuando hay que construir ferrocarriles estratégicos en Rusia, en Polonia o en el Polo Norte! Desde la guerra, aquella broqueta, sentada sobre el canapé, había costado al ahorro francés, sólo en fondos del Estado, dieciocho mil millones. Muy bien: como decía él hace diez años: “Todo hombre que pide consejos para colocar su fortuna a una persona a la que no conoce íntimamente, queda justamente arruinado.” Dieciocho mil millones. Sin hablar de los cuarenta mil millones de negocios comerciales. Ni de mí.»

– ¿El señor Damiral? -pronunció el ministro.

– No puedo hacer más que asociarme, señor ministro, a las palabras que acaba usted de oír. Como el señor de Morelles, no puedo comprometer al Establecimiento que represento sin las garantías de que ha hablado. No podría hacerlo sin faltar a los principios y a las tradiciones, que han hecho de este Establecimiento uno de los más poderosos de Europa, principios y tradiciones atacados con frecuencia, pero que le permiten poner su abnegación al servicio del Estado, cuando éste recurre a él, como lo hizo hace cinco meses, como lo hace hoy, y como lo hará, quizá, mañana. La frecuencia de estos llamamientos, señor ministro, y la resolución que hemos adoptado de atenderlos me obligan a solicitar las garantías que tales principios y tradiciones exigen para que aseguremos a nuestros depositarios, y gracias a los cuales -me permito decírselo, señor ministro- estamos a su disposición. Sin duda, podremos disponer de veinte millones.

Los representantes se miraban con consternación: los depósitos serían reembolsados. Ferral comprendía ahora lo que había pretendido el ministro: dar satisfacción a su hermano sin comprometerse; hacer que se reembolsasen los depósitos; conseguir que pagasen los Establecimientos, aunque lo menos posible; poder redactar un comunicado satisfactorio. El regateo continuaba. El Consorcio sería destruido; pero poco importaba su aniquilamiento, si los depósitos eran reembolsados. Los Establecimientos adquirirían las garantías que habían solicitado (perderían, sin embargo, aunque poco). Algunos negocios, mantenidos, se convertirían en filiales de los Establecimientos; en cuanto a lo demás… Todos los acontecimientos de Shanghai iban a disolverse allí, en un contrasentido total. Hubiera preferido sentirse despojado; ver viva, fuera de sus manos, su obra conquistada o robada. Pero el ministro no vería más que el miedo que tenía a la Cámara; no desgarraría ningún chaquet, ahora. En su lugar, Ferral hubiera comenzado por inhibirse de un Consorcio saneado que después hubiera mantenido a toda costa. En cuanto a los Establecimientos, siempre había afirmado su incurable avaricia. Recordó, con orgullo, la frase de uno de sus adversarios: «Quiere que un banco sea una casa de juego.»

Sonó el teléfono, muy cerca. Entró uno de los agregados.

– Señor ministro, el señor presidente del Consejo llama por la línea especial.

– Dígale que las cosas se arreglan muy bien… No; voy yo.

Salió, volvió al cabo de un instante e interrogó con la mirada al delegado del principal banco de negocios francés, el único que estaba representado allí. Bigotes erguidos, paralelos a sus lentes, calvicie y cansancio. Aún no había dicho una palabra.

– El mantenimiento del Consorcio no nos interesa en manera alguna -dijo con lentitud-. La participación en la construcción de los ferrocarriles está asegurada en Francia por los tratados. Si el Consorcio cae, otro negocio se formará o se desarrollará y constituirá su sucesión.

– Y esa nueva sociedad -dijo Ferral-, en lugar de haber industrializado la Indochina, distribuirá dividendos. Pero como no habrán hecho nada por Chiang Kaishek, se encontrará en la situación en que se encontrarían ustedes hoy si nunca hubieran hecho nada por el Estado: y los tratados serán modificados por cualquier sociedad americana o británica, con el amparo francés, evidentemente. A la que prestarán ustedes, además, el dinero que a mí me niegan. Nosotros creamos el Consorcio, porque los bancos franceses de Asia hacían tal política de garantías, que hubieran acabado por prestar a los ingleses, para no prestar a los chinos. Hemos soportado una política del riesgo; está…

– Yo no me atrevía a decirlo.

– … claro. Es normal que toquemos las consecuencias. El ahorro será protegido -sonrió con un solo lado de la boca- hasta cincuenta y ocho mil millones de pérdida, y no cincuenta y ocho mil millones y algunas centenas de millones. Vean, pues, a grandes rasgos, cómo el Consorcio dejará de existir.

Kobe

En plena luz de la primavera, May, demasiado pobre para alquilar un coche, ascendía hacia la casa de Kama. Si el equipaje de Gisors era pesado, habría que pedir prestado algún dinero al anciano pintor para llegar hasta el barco. Al abandonar Shanghai, Gisors le había dicho que se refugiaba en casa de Kama; al llegar, le había enviado su dirección. Luego, nada. Ni siquiera cuando ella le había hecho saber que había sido nombrado profesor en el instituto Sun-Yat-Sen, de Moscú. ¿Por temor a la policía japonesa?

Mientras caminaba, leía una carta de Pei, que le había sido entregada a la llegada del barco a Kobe, cuando había ido a que le visasen su pasaporte.

… y todos los que han podido huir de Shanghai les esperan. He recibido los folletos…

Había publicado, anónimamente, dos relatos de la muerte de Chen; uno de ellos, de acuerdo con su corazón: «El asesinato del dictador constituye el deber del individuo ante sí mismo, y debe ser separado de la acción política determinada por las fuerzas colectivas.» El otro, para los tradicionalistas: «Del mismo modo que el deber final -la influencia que ejercen sobre nosotros nuestros antepasados- nos obliga a buscar nuestra vida más noble, así exige de cada uno el asesinato del usurpador.» Las imprentas clandestinas reimprimían ya aquellos folletos.

Ayer vi a Hemmelrich, que se acuerda de ustedes. Es montador en la fábrica de electricidad. Me ha dicho: «Antes, comenzaba a vivir cuando salía de la fábrica; ahora, comienzo a vivir cuando entro en ella. Esta es la primera vez en mi vida que trabajo sabiendo para qué, y no esperando pacientemente a que llegue el momento de reventar…» Dígale a Gisors que lo esperamos. Desde que estoy aquí pienso en el curso en que decía: «Una civilización se transforma, ¿verdad?, cuando su elemento más doloroso -humillación en el esclavo, el trabajo en el obrero moderno- se convierte, de pronto, en un valor; cuando ya no se trata de escapar a esa humillación, sino de esperar de ella la propia salvación; cuando no se trata de escapar de ese trabajo, sino de encontrar en él la propia razón de ser. Es preciso que la fábrica, que no es aún más que una especie de iglesia de catacumbas, se convierta en lo que fue la catedral, y que los hombres vean en ella, en lugar de los dioses, la fuerza humana en lucha contra la Tierra…»

Sí: sin duda, los hombres sólo valían por lo que habían transformado. La Revolución acababa de pasar por una terrible enfermedad, pero no había muerto. Y eran Kyo y los suyos, vivos o no, quienes la habían lanzado al mundo.

Iré de nuevo a China como agitador: nunca seré un comunista puro. Nada ha terminado allá. Quizá allí volvamos a encontrarnos; me dicen que su solicitud está aceptada…

Un recorte de periódico cayó de la carta, doblado. May lo recogió:

«El trabajo debe ser el arma principal de la lucha de clases. El plan de industrialización más importante del mundo está actualmente en estudio: se trata de transformar en cinco años toda la U.R.S.S.; de hacer de ella una de las primeras potencias industriales de Europa, luego alcanzar y dejar atrás a América. Esta empresa gigantesca…»