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– Uno de los obreros ferroviarios detenido ha hecho descarrilar el tren que conducía -leyó el chino-. Muerto. Otros tres trenes militares descarrilaron ayer; los rieles habían sido levantados.

– Que se generalice el sabotaje y se indique en los misinos informes el medio de reparar los daños en el plazo más breve -dijo Kyo.

– Por todo acto de sabotaje, los guardias blancos fusilan.

– El comité lo sabe. Nosotros fusilaremos también.

– Otra cosa: ¿no hay trenes de armas?

– No.

– ¿Se sabe cuándo estarán los nuestros en Tcheng-Tcheu? [1]

– No tengo aún las noticias de medianoche. El delegado del Sindicato cree que será esta noche o mañana…

La insurrección comenzaría, pues, al día siguiente o al otro. Había que esperar las informaciones del Comité Central. Kyo tenía sed. Salieron.

Ya no estaban lejos del sitio donde tenían que separarse. Una nueva sirena de barco llamó tres veces, a intervalos, y, luego, una vez más, prolongada. Parecía que su grito se esparciese en aquella noche saturada de agua. Por último, retumbó, como un cohete. «¿Comenzarían a inquietarse, en el Shang-Tung?» Absurdo. El capitán sólo atendería a sus clientes hacia las 8. Reanudaron la marcha, prisioneros de ese barco, anclado allá en las aguas verdosas y frías con sus cajas de pistolas. Ya no llovía.

– Con tal que encuentre a ese tipo -dijo Kyo-. Quedaría, no obstante, más tranquilo si el Shang-Tung cambiara de anclaje.

Sus rutas no eran ya las mismas. Se dieron cita y se separaron. Katow iba a buscar a los hombres.

Kyo llegó, por fin, a la puerta enrejada de las concesiones. Dos tiradores anamitas y un agente de la colonial llegaron para examinar sus papeles: tenía su pasaporte francés. Para tantear el puesto, un comerciante chino había ensartado unos pastelillos en las puntas de las alambradas. («Buen sistema para envenenar a un puesto, eventualmente», pensó Kyo.)

El agente le devolvió el pasaporte. Kyo encontró pronto un taxi y dio la dirección del Black Cat.

El auto, que el chófer conducía a toda velocidad, encontró algunas patrullas de voluntarios europeos. «Las tropas de ocho naciones vigilan aquí», decían los periódicos. Poco importaba; no entraba en las intenciones del Kuomintang atacar a las concesiones. Boulevards desiertos; sombras de modestos comerciantes, con sus tiendas en forma de balanza sobre los hombros… El auto se detuvo a la entrada de un jardín exiguo, alumbrado por el letrero luminoso del Black Cat. Al pasar por delante del guardarropa, Kyo miró la hora: las dos de la mañana. «Afortunadamente, aquí se admiten todos los trajes.» Bajo su chaqueta de sport, de tela de terciopelo gris oscuro, llevaba un pullover.

El jazz estaba en el colmo de la nerviosidad. Desde hacía cinco horas mantenía, no la alegría, sino una embriaguez salvaje a la que cada pareja se aferraba ansiosamente. De pronto, se detuvo, y la multitud se disgregó. En el fondo los clientes; a los lados las danzarinas profesionales: chinas, con sus vestidos de brocados; rusas y mestizas, con su ticket para el baile o para la conversación. Un viejo con aspecto de clergyman aturdido permanecía en medio de la pista, esbozando con el codo movimientos de ganso. A los cincuenta y dos años, había trasnochado por primera vez, y, aterrorizado por su mujer, ya no se había atrevido a volver a su casa. Desde hacía ocho meses, se pasaba las noches en aquellos lugares; ignoraba dónde estaban los lavaderos, y se mudaba de ropa blanca en las camiserías chinas, entre dos biombos. Negociantes próximos a la ruina; danzarinas y prostitutas; cuantos se sabían amenazados -casi todos- mantenían sus miradas sobre aquel fantasma, como si sólo él los retuviese al borde de la nada. Irían a acostarse, anonadados, al amanecer -cuando el paseo del verdugo comenzase de nuevo en la ciudad china-. A aquella hora, no habría más que las cabezas cortadas en las jaulas, todavía oscuras, con los cabellos chorreando de lluvia.

– ¡De talapuinos, querida amiga! ¡Los vestirán de ta-la-pui-nos!

La voz bufonesca, directamente inspirada por Polichinela, parecía llegar de una columna. Gangosa, aunque amarga, no evocaba mal el espíritu de aquel lugar, aislado en un silencio invadido por el entrechocarse de los vasos sobre el clergyman aturdido. El hombre que Kyo buscaba estaba presente.

Lo descubrió, en cuanto hubo rodeado la columna, en el fondo de la sala, donde, a algunas filas de profundidad, se hallaban dispuestas las mesas que no ocupaban las danzarinas.

Por encima de una confusión de espaldas y de pechos, en un montón de trapos sedosos, un Polichinela delgado y sin joroba, aunque con una voz muy apropiada, dirigía un discurso bufonesco a una rusa y a una mestiza filipina, sentadas a su mesa. De pie, con los codos pegados al cuerpo, gesticulando con las manos, hablaba con todos los músculos de su rostro en tensión, molesto por el cuadro de seda negra, estilo Pied-Nickelé, que protegía su ojo derecho, magullado, -sin duda. De cualquier manera que fuese vestido -llevaba un smoking, aquella noche-, el barón de Clappique parecía ir disfrazado. Kyo estaba decidido a no abordarle allí; a esperar a que saliese.

– ¡Perfectamente, querida amiga, perfectamente! Chiang Kaishek entrará aquí con sus revolucionarios y gritará, en estilo clásico, le digo, ¡clá-si-co!, como cuando se toman las ciudades: «¡Que me vistan de talapuinos a esos negociantes y de leopardos a estos militares (como cuando se sientan en los bancos recién pintados)!» Semejante al último príncipe de la dinastía Leang, perfectamente, subamos sobre los juncos imperiales y contemplemos a nuestros sujetos vestidos, para distraemos, a cada uno del color de su profesión, azul, rojo, verde, con trenzas y pompones. ¡Ni una palabra, querida amiga, ni una palabra le digo!

Y confidencial:

– La única música permitida será la del sombrero chino.

– ¿Y usted, qué hará allá?

Quejumbroso, sollozando:

– ¿Cómo, querida amiga? ¿No lo adivina? Seré el astrólogo de la corte, y moriré al ir a coger la luna en un estanque, una noche en que esté borracho… ¿Esta noche?…

Científico:

– … como el poeta Thu-Fu, cuyas obras seguramente encantan (¡Ni una palabra, estoy seguro!) sus jornadas desocupadas. Además…

La sirena de un buque de guerra llenó el salón. Inmediatamente, un golpe furioso de platillos se unió a ella, y se reanudó la danza. El barón se había sentado. A través de las mesas y de las parejas, Kyo ocupó una mesa libre, un poco detrás de la suya. La música había cubierto todos los ruidos; pero, ahora que se había aproximado a Clappique, oía su voz de nuevo. El barón toqueteaba a la filipina; pero continuaba hablando hacia el rostro demacrado, todo ojos, de la rusa.

– … la desgracia, querida amiga, consiste en que ya no hay fantasía. De vez en cuando…

Índice levantado:

– … un ministro europeo envía a su mujer un paquetito postal; ella lo abre… ¡Ni una palabra!…

Con el índice sobre la boca:

– … es la cabeza de su amante. ¡Todavía se habla de ello, después de tres años!

Desconsolado:

– ¡Lamentable, querida amiga, lamentable! ¡Míreme! ¿Ve usted mi cabeza? He aquí a dónde conducen veinte años de fantasía hereditaria. Se parece a la sífilis… ¡Ni una palabra!

Pleno de autoridad:

– ¡Mozo! Champaña para estas dos señoras y para mí…

De nuevo confidencial:

– … un pequeño Martini…

Severo:

– … muy seco.

(«Admitiendo lo peor, aun con esa política, tengo una hora por delante -pensó Kyo-. Sin embargo, ¿durará esto mucho tiempo?»)

La filipina reía o lo aparentaba. La rusa, abriendo mucho los ojos, trataba de comprender. Clappique continuaba gesticulando, con el dedo índice vivo, estirado, con expresión de autoridad, llamando la atención hacia la confidencia. Pero Kyo apenas le escuchaba; el calor le entorpecía, y, además, una preocupación que aquella noche había rondado en su camino se expandía en un confuso cansancio: aquel disco; su voz que no había reconocido antes, en casa de Hemmelrich. Pensaba en esto con la misma compleja inquietud con que había contemplado, cuando niño, las amígdalas que el cirujano acababa de cortarle. Pero imposible seguir su pensamiento.

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[1] La última estación, antes de Shanghai.