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El auto había partido. No se dirigía más que a la noche, y, como si ésta le hubiese respondido, el perfume de los bojes y de los evónimos subió del jardín. Aquel perfume amargo era Europa. El barón se palpó el bolsillo derecho, y, en lugar de su cartera, sintió su revólver: la cartera estaba en el bolsillo izquierdo. Miró las ventanas, no iluminadas, apenas distintas. «Reflexionemos…» Sabía que sólo se esforzaba por prolongar aquel instante, en el que el juego no estaba aún entablado, en el que la huida era aún posible. «Pasado mañana, si ha llovido, habrá aquí este olor, y tal vez esté yo muerto… ¿Muerto? ¿Qué digo? ¡Qué locura! ¡Ni una palabra! Yo soy inmortal.» Entró y subió al primer piso. Un ruido de fichas y la voz del croupier parecían elevarse y descender de nuevo, con los extractos de humo. Los boys dormían; pero los detectives de la policía privada, con las manos en los bolsillos de la americana (la derecha extendida sobre el Colt), adosados a los umbrales de las puertas o paseando con indolencia, no dormían. Clappique llegó al gran salón; en una bruma de tabaco, donde brillaban confusamente las rocallas del muro, unas manchas alternas -negro de smokings y blanco de espaldas- se inclinaban sobre el tapete verde.

– ¡Hello, Toto! -gritaron unas voces.

El barón era con frecuencia Toto, en Shanghai. Sólo había ido al acaso, por acompañar a los amigos: no era jugador. Con los brazos abiertos tenía el aspecto de un buen padre que vuelve a encontrar con júbilo a sus hijos.

– ¡Bravo! Estoy emocionado al poder agregarme a esta pequeña fiesta de familia…

Pero el croupier lanzó su bola; la atención abandonó a Clappique. Allí perdía su valor: los concurrentes no tenían necesidad de ser distraídos. Sus rostros estaban fijados por la mirada en aquella bola, sujetos a una disciplina absoluta.

Poseía ciento diecisiete dólares. Jugar sobre los números hubiera sido demasiado peligroso. Había elegido, de antemano, pares o impares.

– Unas simpáticas fichitas -dijo al distribuidor.

– ¿De cuánto?

– De veinte.

Decidió jugar una ficha cada vez; siempre a los pares. Tenía que ganar, por lo menos, trescientos dólares.

Apuntó. Salió el 5. Había perdido. Aquello no tenía importancia ni interés. Apuntó de nuevo, también a los pares. El 2: había ganado. De nuevo. El 7: perdido. Luego, el 9: perdido. El 4: ganado. El 3: perdido. El 7, el 1: perdido. Perdía ochenta dólares. No le quedaba más que una ficha.

Su última jugada.

La lanzó con la mano derecha; ya no movía la izquierda, como si la inmovilidad de la bola estuviese fija en aquella mano, unida a ella. Y, sin embargo, aquella mano le atraía hacia sí mismo. Se acordó, de pronto: no era la mano lo que le estorbaba, era el reloj, que llevaba en la muñeca. Las once y veinticinco. Le quedaban cinco minutos para encontrar a Kyo.

Durante la antepenúltima jugada, había estado seguro de ganar; y, aunque debiera perder, no podía perder tan de prisa. Había hecho mal en no conceder importancia a su primera pérdida: era, seguramente, de mal agüero. Pero casi siempre se gana en la última jugada, y los impares acaban de salir tres veces seguidas. Desde su llegada, no obstante, los impares salían con más frecuencia que los pares, puesto que perdía… ¿Qué resolver? ¿Cambiar y jugar a los impares? Pero algo le impulsaba ahora a permanecer pasivo, a soportar: le pareció que había ido tan sólo para eso. Todo gesto hubiera sido un sacrilegio. Dejó su puesta en los pares.

El croupier lanzó la bola. Partió blandamente, como siempre, y pareció vacilar. Desde el comienzo, Clappique no había visto salir todavía ni rojo ni negro. Aquellas casillas tenían entonces las mayores probabilidades. La bola continuaba su paseo. ¿Que no había jugado rojo? La bola iba más despacio. Se detuvo en el 2. Había ganado.

Había que trasladar los cuarenta dólares al 7 y jugar el número. Era evidente: para lo sucesivo, debía abandonar la banda. Puso sus dos fichas, y ganó. Cuando el croupier arrojó hacia él catorce fichas y cuando él las tocó, descubrió con estupefacción que podía ganar; no era aquello una imaginación, una lotería fantástica de ganadores desconocidos. Le pareció, de pronto, que la banca le debía dinero; no porque había apuntado al número que ganaba, ni porque primeramente había perdido, sino desde toda la eternidad, a causa de la fantasía y de la libertad de su espíritu; porque aquella bola ponía a la casualidad a su favor para pagar todas las deudas de la suerte. Sin embargo, si jugaba de nuevo un número, perdería. Dejó doscientos dólares en los impares -y perdió.

Indignado, abandonó la mesa un instante y se aproximó a la ventana.

Fuera, la noche. Bajo los árboles, las luces rojas de las linternas en las traseras de los autos. A pesar de los cristales, oyó una gran confusión de voces y de risas, y, de pronto, sin distinguir las palabras, una frase pronunciada con entonación de cólera. Pasiones… Todos aquellos seres que atravesaban la bruma, ¿de qué vida imbécil y fofa vivían? Ni siquiera unas sombras: unas voces en la noche. Era en aquella sala donde la sangre afluía a la vida. Los que no jugaban no eran hombres. ¿Todo su pasado, no sería más que una prolongada locura? Volvió a la mesa.

Puso sesenta dólares en los pares, de nuevo. Aquella bola, cuyo movimiento iba a debilitarse, era un destino, y, desde luego, su destino. No luchaba contra una criatura, sino contra una especie de dios; y aquel dios, al mismo tiempo, era él mismo. La bola volvió a partir.

Recuperó en seguida el desnivel pasivo que buscaba: de nuevo le pareció tomar su vida y suspenderla de aquella bola irrisoria. Gracias a ella, saciaba a un tiempo, por primera vez, a los dos Clappiques que le formaban: el que quería vivir y el que quería ser destruido. ¿Para qué mirar el reloj? Relegaba a Kyo en un mundo de ensueño. Le parecía alimentar a aquella bola, no ya con jugadas, sino con su propia vida -si no veía a Kyo, perdía toda posibilidad de encontrar dinero- y con la de otro; y, que aquel otro lo ignorase, prestaba a la bola, cuyas curvas se ablandaban, la vida de las conjunciones de los astros, de las enfermedades crónicas, de todo de cuanto los hombres creen pendiente su destino. ¿Qué tenía que ver con el dinero aquella bola, que vacilaba en los bordes de los agujeros, como un hocico, y por medio de la cual estrechaba él su propio destino, único medio que había encontrado para poseerse a sí mismo? ¡Ganar; no ya para irse, sino para quedarse, para arriesgar más, para que la apuesta de su libertad conquistada hiciese el gesto más absurdo aún! Apoyado sobre el antebrazo; sin mirar ya siquiera a la bola, que continuaba su camino, cada vez más lenta; temblándole los músculos de las pantorrillas y de los hombros, descubría el sentido mismo del juego, el frenesí de perder.

Casi todos perdían; el humo llenó la sala, al mismo tiempo que una distensión desolada de los nervios y el sonido de las fichas, recogidas por la raqueta. Clappique sabía que no había acabado. ¿Para qué conservar sus diecisiete dólares? Sacó el billete de diez y lo colocó en los pares.

Estaba de tal modo seguro de que perdería, que no lo había jugado todo -como para poder sentirse perder más tiempo-. En cuanto la bola comenzó a vacilar, su mano derecha la siguió, pero la izquierda permanecía quieta en la mesa. Ahora comprendía la vida intensa de los instrumentos de juego: aquella bola no era una bola como otra cualquiera -como esas que no se emplean para jugar-: la vacilación misma de su movimiento vivía. Aquel movimiento, a la vez ineluctible y blando, temblaba así porque unas vidas influían en él. Mientras la bola daba vueltas, ningún jugador entró en un alvéolo rojo, volvió a salir, erró aún, entró en el del número 9. Con su mano izquierda apoyada sobre la mesa. Clappique esbozó imperceptiblemente el ademán de querer arrancarla. Había perdido una vez más. Cinco dólares a los pares: la última ficha, de nuevo. La bola lanzada recorría grandes circunferencias, no viva todavía. El reloj, sin embargo, desviaba la mirada de Clappique. No lo llevaba sobre la muñeca, sino debajo, en el sitio donde se toma el pulso. Apoyó la mano de plano sobre la mesa, y llegó a no ver nada más que la bola. Descubría que el juego es un suicidio sin muerte: le bastaba poner allí su dinero, contemplar aquella bola y esperar, como habría esperado después de haber ingerido un veneno; veneno renovado sin cesar, con el orgullo de tomarlo. La bola se detuvo en el 4. Había ganado.