– ¿Y qué te responden? -preguntó el emperador.
– Que no se les presenta la ocasión. Su categoría les prohíbe conceder ese favor a un esclavo. No les falta razón, pero podrían practicar con otros, con un guapo militar, por ejemplo.
Dirigió a Querea tal mirada que éste se percató de que se le subían los colores.
Conversando, llegaron al entrepuente. Claudio levantó la cabeza del libro de cuentas.
– Hoy ingresaremos unos diez millones. Quizás incluso doce. Se instalaron en el salón para celebrar la noticia y las bonitas camareras fueron a buscar unas cuantas viejas ánforas a la bodega. Calígula guardaba silencio.
– Miradme todos -dijo de improviso-. ¿No me veis resplandecer?
Las respuestas se superpusieron.
– Desde luego, César.
– No estamos ciegos.
– Resplandeces como el carro de Faetón.
– Resplandeces como Apolo.
Satisfecho, el emperador expuso sus planes para el templo dedicado a su divinidad que estaban edificando en el Aventino.
– Cada mañana, vestirán mi estatua con el mismo atuendo que yo lleve ese día. Para los sacrificios, no quiero ni bueyes ni cerdas. Sólo pavos, pintadas, urogallos y gallinas de Numidia.
El regreso de Mnester señaló el momento de partir. El mimo estaba rebosante de entusiasmo.
– ¡Ay, amigos, qué momento más divino!
– Cuando se tiene la dicha de vivir cerca del emperador, todos los momentos son divinos -afirmó Helicón con perfidia.
– Por supuesto. Como decía Virgilio a propósito de Augusto, él es el dios que nos procura estos ratos de solaz. El muchacho es un verdadero encanto. ¡Qué frescura, qué inocencia, qué estrechez! Incluso ha llorado un poco. Ah, qué diferencia con esos pequeños farsantes que lo abordan a uno bajo las arcadas. ¡Unas nalgas de joven dios!
El mimo nunca había hablado tanto. Agotado, efectuó unos molinetes con las manos para culminar su descripción.
Cuando abandonaban el trirreme, se cruzaron con un liberto famoso por haberse enriquecido de manera prodigiosa en el sector de la panadería. Al ver al emperador, se inclinó hasta donde se lo permitía la prominente barriga.
– ¿Es la primera vez que vienes, Porconio?
– No, César, es la décima.
– ¡Por Isis, que no reparas en gastos! ¿Te lo puedes permitir?
– ¡Oh sí! Me ofrezco a las matronas que me desprecian. Ellas dicen que huelo a harina, y te aseguro que me propongo enharinarlas a todas. Un placer así no tiene precio.
– Te mereces una prima. Dile a Claudio que te dé a la esposa del senador Asiático en cuanto regrese. Y no pongas tanto salvado en el pan, por favor, porque he recibido quejas. ¿Lo habéis oído, amigos míos? ¿Había hablado alguna vez de ese modo un contribuyente? He realizado un descubrimiento que llenará las arcas del Estado. Ni a Augusto ni a Tiberio se les había ocurrido. Yo soy más grande que ellos. -Se volvió hacia Querea que, desde el inicio de la visita, se había mantenido callado-. ¿No es cierto, mi tribuno ruiseñor, que yo soy más grande que Augusto y que Tiberio?
El oficial se puso firme, tal como corresponde cuando un superior le dirige a uno la palabra.
– Es cierto, César.
61 Jerusalén, noviembre del año 40
Agripa se acercó a la ventana. Del templo llegaba un rumor confuso: había una pelea en el atrio. Una vez más, los miembros de la secta trataban de arengar a los fieles, y la milicia del sumo sacerdote los obligaba a callar a garrotazos. Los incidentes se producían a diario. Nada desanimaba a los hermanos en su prédica de la palabra de aquel desharrapado Mesías suyo, pero la resistencia de los defensores de la tradición era vigorosa.
– ¡No es que lleven las de ganar!
– Un día, los oídos se abrirán a la buena nueva -replicó al instante la voz de Salomé.
Agripa se volvió para observarla. Con el objeto de hacerse perdonar su condición de reina, en la intimidad llevaba un vestido de pobre. Sentada en el borde de un gran sillón, como una criada invitada en la casa de sus amos, bordaba un pez en un pañuelo. ¡Como su jefe había sido pescador, ponían peces por todas partes! Agripa suspiró. ¿Qué había sido de aquella bonita muchacha perversa y caprichosa a la que había amado? Su mirada había cambiado y su encanto insolente se había esfumado. Ella había convertido el amor en una ocupación tan apagada que él ya había dejado de buscarla.
– Tus amigos deberían minar el poder de los sacerdotes. ¡Unos incapaces es lo que son! ¡Un hatajo de pedigüeños e inútiles!
– El Bendito te iluminará. Nosotros se lo pedimos todos los días.
– ¡Al diablo con tu Bendito!
La vio esbozar un signo furtivo con la mano, como si trazara una cruz.
Agripa se puso a recorrer con nerviosismo la estancia, repasando mentalmente todos los sinsabores que le amargaban la vida. Su esposa era una beata y una sectaria que se dedicaba a impartir consejos, perdida para la vida y el amor; su comercio de reliquias con Graco había quebrado; de regreso de Lyon, se había detenido en Alejandría, donde había una nutrida colonia de judíos, pero había recibido una tibia acogida por parte de sus compatriotas. En cuanto a los otros…
– ¡En un burro! -gruñó.
La dulce voz sonó de nuevo tras él.
– El Bendito entró en Jerusalén a lomos de un burro. ¿Era eso en lo que pensabas?
– No pienso en nada. ¡Borda el pez y cállate!
El recuerdo lo quemaba como un hierro candente. A su llegada a Egipto, los alejandrinos, que odiaban a los judíos, habían paseado por la ciudad a un tonto llamado Carabas, tocado con una corona de madera dorada y montado en un asno. La gente se postraba a su paso gritando: «¡Viva Agripa, rey de los judíos!» A ese paso, sus súbditos no tardarían en asesinarlo. Pensó en el dicho: «Más vale asno vivo que rey muerto.» ¿Cómo había podido caer tan bajo?
Salomé levantó los ojos de la costura.
– ¡Qué agitado estás! ¡No te preocupes tanto!
– Calígula ha escrito a Petronio ordenando que se erija su estatua en el templo manu militari ¿y tú pretendes que no me preocupe? ¿Ignoras que si se comete ese sacrilegio, todo el país se soliviantará?
– Ve a verlo y pídele que renuncie a esa idea.
– ¡Menudo consejo! ¿Acaso crees que me va a escuchar?
– Sus ojos se abrirán a la luz.
– ¿Como se abrieron cuando le llevé a Pedro?
– Pedro sembró la semilla; después crecerá la cosecha. Todos hemos rezado mucho.
Agripa se encogió de hombros, persuadido de que no habría forma de convencer a Calígula. De improviso tomó conciencia de que no había más que una solución. Una sola.
– En el fondo, tienes razón: voy a ir a Roma.
– Exígele que renuncie al sacrilegio. ¿Qué puede ocurrir? Si te condena a muerte, te reunirás con la santa tropa de los mártires y estarás sentado a la derecha del Bendito para toda la eternidad.
– Resulta un pensamiento muy alentador, sobre todo si me manda crucificar.
– Así es, de ese modo aumentaría tu mérito.
Desde su conversión, Salomé se había vuelto insensible a la ironía.
– Nadie debe enterarse de mi viaje a Roma -meditó en voz alta Agripa-, porque si Petronio se enterase, precipitaría los acontecimientos por puro odio hacia los judíos. ¿Cómo mantener en secreto una larga ausencia cuando uno es rey?
Salomé posó una ferviente mirada en el techo.
– Podrías explicar que, para ser digno de la corona, vas a purificarte al desierto mediante un retiro de cuarenta días.
Quedó deslumbrado por el hallazgo. Aun en el naufragio de su inteligencia, ella había conservado la astucia.
– ¡Qué buena idea! Así creerán que rezo día y noche y me alimento de saltamontes. Nadie se ocupará de mí, lo que me permitirá viajar a Roma de incógnito. Entre la ida y vuelta, cuarenta días son más suficientes.
– El Bendito me ha inspirado. Quiere que conviertas al emperador.
– Pues bien, demos gracias al Bendito.