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Helena tomó la mano de su hermano.

– ¡Demuéstrales de quién eres hijo!

– No… no sé cómo hacerlo.

El centurión dio unos pasos al frente y le habló como a un recluta durante la instrucción.

– Es muy sencillo. Colocas la punta bajo las costillas, ahí, ése es el lugar adecuado, exacto. Normalmente, se apoya la empuñadura al pie de una pared, pero vamos a sujetarla, así resultará más sencillo. Después, tú te abalanzas hacia delante con todas tus fuerzas.

Gemelo temblaba de tal modo que el centurión, impaciente, se situó detrás de él y, con un violento empellón, lo arrojó sobre la espada que empuñaba su subordinado. El adolescente profirió un alarido al caer sobre el suelo de mármol.

– ¡Ahora me toca a mí! -reclamó Helena.

– No tenemos órdenes respecto a ti.

– ¡El emperador es un perro! -gritó, decidida a perecer-. ¡Un cerdo!

– ¡Cállate, loca!

– ¡Lo mataré!

– ¿Te vas a callar, sí o no?

– No, no me pienso callar. ¡El emperador es un batalos!

Aquella palabra griega, que designaba al invertido que cumplía el ignominioso papel de la mujer, constituía el peor de los insultos para un romano.

– Cállate, gorda, o si no…

Helena sintió que el momento de la liberación se hallaba cerca.

– ¡Tú también, centurión, eres un batalos! ¡Te dejas dar por el culo por tus hombres!

Con un revés de espada, el hombre le segó la cabeza.

39 Roma, mayo del año 38

Luchando por contener las lágrimas que se agolpaban en su garganta, el viejo liberto sacudió la cabeza de arriba abajo, con el gesto de negación propio de los griegos.

– ¡No, ama, no! Todavía no ha llegado tu hora. No es momento aún de separarnos.

Rígida en su sillón, con la tez más cérea que nunca, Antonia levantó la mano para hacerlo callar.

– Para de gemir, Palas. Sé muy bien en qué momento me encuentro. Te dejo dinero suficiente para que puedas retirarte al campo. ¿Acaso no es eso lo que deseas?

– No. Si sobreviene tan funesto suceso, quiero quedarme con tu familia. Ése es mi lugar.

– ¿Quieres pasar al servicio de mi hijo?

– Sí.

– Muy bien. Como no eres esclavo, tienes derecho a elegir a tu amo. Tal vez evites que ese pobre Claudio cometa más locuras. Lamento que debas soportar a la pequeña ramera que ha metido la mano en su fortuna. Vela por él, no es un hombre malo, aunque peca de atolondrado, glotón y lujurioso. Procura paliar los efectos de esos vicios.

El liberto se parapetó frente a la emoción tras una expresión hierática.

– Haré lo que me ordenas, ama.

– Harás lo que podrás, lo sé, ¡pero vas a vivir en un curioso mundo, mi pobre Palas! Un mundo gobernado por un asesino incestuoso. La anciana intentó levantarse pero cayó pesadamente en el asiento.

– ¿Quieres que llame al médico, ama?

– ¿Para qué? El mejor de los médicos está a punto de llegar.

Reuniendo todas sus energías, logró ponerse de pie y después como una torre cuyos cimientos lleva socavando durante largo tiempo el enemigo, se desplomó cuan larga era sobre las losas de mármol.

El liberto se precipitó hacia ella. Acababa de comprender que la dama se había propuesto morir de pie.

La muerte de Gemelo y de Helena sólo había provocado emociones secretas. Para entonces todos estaban demasiado atemorizados para hablar del doble asesinato. Claudio no se atrevía a aludir a él delante de su sobrino. Enia quedó tan consternada que experimentó un gran alivio al advertir que su amante la rehuía, pues temía no ser capaz de disimular su horror. Macrón le comunicó que Domicio Ahenobarbo había votado a favor de una moción presentada en el Senado para felicitar al emperador por haber extirpado de raíz la conspiración de los partidarios de Gemelo.

– ¡Es monstruoso! ¡Regocijarse de la muerte de un niño!

– No se regocija. Es que cree que si Cayo muriese, él estaría en la lista de los posibles sucesores.

– ¿Ningún senador ha protestado?

– ¡Si supieras lo cobardes que son!

– ¿Y el pueblo?

– Los romanos casi no conocían a Gemelo, y menos aún a Helena. Y además, piensan como Augusto, que, antes de mandar estrangular al hijo de Julio César y de Cleopatra, sentenció: «No puede haber dos Césares bajo el mismo sol.»

– ¡No es lo mismo! Augusto no conocía a Cesarión. Cayo, en cambio, ordenó que matasen a su compañero de Capri, que lo amaba y lo admiraba. ¿Cómo ha llegado hasta ese punto?

Para sus adentros, Macrón estaba encantado de que aquella crueldad le abriese por fin los ojos a Enia con respecto a la verdadera calaña de su amante.

– Padece un trastorno del espíritu, eso es todo. La manía, la megalomanía, ¿qué se yo?

– ¡Tiberio le hizo pasar tanto miedo en Capri…! Su enfermedad deriva de eso, porque él posee un fondo bueno. Me cuesta creer lo que está ocurriendo. Me preocupa tu seguridad.

– Pierde cuidado. En todo caso, yo seguiré manifestándole lo que pienso.

– Se toma muy mal tus observaciones. Dice que siempre pontificas.

– Ha perdido la razón, y es preciso que alguien se la devuelva. Pasa la mitad del tiempo disfrazado, unas veces de Isis, otras de Apolo. Cuentan que sus criados se llevan las estatuas de Júpiter de los templos para que el escultor sustituya la cabeza del rey de los dioses por la suya. ¡Imagínate!

– ¡Esa crueldad parece tan impropia de él…! Él no es malo.

– ¡Tus esfuerzos por convertirlo en el mejor de los emperadores no han rendido, por desgracia, grandes frutos! Y eso que tú pusiste todo de tu parte.

Otro en su lugar se habría mostrado triunfal, le habría restregado por las narices las advertencias que había desoído, habría aprovechado para vengarse. Sin embargo, ahora que su amante la abandonaba, su tosco marido, a quien tanto había descuidado, la trataba con una delicadeza infinita. La idea de que la quería sin saber expresárselo se abrió paso en su mente como una revelación.

– Lo siento -murmuró.

– Yo también lo siento -contestó él-. Debí intervenir cuando mató a Tiberio.

– ¿Lo mató? -preguntó ella, atónita.

– El o un hombre que actuaba bajo sus órdenes. Lo descubrí todo porque habían obrado con mucha torpeza. Fui yo quien encontró el testamento en el que Tiberio lo nombraba sucesor. Habría podido ocultarlo, sublevar las cohortes, alertar al Senado. En lugar de ello, me callé.

Enia apeló a todo su valor.

– He de hablar con él. Quizá no todo esté perdido.

– Sé prudente, Enia. Sus enfados son temibles.

Fue a ver a Calígula al día siguiente. Como si hubiera olvidado que la había estado esquivando durante varias semanas, éste se mostró encantado por la visita.

– Es preciso que conozcas a Incitatus. Te va a gustar mucho. Te llevaré a las caballerizas de los Verdes.

Pese a que se había propuesto mantener la calma, ella estaba con los nervios a flor de piel y al oír aquella proposición, se deshizo en sollozos.

– ¿Cómo pudiste ordenar la muerte de Gemelo? -logró articular por fin-. ¡Qué horror, Cayo, qué horror!

Estupefacta, se percató de que a él se le habían humedecido los ojos.

– Sí, es verdad. ¡Lo maté para castigar a la gorda de su hermana! «¿Es culpa nuestra si tu Drusila te ha dejado plantado?» Eso dijo, ¿te das cuenta? Yo sabía que la muerte de su hermano sería para ella el peor de los castigos. Pero el imbécil del centurión no comprendió nada. ¡Ella lo provocó y la degolló, el muy cretino! -Las palabras brotaban de su boca a borbotones, como el vino de un odre agujereado-. Y Gemelo que me insultó en público: «¡Pero Cayo, no puedes quitarle a su mujer!» ¡En público, Enia, en público! ¿Qué le importaba a él que yo me acostara con Livia Orestila o con otra? ¡Ah, la virtuosa joven novia! ¡Si la hubieras visto detrás de la colgadura, pedía aún más! ¡A continuación, solicitó un puesto para su marido! ¡Todas unas putas! Tiberio tenía razón: ¡el mundo está podrido, Enia, el mundo está podrido! ¡Y Drusila ya no me quiere!