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Tras comprobar con un vistazo que su marido se había ausentado para echar una larga siesta, mandó a un criado a comunicarle al muchacho que lo esperaban en el pulvinar imperial. Cuando apareció, quedó deslumbrado. No debía de contar más de trece años e irradiaba la belleza de un joven dios con la toga pretexta que le llegaba hasta la mitad del muslo, dejando al descubierto sus largas piernas color de miel. Mesalina lo invitó a acercarse con un gesto.

– ¿ Cómo te llamas?

– Quinto.

Intimidado, corrió encima de unos ojos de color azul turquesa la larga persiana de sus cejas. No se atrevía a mirar a la bonita pariente del emperador. Ésta se corrió para hacer sitio a su derecha, justo al lado de la elevada cortina que los protegía de la curiosidad de las vestales. Animado por la sociable actitud de Mesalina, el chico le dijo al fin que su padre lo había autorizado por primera vez a asistir solo a los juegos porque se había aplicado en los estudios.

– Parece severo tu padre.

– ¡Y tanto! No me perdona la menor falta. Piensa que un hijo de magistrado no debería interesarse por la esgrima.

– ¿Conoces ese arte?

– Un poco.

– ¡Es Marte quien te envía! Los combates de gladiadores me apasionan también a mí, pero los hombres nunca quieren explicarnos nunca la esgrima. Según ellos, no es un asunto que concierna a las mujeres. ¿Querrías ser mi profesor?

– No domino la técnica. Allá abajo veo al viejo Sertorio, el más ilustre de los maestros de esgrima. Si quieres, voy a buscarlo.

– No. Prefiero que seas tú. A mí me das la impresión de ser muy competente.

– ¿Qué deseas saber?

– Todo. Por ejemplo, ¿por qué son tan desmañados los dos gladiadores que se ven allá, a la izquierda?

– Porque son andábatas.

– ¿Cómo dices?

– Andábatas. Llevan un casco con una visera que les tapa los ojos y deben por consiguiente combatir a ciegas. Eso no es esgrima, es para divertir a las personas no entendidas. Mejor fíjate en el centro de la arena; allí está el famoso Próbulo. Ha conquistado cuarenta y tres victorias. Son muy pocos los gladiadores que aún siguen con vida después de tantos combates. En general, los matan antes de los veinte.

Ella admiraba de reojo, sobre el escote de la túnica, la airosa elevación del cuello del muchacho, mientras él le detallaba las hazañas de su héroe. Éstas eran tan apasionantes que al extender por encima de las rodillas su gran chal, aparentó no percatarse de que cubría también buena parte de las de su vecino.

Contento de que ella compartiera sus gustos, el chico hablaba sin parar. En pleno relato de un memorable duelo del gran Próbulo, Mesalina posó con suavidad su fresca mano sobre la piel desnuda de él. Quinto reaccionó estremeciéndose, como un pollino asustado. Mudo, con las mejilllas encendidas, mantenía la vista clavada en la arena, aunque ella sabía que ya no estaba prestando atención a los combates.

– Debió de ser un duelo muy hermoso -comentó en tono apaciguador-. ¡Tienes suerte, Quinto, mucha suerte! Vas a ser muy feliz.

Le acarició con la palma la fina cara interior de los muslos, masajeó con detenimiento la tierna carne y con la punta de los dedos trazó unos círculos cada vez más amplios, hasta rozar la mata del pubis. Con un gesto furtivo, se cercioró del resultado: soberbio. El muchacho estaba bien dotado por los dioses.

Mesalina colocó de nuevo con discreción la mano sobre el chal y fingió seguir con atención el combate. El tracio armado hasta los dientes arremetía contra su adversario en fuga. Tan pronto ladeaba el torso hacia la derecha para asestar un golpe con el puñal curvo como levantaba el pequeño escudo a la altura de los ojos y le lanzaba estocadas por abajo con la espada. Danzando con las piernas desnudas, el reciario lo esquivaba con habilidad, en espera del momento idóneo para arrojar la red. De improviso, se tambaleó, con la cadera rota por un revés imparable. En todas las gradas resonó un sonoro «habet!» («¡Está acabado!»).

– ¿Lo ha vencido?

– ¿Vencido? -Quinto pareció despertar de un sueño-. ¿A quién han vencido?

– Al reciario, claro. ¿Dónde tienes la cabeza? ¡Si me habías prometido que me explicarías la esgrima!

Divertida, advirtió que Quinto se ruborizaba. ¡Era tan ingenuo que temía que lo mandara de regreso a su grada! ¿Sería posible que antes de ella no hubiera habido nadie? Algunos padres estrictos no permitían que sus hijos se acercaran a las sirvientas, y, según él, el suyo lo era. ¿Tan guapo y aún por estrenar? No daba crédito a su suerte.

– Es un hoplómaco -acertó a articular por fin.

– ¿No es un reciario?

– Sí. Los hoplómacos son todos reaciarios porque llevan red, pero no todos los reciarios son hoplómacos.

– ¡Qué arte más complicado! ¿Está derrotado?

– Podría salir del paso si fuera muy hábil, pero no maneja bien el tridente. Lo mantiene demasiado bajo. Mira.

El gladiador cayó a tierra como una espiga segada y la multitud protestó contra su indulto.

– Tenías razón. Sabes mucho de esgrima.

El muchacho inclinó tristemente la cabeza.

Al igual que el emperador, ella sabía demostrar su generosidad.

Introdujo bajo el amplio chal, la mano, que fue directa a los testículos, redondos y duros como bolas de madera. Sin hacer caso de su sobresalto, los apretó con fuerza, los hizo bailar, los agitó y tironeó su fino vello. Luego, como disculpándose por la maldad, los acunó y los acarició con detenimiento, tratándolos con mimo, jugando a seguir con los dedos los valles pequeños y sinuosos de su piel, tirante como la de un tambor. Con las largas pestañas bajadas, el escolar exhaló un profundo suspiro.

Saboreando su emoción, Mesalina se tomó un rato de descanso antes de sujetar con delicadeza por su base, entre el pulgar y el índice, la rígida columna de carne. Trepó por ella aplicándole golpecitos regulares, como el ladrón que tantea un muro en búsqueda de un tesoro, para después descender arrastrando la piel en su descenso. Una vez que hubo medido la longitud del camino, lo recorrió varias veces de un extremo a otro en un flexible vaivén, muy lento al principio y después un poco más rápido, antes de apartar la mano para la primera pausa. Enseguida, Quinto abrió los ojos y los fijó en ella con expresión suplicante. ¡Se hallaban al comienzo del viaje y él se creía ya al final! Maravillada, comprendió que el chico lo ignoraba todo de aquellas cuestiones. Ella era la primera mujer de su vida. ¡Se esmeraría por dejarle un recuerdo inolvidable!

Le sonrió con un tenue aire de reproche y, para castigarlo por su ansia, le hizo experimentar el duro contacto de sus uñas. Las sedosas pestañas bajaron de nuevo. Lo tenía a su merced. Los dos dedos se pusieron de nuevo en marcha por el pendiente camino, remoloneando, vagando, deteniéndose bruscamente y avivando luego el ritmo como para recuperar el tiempo perdido. Cuando la meta le parecía demasiado próxima, la paseante se iba a vagabundear por las lisas vertientes de los muslos, se aventuraba hasta las lejanas rodillas, que acariciaba con la palma de la mano y regresaba con toda calma para estimular las duras bolas envueltas en su vaina de cuero granoso. En el instante en que el pulgar y el índice retomaban la tarea, ella notaba que el muchacho se convulsionaba, presa del éxtasis.

Durante un rato largo Mesalina logró prolongar el juego. Por fin, en el segundo en que el exquisito tormento se convirtió en tortura, como el pintor que aplica con la punta del pincel el último toque a su cuadro, le bastó con aplicar una ínfima presión para culminar su obra maestra. Al sentir palpitar en su mano el miembro, ebrio de dicha, ella experimentó un fulminante orgasmo.

Apenas estaba recuperando el aliento cuando oyó una pastosa voz adormilada.

– ¿No te aburres mucho, bonita?

Giró la cabeza, asustada. Claudio se había vuelto a dormir.