La muchedumbre era inmensa. La gente repetía que para cumplir sus últimos deberes para con su madre, el nuevo emperador se había enfrentado a una terrible tormenta, y todos admiraban su profundo afecto. En el embarcadero principal de Roma, que habían desembarazado para la ocasión de los silos donde guardaban el trigo, la familia imperial al completo aguardaba a su jefe. Agripina estaba furiosa.
– ¿Cómo ha podido llevar consigo a esa intrigante? ¿Qué tiene que ver ella con nuestra madre? ¡Es una vergüenza, un escándalo!
– Seguramente necesitaba estar con una amiga -apuntó Lesbia.
– ¿Y nosotros qué? ¿Acaso no existimos?
– No es lo mismo.
Drusila se desinteresó ostensiblemente de la discusión. Claudio, por su parte, le puso fin.
– ¡Silencio! ¡Las vestales os oyen!
Las vírgenes sagradas, precedidas de los lectores a quienes su dignidad les confería derecho a ello, tomaron posición en el muelle. Tras ellas venía la larga procesión de parihuelas de plata destinadas a transportar las imágenes de los antepasados de las dos familias.
Un murmullo de compasión recorrió a los presentes cuando Calígula apareció en la pasarela. Tocado con el velo blanco, mantenía abrazado contra su toga púrpura un pote de barro parecido a esos donde se guardan los rábanos. Luego avanzó hacia los suyos elevando hacia el cielo aquel tosco recipiente.
– ¡Nuestra amada madre ha regresado! Va a reunirse con nuestro padre en su mausoleo. ¡Demos gracias a los dioses!
Al oír que Lesbia sollozaba, Agripina le propinó un codazo.
"-¡Calla! ¡Mejor fíjate en lo que ocurre!
Una silueta femenina, con el rostro velado, descendía por la pasarela en medio de un grupo de marinos.
– ¡No tendrá la osadía de imponernos a la intrigante en el mausoleo!
Tras secarse los ojos, Lesbia soltó, en un leve tono de desafío:
Pues es muy guapa y muy simpática. Comprendo muy bien a Cayo. Espero que se case con ella.
Siempre le había gustado ver la expresión furibunda que adoptaba Agripina cuando alguien se atrevía a llevarle la contraria.
20 Roma, abril del año 37
A veces, Calígula tenía la impresión de haber soñado los interminables años de inactividad y angustia transcurridos en Capri, como consecuencia del radical vuelco que había experimentado su vida desde su ascensión al trono.
– ¡El asno que da vueltas en el molino no está sin duda más ocupado que yo!
– Tú por lo menos comes mejor y disfrutas de bellas asnas -replicó Claudio-. ¡De todas formas, no me gustaría dedicarme a tu oficio!
– Lo más duro son las palabrerías inútiles. ¡Qué hipócrita, ese Augusto! ¡Ah, los reyes sí tienen suerte!
Calígula soportaba mal la ficción sobre la que se asentaba el régimen. Aunque todopoderoso, el emperador no dejaba de ser el princeps, el primero de los romanos, que debía tener en cuenta la opinión de los otros. Pese a que él habría tomado ya una decisión, estaba obligado a escuchar pacientemente a unos viejos de facultades mermadas y torpe elocuencia.
El 18 de marzo, el Senado le había conferido todos los poderes, de modo que se había convertido en el amo del mundo. Era el gran Pontífice, el que tendía un puente entre la ciudad y sus dioses. Las monedas llevaban su perfil, y los actos oficiales sus títulos: «Cayo César Germánico, Imperator, Gran Pontífice, Augur, investido de la potencia tribunicia.» Se levantaba al alba y, a primera hora del día, un oficial acudía a pedirle la contraseña. Después se dirigía a la salutatio donde, de acuerdo con las reglas instituidas por Augusto, presentaba sus respetos a los senadores con un beso, saludaba a los caballeros por su nombre y ponía su mano a disposición de los plebeyos para que se la besaran. Durante la hora siguiente, cumplía con sus obligaciones sacerdotales: tender el cuchillo al victimario pronunciando la oración prescrita por el ritual, poner a quemar incienso, presenciar la degollación, escuchar el augurio derivado del examen de las entrañas. A continuación recibía a los embajadores llegados de las regiones más remotas del Imperio. Los escuchaba con tedio pero se complacía en arengarlos ejercitando sus dotes innatas de orador.
Todas las mañanas, iba a la gran oficina cuya disposición no había cambiado en un solo detalle. Sobre la mesa de Cicerón, gruesos fajos aguardaban su firma: nombramientos de gobernadores, legados de legiones y prefectos de flotas o de tropas auxiliares, peticiones de clemencia para condenados a muerte, solicitudes formuladas desde distintas provincias y ciudades. Lo ayudaba una multitud de libertos. Éstos eran, en efecto, muy numerosos en la administración imperial desde que Mecenas había recomendado a Augusto recurrir a ellos en lugar de a los caballeros o aristócratas, puesto que eran más dóciles y manejables.
Para ocupar el puesto de «efeméride», especie de secretario general del gobierno encargado de llevar el control de los compromisos del emperador, Calígula había elegido a un joven cuestor, Tito Veranio, cuyo padre había lanzado la acusación contra los asesinos de Germánico. El nuevo ascendido poseía una memoria prodigiosa y no perdía la lucidez ni durante una borrachera. Además, comprendía las órdenes a la primera y apreciaba el talante sarcástico de su amo, al que daba réplica de buena gana. El hecho de que a él también se le estuviera cayendo el pelo influyó en su nombramiento, como mínimo en igual medida que sus méritos.
El nuevo emperador conservaba las costumbres de sus años de ociosidad. Como su predecesor Marco Antonio en la corte de Cleopatra, se había rodeado de un grupo de «inimitables vividores», jóvenes patricios aficionados a la francachela, artistas de renombre como el mimo Mnester y el actor Apeles, favoritos, mujeres fáciles y prostitutas. Todos llevaban el anillo con la efigie del emperador que abría todas las puertas que conducían hasta él.
El nuevo reinado se presentaba bajo los mejores auspicios. La implacable ley de lesa majestad ya no era vigente. De un extremo a otro del Imperio, los escultores grababan estelas con inscripciones idénticas: «Desde la proclamación del principado, por el que todos los hombres pedían en sus oraciones, de Cayo César Germánico, la alegría del mundo no conoce ya límites. Acaba de iniciarse para los hombres la más feliz de las edades.»
Decidido a conducirse con bondad en toda circunstancia, Calígula efectuaba con benevolencia incluso las venganzas. De este modo, decidió que en el circo ningún espectador, desde el aristócrata hasta el más modesto de los ciudadanos, debía soportar la menor molestia. A falta de un entoldado lo bastante vasto para proteger a la multitud del sol, se distribuyeron con cargo al erario público sombreros de paja. A los senadores se les informó de que, para complacerlos, el emperador los dispensaba de llevar sus botas de etiqueta. Así, se dejaban ver en las gradas ataviados con togas bordadas de púrpura, sandalias en los pies y sombreros de hortelano en la cabeza. Calígula no se cansaba de aquel espectáculo y les dedicaba irónicos elogios a cuenta de su indumentaria.
Diez años antes, tanto por cicatería como por aversión al circo, Tiberio había limitado a cien pares el número de gladiadores a los que se permitía combatir. Calígula abolió dicha restricción. Él, no obstante, prefería el arte dramático y frecuentaba con mayor gusto que el circo los tres teatros: el de Pompeyo, el de Marcelo y el de Balbo. La gente le perdonaba aquellos gustos un tanto estrambóticos.
Roma salía con alegría de los años de plomo. La multitud aclamaba al niño de las legiones no bien aparecía en público. Después del rígido Augusto y el taciturno Tiberio, el pueblo se dejaba inundar por la novedosa felicidad de tener por emperador a un joven lleno de vida y fantasía.