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Todos callaron y, al ver su sonrisa, esperaron como en los templos se esperaba el responsum oraculi. Él explicó, pronunciando con indulgencia las palabras:

– Elegid entre vosotros cuatro o cinco que se sientan con ánimos, que hablen con emoción, cuatro o cinco que no tengan nada que ver personalmente con estos procesos, quizá porque ese día estaban enfermos. Y enviadlos inmediatamente a su casa, que se arrojen a sus pies y le imploren misericordia para los demás, que ni siquiera se atreven a presentarse…

Ya estaba amaneciendo después de una noche en la que nadie se había abandonado al sueño y, desde la balconada de la villa sin gracia que julio César había construido para Cleopatra, pero que ahora era magnífica y tenía grandes jardines, el emperador contemplaba, cansado y triste, las maravillosas naves, los templos de mármol inmóviles sobre el agua oscura que Eutimio, Imhotep y Manlio estaban terminando de construir, tal como habían prometido. Todas las columnas estaban en pie. Las tejas doradas estaban amontonadlas en la orilla. Pero lloviznaba; el trabajo se había interrumpido y los hombres se preparaban la comida en las barracas.

A pesar de la lluvia, una delegación de senadores escogidos entre los oradores más persuasivos fue hasta allí, se presentó ante la verja vigilada por la guardia germánica y se enteró con alivio de que el emperador aceptaba recibirlos. En realidad, él había escuchado con un alivio casi igual la noticia de que estaban llegando. Le hablaron del constante terror que había inspirado a todos ellos el dominio de Tiberio, le aseguraron que había sido imposible escapar de él y cuánto agradecían hoy a los dioses vivir bajo su razonable gobierno; en el fondo, concluyó uno con perspicacia, habían sido ellos, por unanimidad, los que lo habían elegido. Le juraron fidelidad absoluta, y para aquellos infelices que esperaban angustiados en Roma, le suplicaron clemencia, porque, como se sabía desde los tiempos de Homero, la clemencia es la virtud más luminosa de las almas fuertes.

En vista de que no decía nada, un senador llegó a citar con voz emocionada algunos admirables versos de la Ilíada sobre el perdón de los enemigos. Quisieron confiar en haberlo convencido; él se comportó como si los hubiera creído y al día siguiente, en la brumosa mañana, regresó lentamente a Roma. El caballo Incitatus percibía su estado de ánimo y se mostraba dócil, sensible a su mano y a sus talones, sin siquiera un estremecimiento en sus fuertes músculos. La soberbia crin, impregnada de aire húmedo, le caía pesadamente a los lados del cuello.

Pero, en Roma, Calixto se apresuró a decir:

– No podemos fiarnos. Y tú debes protegerte.

La única protección realmente segura era la prevista en su época por Tiberio: la siniestra Lex de majestate, el ilimitado instrumento policial que el joven emperador había abolido apasionadamente. Y ahora, al cabo de menos de tres años, era necesario restaurarla para seguir con vida. Y él la restauró.

El anuncio hizo murmurar a los senadores: «La derogó con muchos aspavientos y ahora la recupera, y la aplicará». Y se sintieron aterrorizados como en los tiempos de Tiberio, que se había librado de sus adversarios con un cauto y despiadado rosario de procesos.

Valerio Asiático, por primera vez sin sonreír, dijo:

– Los nombres que hizo leer a ese griego se están filtrando fuera del Senado y corren por Roma. Ayer, Cerialis y Betilenus bajaron al Foro de Augusto y la multitud los obligó a marcharse, a desaparecer. Si, bajo la acusación más absurda, los hace detener, flagelar, crucificar, la gente dirá que tiene razón. Y si alguien reacciona, basta que él dé unas palmadas para que los pretorianos salgan a la calle. ¿Visteis cómo acabó Sertorio Macro?

Se asustaban unos a otros; veían que volverían los libertos encargados de investigaciones secretas, los funcionarios anónimos que vivían indagando sobre cualquier posible hostilidad o complot, y a los que el terror general llamaba a cognitionibus, es decir, recopiladores de información. Resurgirían palabras espeluznantes: delatio, denuncia, delator, denunciante, aquel que lleva a juicio. Pero esta vez la caza no era contra los dispersos populares, jabalíes jadeantes y apartados de la manada, como en los tiempos de Tiberio, sino contra los hombres más poderosos de Roma.

Al final, alguien observó que con Tiberio había sido imposible reaccionar porque se había aislado en la fortaleza de Capri. Ni siquiera con motivo de la muerte de su madre había vuelto a Roma; y había difundido la historia del oráculo que se lo había aconsejado.

– En cambio, este vive en Roma, aparece en público, viaja…

Sin embargo, otros replicaron que una agresión pública, como se había hecho en el caso de julio César, acabaría en una matanza a causa de la poderosa guardia germánica.

– Tiberio escogió una isla y no se movió de allí. Este, en cambio, ha escogido un muro de espadas y va a donde se le antoja.

Alguien sugirió entonces que el camino para llegar hasta él había que buscarlo entre la gente que lo rodeaba, en el tranquilo esplendor de los palacios imperiales.

Milonia

Del apresurado y mal avenido matrimonio con Lolia Paulina no estaban naciendo hijos. Y el emperador notó casi enseguida la carga de aquella mujer que, aunque había comenzado enseguida a descuidarla, oficialmente era íntima compañera suya, como si fuera una parte irrenunciable de sí mismo, señora de Roma, «tan necia como para convencerse de que posee por mérito propio cuanto le he dado yo» y, por añadidura, irritantemente incapaz, en su llamativa belleza, de saber cómo debía moverse, caminar, mirar y, sobre todo, callar una emperatriz, la Augusta.

El emperador había reaccionado una sola vez, al final de un banquete oficial en el que ella había demostrado su incontrolada ineptitud. «Tú no conociste a mi madre, ¿verdad?», le había preguntado. Hubiera sido imposible por razones de edad, pero el recuerdo de Agripina era un mito. Y como ella lo había mirado con cara de asombro, no había añadido nada más.

Uno de aquellos días, su segunda hermana, aquella a la que él había liberado de su violento marido («inmerecidamente llamada Agripina, como su madre», murmuraban en Roma), se sentó a su lado en la tranquilidad de los jardines imperiales y le dijo con una voz tan estúpidamente llena de odio que ni siquiera parecía la suya:

– Me he preguntado muchas veces por qué habías nombrado heredera a Drusila. No sé qué tenía ella que no tenga yo.

Nombrar un heredero era un deber dinástico, y aquello a él le sorprendió desagradablemente. Pero ella hablaba con lentitud, de una manera un poco tonta, de modo que él tuvo tiempo de comprender y contestó con despreocupación, riendo:

– Por motivos de edad.

Ella no dijo nada más. Pero aquella frase había roto los lazos de familia que quedaban y el emperador empezó a construir en su mente laberintos de sospechas.

Entretanto -igual que se extendían las aguas fangosas del río después de las lluvias invernales-, por Roma se había difundido la terrible historia de los documentos encontrados en los aposentos de Tiberio. A partir de ese momento, nada había seguido siendo igual. Para el pueblo, el emperador finalmente había desenmascarado y aplastado a la banda de los senadores. Cuando aparecía en público, lo aplaudían, y también se oía gritar: «¡Mátalos!». «La sabiduría de la gente sencilla», comentaban los populares, que lo hubieran hecho gustosos, pero no tenían valor.

Entre los optimates, en cambio, ya se propagaba como inevitable la idea de que ellos y el emperador no podían sobrevivir juntos en Roma. Y puesto que ellos eran unos cientos y el emperador un hombre solo, el más pedestre cálculo de las probabilidades y las conveniencias comenzó a inducir a algunos de los hombres que el emperador creía afines a distanciarse, a buscarse contactos para cuando las cosas cambiaran. Otra arte que también se iría refinando con el paso del tiempo.