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Roma los había padecido con odio. El joven emperador se dijo con cierto abatimiento: «Empuñar el arma de esa ley es adentrarse en un camino sin retorno». Pero al final se decidió: «Es necesario». Ordenó en secreto que Arvilio Flaco fuese conducido a Roma. Y esperó.

Arvilio Flaco llegó, destrozado por el larguísimo viaje realizado por mar y tierra como prisionero, al igual que Agripina y Nerón habían viajado a las islas donde los habían relegado. Los viejos recuerdos despertaron en los senadores, como un terremoto en el sueño. Al igual que en los tiempos de Tiberio, se vieron de una hora para otra convocados en supremo tribunal. Y mientras que los populares comentaban con odio: «¡Por fin!», la alarma dejó helados a los optimates: en aquel joven emperador de ojos verdes, cabello bien peinado y hermosa voz, además de la inocua fascinación de la juventud se movía algo más.

En cuanto al emperador, la noche antes del proceso volvió a tener insomnio: caer profundamente dormido, despertarse esperando que sea de día, descubrir irremediablemente que todavía es noche profunda. Comprendió que solo esperaba ver cara a cara a uno de los responsables de la muerte de su madre.

Arvilio entró en aquella Curia solemne, brillante de mármoles y repleta de senadores inmóviles, que intimidaba hasta hacer balbucir a los embajadores amigos y acobardaba a los otros. Al ver al emperador, vaciló. Este, por su parte, después de haber pasado la noche sin dormir, veía a un sexagenario medio calvo, de piel malsana y rugosa y mirada huidiza. «Desconfía de quien, cuando te habla, mira hacia un lado», había dicho su padre. Los senadores estaban sentados y guardaban un silencio tenso; era el primer proceso después de la muerte de Tiberio. No era una siniestra persecución política, sino un juicio por acusaciones de mala administración y violencia; y sin embargo, la sala se llenaba de horribles recuerdos.

Desde el comienzo del interrogatorio, el emperador vio que el despiadado Arvilio era vil, implorante y mentiroso. «Un hombre así -pensó con furor- tuvo en sus manos la vida de una mujer como aquella.» A buen seguro, de aquel proceso sabía bastante más que él.

Pensamientos de venganza cundían entre los populares; entre los optimates, en cambio, se extendía el miedo de que Arvilio hablara del pasado. Por eso, todos de consuno y con la máxima rapidez que permitían los procedimientos, lo declararon culpable. Algunos fueron a consultar con el emperador el alcance de la pena, y él impetuosamente declaró:

– No quiero muertos.

Los senadores, recordando la inhumana frialdad de Tiberio, se sorprendieron, pero, bien por compasión por el condenado o bien por secreta connivencia, obedecieron y condenaron a Arvilio a que le fueran confiscados sus bienes y a ser relegado a una isla de las Cícladas, en el Egeo, la siniestramente célebre Giaros.

– ¡Vaya! -dijo Calixto-. Tenemos la suerte de capturar a una serpiente y, en vez de aplastarle la cabeza, la dejamos en libertad al fondo del jardín.

Pero Arvilio, al oír la condena, se desesperó y lloró indecorosamente en público. Entonces, Marco Emilio Lépido -el hombre con el que Drusila, enamorada, había querido casarse, el nieto de aquel Marco Lépido en cuya casa julio César había cenado la noche antes de que lo mataran- rogó de improviso al emperador, recordando precisamente la dureza de la relegación, que enviara al condenado a un lugar menos aislado y salvaje.

«¿Por qué lo protege Lépido?», pensó el emperador con una momentánea desconfianza. Sin embargo, se acordó de cuando había visto partir para Giaros, a morir allí, al tribuno Cretico, fiel compañero de su padre en Siria, y ordenó que la remota Giaros fuese cambiada por la mucho más clemente isla de Andros. Los senadores ensalzaron su clemencia y le obedecieron.

«Cede fácilmente a la piedad», reflexionó alguien. Y para el senador junio Silano, para los Pisón, para Sertorio Macro, que -aterrorizados al ver emerger su embrionario complot- habían seguido el proceso como se mira un río en plena crecida, temiendo que rompa los diques, aquel resquicio de docilidad, aquel sentimental retorno a las decisiones racionales, muy distinto de la siniestra inexorabilidad de Tiberio, fue como haber descubierto una grieta en una pared.

En cuanto al emperador, se guardó sus pensamientos para sí. Le dijo a Calixto una sola palabra, plenamente consciente de lo que desencadenaría en aquel pálido griego:

– Vigílalos.

Después aparentó haberlo olvidado todo, pues Eutimio, el constructor de naves, y el arquitecto egipcio Imhotep le anunciaron que en una piscina de los jardines imperiales flotaban los modelos, a escala, de la Ma-ne -yet y la Me-se -ket, las dos misteriosas naves egipcias, y que si él daba su aprobación al día siguiente comenzarían a trabajar a orillas del lacus Nemorensis.

– Quiero verlas inmediatamente -contestó él, y bajó a su paso veloz de muchacho mientras los otros dos se apresuraban a seguirlo, el anciano Imhotep emocionado y ansioso, y Eutimio, bronceado por el mar de Miseno, con una sonrisa pícara, como si estuviera preparando una broma. Al fondo del camino, entre las plantas, el sol iluminaba algo que le respondía con reflejos de oro. Mientras el emperador se acercaba, el resplandor era por momentos cegador, pues Eutimio había estudiado bien la colocación y la hora.

Ante el estanque de las flores acuáticas que Augusto había traído de Egipto, Eutimio dijo con un gesto triunfal, como si señalara una ciudad conquistada:

– Augusto, mira: dos naves con casco de madera, sobre cuyo puente se alzan edificios de mármol y que flotan ligeras. Mira. -Con un dedo, movió el gran timón situado en la popa de la nave sin remos y sin velas; la proa se volvió lentamente hacia el emperador-. Me faltan los remeros -añadió, riendo-. Tengo que hacerlo yo. -Y con la palma de la mano, empujó la segunda nave hasta que la proa tocó la popa de la primera. Las dos embarcaciones se convirtieron en un solo edificio que flotaba y resplandecía.

– Nunca se había concebido nada semejante -dijo el emperador. Y el corazón le sugirió que, más allá del poder y de la gloria, una empresa así bastaba para dar fama a un hombre-. Gracias.

Antes del anochecer, toda Roma hablaba de las naves de oro de los jardines imperiales. Sin embargo, la poderosa casta de los sacerdotes públicos, los Quattuor Amplissima Collegia, el preeminen te Collegium Pontificum, los augures que predecían el futuro basándose en el vuelo y el canto de los pájaros, los Quindecemviri Sacris Faciundis, que consultaban los antiquísimos Libros Sibilinos en los momentos desesperados -todos los cuales ya habían visto con malos ojos el enigmático y competidor templo isíaco en el Campo de Marte- dijeron que en Roma estaban sucediendo cosas extrañas: «Una magia egipcia mantiene a flote sobre el agua naves de mármol».

La alarma era todavía mayor porque el joven emperador no se interesaba mucho por los ritos religiosos romanos, a los que Augusto, en cambio, había contribuido con grandiosas ceremonias y generosas donaciones.

– El emperador se parece a Julio César, que no ofrecía ni mandaba ofrecer sacrificios a los dioses -dijo con reprobación un viejo sacerdote-. También él, cuando volvió de Egipto después de aquella historia con Cleopatra, dio muestras de que su mente había sufrido un siniestro cambio.

Después se supo que en las colinas del otro lado de Aricia, a orillas de aquel lago que descansaba peligrosamente sobre un volcán dormido, había comenzado una misteriosa y magna obra de construcción. Llegaban maestros de hacha de las montañas del interior, y carpinteros de Miseno, de Tarento, incluso de Alejandría; descargaban vigas centenarias, enormes fustes de columna, montañas de tejas. Y no se permitía a nadie bajar al lago. Sin embargo, subiendo a la ladera del monte, escondiéndose entre los troncos para no ser visto por los centinelas, se veía el nutrido campamento de aquella gente extranjera. Trabajaban duro desde el alba hasta la noche, con grandes hogueras. Habían levantado dos gigantescas estructuras de madera en la orilla, y continuaban trabajando.