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Julio César, en cambio, no había tenido a nadie; y lo habían matado, en público y en medio de la Curia. ¿Durante cuánto tiempo había llevado dentro la idea de la muerte que despertaba todas las mañanas con él? Y sin embargo, el destino le había enviado advertencias: un día, había encontrado sospechoso el semblante pálido y ceñudo de Casio.

«Creías que te querían, pero no te quieren. La relación entre tú, que tienes el poder, y todos los demás no es una relación entre seres humanos.» ¿Quién era aquel antiguo tirano que iba disfrazado por callejas y tabernas para saber qué pensaba de verdad la gente de él? Hundió la cara en la almohada. «El poder es un tigre -se dijo con desesperación-, pero está agazapado sobre una roca, solo, mientras una jauría de perros ladra a su alrededor.»

Con los ojos cerrados, comenzó a buscar la lejanísima oscuridad en la que había desaparecido la sombra de su padre. Hablaba con él, o se ilusionaba con la idea de que sus pensamientos encontraran algo al otro lado de la muerte. «¿Durante cuánto tiempo tuviste tú también ese presentimiento? ¿Era esto lo que querías decir cuando me hablabas y me cogías de la mano?»

«En el templo de Ab-du, en el centro de la inmensa necrópolis -decía el sacerdote de Sais-, hay una cámara subterránea al final de no sé cuántos peldaños, porque el templo por el que nosotros caminamos está construido sobre los cimientos de seis templos más antiguos, uno encima de otro. La escalera baja hasta el fondo, hasta el templo original, construido cuando los hombres no conocían aún la escritura. La pequeña cámara, allá abajo, está totalmente forrada de oro, como el sarcófago de un phar-haoui, pero sin inscripciones, porque los muertos ya no pueden leer. Allí debes encender tu débil candil, y de pronto la cámara resplandece: el suelo, las paredes, encima de tu cabeza. Entonces dejas caer sobre el candil, de uno en uno, para que ardan, los granos de khfir, el perfume cuya fórmula solo conoce el phar-haoui, y los muertos a los que amas acuden -prometía el sacerdote-, estén donde estén, acuden atravesando las paredes, porque les gusta la luz y desean intensamente ese perfume. Pero tú jamás podrás verlos; solo puedes oír su respiración, alrededor de ti, mientras se embriagan de luz e inhalan con pasión el perfume. Entonces puedes hacerles preguntas, pero cortas y en voz muy baja, porque vienen de lejos y están cansados. Y no oirás nunca su voz. Sus respuestas son soplos amorosos que te rozan la oreja y de repente se desarrollan en tu mente, como si fueran pensamientos tuyos. Pero no te dejes atrapar por este encantamiento, porque si, por desgracia, los retuvieses allí cuando se acerca el día, se abismarían, desesperados, y no tendrías nunca más la posibilidad de convocar a ninguno. En un momento dado, sabrás que debes despedirte de ellos aunque te parta el corazón. Dejarás que se consuma el último grano de perfume y luego cogerás el candil y, soplando suavemente, lo apagarás. Después, a oscuras, con el candil apagado enfriándose en tu mano, buscarás a tientas la puerta y saldrás, y subirás los ciento veinte peldaños de la escalera antes de que la aurora ilumine la arena.» Pero ¿de verdad había dicho todo eso el anciano sacerdote? ¿O los recuerdos se habían mezclado con sus angustiosos sueños?

El emperador se volvió hacia un lado de la cama creyendo que estaba solo. Y el sol ya estaba alto. Y Milonia estaba en cuclillas mirándolo.

Él se emocionó y empezó a decir:

– Nosotros dos…

Pero se interrumpió porque ella, impulsivamente, lo abrazó, se abandonó sobre su pecho pegando la cara a su piel, haciéndose pequeña, con tanta ternura que él le acarició el cabello y la estrechó contra sí. Era realmente pequeña, pensó, la única persona que lo amaba de verdad y tanto.

Ella alzó los ojos desde debajo de la pesada masa de cabellos todavía despeinados y, en el silencio absoluto que dominaba los palacios imperiales cuando se pensaba que el emperador había conseguido dormirse, murmuró:

– Has dicho nosotros…, tú y yo…

Él la miraba con ternura y no alcanzaba a comprender que para ella aquel pronombre era vertiginoso, era la seguridad de que, entregándosele de modo tan incandescente y total, había entrado en él y echado raíces.

Pero Milonia no hablaba nunca; hablaban sus ojos, sus cabellos y sus manos. Él la rodeó entre sus brazos, la estrechó muy fuerte, y ella exhaló un suspiro, como si se asfixiara. Él repitió, en el silencio del amanecer:

– Tú y yo, nosotros dos, iremos a Egipto. -Oh… -dijo Milonia.

– Lo he pensado ahora. No dormía; este silencio que creáis a mi alrededor es inútil.

No confesó que la idea se le había ocurrido igual que, en la cárcel, un preso descubre una vía de evasión. «Lejos de Roma», pensó, pero lo que dijo fue:

– Egipto se acuerda de mi padre y de lo que hizo, y de cómo perdió la vida. Iremos a donde fueron Marco Antonio y Cleopatra -prometió-. Iremos a Iunit Tentor.

No le dijo a la mujer que temblaba levemente entre sus brazos cuáles habían sido sus largos y melancólicos pensamientos. Se había preguntado qué quedaría del flujo de ideas nacidas en aquellos años. Se había dicho que era un continuo echar piedras al enorme plato de una balanza; pero él estaba solo, y el plato de la balanza, inmóvil.

Al final de su primer año de gobierno, cuando había descubierto que el poder necesitaba garras, se había dicho: «Debería escribir. Pero los escritos son frágiles; basta un gesto para arrojarlos al fuego». Era primavera, cuando el ruiseñor canta en las últimas horas de la noche. Lo había escuchado con los ojos cerrados, hasta que se había callado. Había pensado que quizá Augusto había grabado su historia en bronce y en mármol después de pensamientos como esos. «Escribiré sobre las piedras de los templos, como los antiguos phar-haoui», se había prometido a sí mismo. Su gran proyecto egipcio había nacido aquella noche. Y, tal como él había intuido, ningún historiador hablaría nunca de él; solo las piedras.

Acarició los cabellos de la mujer y dijo:

– Vi el templo de Iunit Tentor con mi padre.

Germánico había murmurado: «Es una biblioteca de piedra». Toda la historia, la ciencia y la mística egipcias estaban esculpidas y pintadas sobre las inmensas superficies de granito: las paredes, las columnas, los techos, los capiteles hatóricos, las hojas y los cantos de las puertas, un vertiginoso acoso de imágenes, sin un palmo de espacio libre.

– Vi, alrededor del jem -dijo el emperador-, las cámaras que habían contenido los instrumentos de los ritos: el oro, el electrón, los perfumes, los instrumentos musicales, las vestiduras sagradas. Pero estaban derribadas y vacías; solo quedaba el recuerdo, las inscripciones esculpidas en las paredes. Los sacerdotes levantaron las trampillas de piedra para que bajáramos a los sótanos; y allí, las inscripciones tenían mil quinientos años de antigüedad. Nos dijeron que dentro de los inmensos machones hay excavadas pequeñas criptas, cubiertas de otras inscripciones secretas, algunas tan antiguas que llevan el nombre del phar-haoui Meriri. Durante la invasión de Augusto las tapiaron y ahora nadie es capaz de encontrarlas. Pero están allí. Los sacerdotes decían que las descubrirán dentro de no sé cuántos siglos.

Un solo pensamiento ocupaba la mente de Milonia mientras escuchaba: «Marcharse de Roma con él, lejos de estos palacios con mil puertas. Fuera de aquí, donde a cada paso encuentras a senadores que cuchichean y a sus mujeres que lanzan miradas de odio».

El emperador recordó que el sacerdote de Iunit Tentor había sugerido a Germánico: «Quédate aquí». No había quedado claro, sin embargo, si era una invitación o una premonición. Se guardó el recuerdo para sí y le dijo a Milonia:

– Hice construir en Iunit Tentor un monumento a mi padre: una gran sala, cuyo techo reposa sobre veinticuatro altísimas columnas. Y ordené que grabaran el episodio de julio César y Cleopatra, y de su hijo, al que Augusto mató a traición. Y ahora nosotros dos volveremos.