Es, de hecho, un viaje iniciático, éste, que comienza con una especie de rapto de lo real de que es no víctima sino elegida una mujer, María, una vulgar esposa, que, en los comienzos de una gravidez, va a un baile de máscaras donde encuentra a un extraño personaje vestido de rojo que la conduce a la casa; un personaje al que ella llama una vez Mefistófeles, otra Doctor Fausto, en los dos finales diferentes que Pessoa imaginó para la historia.

Al principio el narrador-dramaturgo nos deja entrever dos escenarios. Primero, el de una calle cualquiera (frente a una cerrajería, precisamente), en que viven una mujer cualquiera y su desdibujado marido, que sellan esa unión simple con vacíos rituales, como el beso "de la costumbre que nadie al darlo sabe si es costumbre si es beso". Pero este escenario va a abrirse a otro, ilimitado y fantástico, que ya no es un lugar donde se vive sino por donde se viaja, fuera del espacio y del tiempo: "Abajo, a una distancia más que imposible, había, como astros diseminados, grandes manchas de luz: ciudades, sin duda, de la Tierra".

De ese viaje-sueño desembarcó María en un punto que era puente entre esos dos planos y que el narrador describe como "una terminal de trenes", y el Hijo, como "un subterráneo". Ambas metáforas desembocan en la realidad: "exactamente aquí, al final de la calle", dice el Hijo, al contar su sueño. Y no puedo dejar de recordar a Campos, que, de sus constantes viajes allende la "prisión de la personalidad" -expresión esta de Bernardo Soares-, regresaba siempre "a la normalidad como a una terminal de línea"6.

En apariencia nada acontece durante este "viaje sin término real ni propósito útil": sólo los monólogos, rara vez dialogados, entre el Diablo y María. Para que no quede sombra de duda, él aclara: "No hablo contigo sino con tu hijo…". Es el Diablo el que en verdad fecunda, con el Verbo, el fruto de su vientre, que lo arranca de su condición de ser cualquiera y lo consagra poeta de genio. María apenas va a actuar, a semejanza de la Virgen Madre del mito católico, como "la maleta" que lo transportará al mundo (es ésta la expresión que Caeiro usa peyorativamente en el "Oitavo Poema do Guardador de Rebahnos" (El octavo poema del cuidador de rebaños).

Como "peregrinos del misterio y del conocimiento" nos son presentados los dos viandantes; la expresión es del Diablo que se prepara para iniciar al Hijo elegido en la faz oscura de la verdad aparente. No en la verdad absoluta, pues no está al alcance de los hombres, y es, como dice, "inalcanzable".

Este Iniciador es también un propiciador de vértigos. Para él, hombres y dioses no son más que peldaños de una escalera vertiginosa cuyos principio y fin pueden entreverse. "Dios es el Hombre de otro Dios mayor", dice Pessoa y piensa Fausto, protagonista del poema dramático homónimo a que Pessoa se aplicó a lo largo de la vida.

Este Diablo hace, por su parte, afirmaciones semejantes:

Los problemas que atormentan a los hombres son los mismos problemas que atormentan a los dioses. Lo que está abajo es como lo que está arriba, dijo Hermes Tres Veces Máximo, que, como todos los fundadores de religiones, se acordó de todo, menos de existir. Cuántas veces Dios me dijo, citando a Antero de Quental: "¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¿Y quién soy yo?".

Todo es símbolo y atraso, y nosotros, los que somos dioses, no tenemos más que un grado más alto en una Orden cuyos Superiores Incógnitos no sabemos quiénes son.

En una pieza desconocida, Sessão dos Deuses7 (Sesión de los dioses), Júpiter se dirige a los hombres en estos términos:

Soy dios supremo donde soy dios supremo, ni un palmo más allá. A mí me llaman padre de los dioses porque soy padre de los que son mis hijos; yo mismo, sin embargo, soy hijo, y tuvieron padres los que lo son míos. Nadie sabe si la falta de fin de todo es por andar siempre hacia adelante, hacia donde nunca se llega, o por andar siempre en círculo, hacia donde no hay adonde llegar.

Hombres y dioses serían así, según Júpiter, apenas puntos, diferentes etapas en una espiral sin fin. También el Diablo afirma a cierta altura de este cuento:

Son eras sobre eras, y tiempos tras tiempos, y no hay más que andar por la circunferencia de un círculo que tiene la verdad en el punto que está en el centro.

Inmediatamente antes en este monólogo suyo, el Diablo había introducido otro elemento en la escala-escalera vertiginosa dios-hombre-animal.

El hombre no difiere del animal sino en saber que no lo es. Es la primera luz, que no es más que tiniebla visible. Es el comienzo, porque ver la tiniebla es tener su luz. Es el fin, porque es saber, por la vista, que se nació ciego. Así el animal se torna hombre por la ignorancia que en él nace.

Y de nuevo nos acuden ecos de Fausto: "El saber es la inconsciencia de ignorar".

Por este recorrido, el dios que antecede al hombre tiene un paisaje apenas más amplio de su ignorancia. Es más amplia la circunferencia de su horizonte más allá del cual no conoce nada; sabe apenas un poco más que nada sabe.

No presume este Diablo de enseñar a encontrar la verdad, que es inalcanzable; sólo quiere habituar la mirada a saltar los obstáculos que habitualmente le interponen, para colocarlo ante el vértigo del abismo:

Todo es mucho más misterioso de lo que se juzga, y todo esto -Dios, el universo y yo- es apenas un rincón misterioso de la verdad inalcanzable.

La verdad es un punto situado en el centro de un círculo inabarcable; tal vez ése en que piensa Bernardo Soares cuando escribe: "Y yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino por una geometría del abismo"8.

En la "Oda triunfal" Campos escribe:

En la noria del terreno de mi casa

el burro camina alrededor, camina alrededor,

y el misterio del mundo es del tamaño de esto.

Pero esa circunferencia -para que la inalcanzable verdad sea aún más vertiginosa y huidiza- es una órbita dentro de otras órbitas, ilimitadamente.

Todo este universo, y todos los otros universos, con sus diversos creadores y sus diversos Satanes, más o menos perfectos y diestros, son vacíos dentro del vacío, nadas que giran, satélites, en la órbita inútil de ninguna cosa.

Las enseñanzas para administrar las cuales fue creado Alberto Caeiro, el Maestro, van en sentido contrario a las del Diablo, Maestro también, y, como él, un subversor. Es que Caeiro enseña a no mirar más allá de la curva del horizonte para no tener vértigos, a dormir la vida como "el animal humano" que él nos quiere enseñar a ser. "Felices los que duermen, en su vida animal", no deja de comentar el Diablo, en un momento de cansancio de su divina condición.

Como la verdad es inalcanzable, el Diablo se limita a presenciar, desde lo alto, su manifestación plural:

Aquí, en estas esferas superiores, de las cuales se creó y transformó el mundo, nosotros, para decirle la verdad, no percibimos nada. Me inclino a veces sobre la tierra vasta, echado a la orilla de mi meseta por encima de todo -la meseta de la Montaña de Heredom, como la he oído llamar- y cada vez que me inclino veo religiones nuevas, nuevas grandes iniciaciones, nuevas formas, todas contradictorias, de la verdad eterna, que ni Dios conoce.

El Diablo sabe que la verdad no puede ser revelada por ninguna de esas "nuevas religiones" porque esa "verdad eterna, que ni Dios conoce" no está especialmente en ninguna pero no deja de estar en todas. Ninguna la abarca, pero todas dan señal de ella. Por eso afirma: