– Creo que le diste -dijo-. Ahora tenemos que hallar el pájaro muerto.
Trajo una escalera y me hizo subir a buscar sobre la ramada, pero nada pude hallar. El mismo subió y buscó un rato, con resultados igualmente negativos.
– A lo mejor lo hiciste pedacitos -dijo don Juan-, en cuyo caso debemos hallar al menos una pluma.
Empezamos a buscar en torno a la ramada y luego alrededor de la casa. La luz de la interna alumbró nuestra búsqueda hasta la mañana. Luego nos pusimos nuevamente a recorrer el área que habíamos cubierto durante la noche. A eso de las 11:00 a.m. don Juan suspendió la busca. Se sentó desalentado, sonriéndome con tristeza y dijo que yo no había logrado detener a su enemiga y que ahora, más que nunca antes, su vida no valía un centavo porque la mujer estaba sin duda molesta, ansiosa de tomar venganza.
– Pero tú estás a salvo -dijo don Juan dándome ánimos-. La mujer no te conoce.
Mientras me dirigía a mi auto para regresar a casa, le pregunté si debía destruir la escopeta. Respondió que el arma no había hecho nada y que la devolviera a su dueño. Noté una profunda desesperanza en los ojos de don Juan. Eso me conmovió tanto que estuve a punto de llorar.
– ¿Qué puedo hacer por ayudarlo? -pregunté.
– No hay nada que puedas hacer -dijo don Juan.
Permanecimos callados un momento. Yo quería irme de inmediato. Sentía una angustia opresiva. Me hallaba a disgusto.
– ¿De veras tratarías de ayudarme? -preguntó don Juan en tono infantil.
Le dije de nuevo que mi persona estaba por entero a su disposición, que mi afecto por él era tan profundo que yo emprendería cualquier clase de acción por ayudarlo.
– Si los dices en serio -repuso-, tal vez tenga yo otro chance.
Parecía encantado. Sonrió ampliamente y palmoteó las manos varias veces, como siempre que quiere expresar un sentimiento de placer. Este cambio de humor fue tan notable que también me involucró. Sentí de pronto que el ambiente opresivo, la angustia, habían sido derrotados y la vida era otra vez inexplicablemente estimulante. Don Juan tomó asiento y yo hice lo mismo. Me miró un largo momento y luego procedió a decirme, en forma muy tranquila y deliberada, que yo era de hecho la única persona que podía ayudarlo en ese trance, y que por ello iba a pedirme hacer algo muy peligroso y muy especial.
Hizo una pausa momentánea como si quisiera una reafirmación de mi parte, y nuevamente reiteré mi firme deseo de hacer cualquier cosa por él.
– Voy a darte un arma para atravesarla -dijo.
Sacó de su morral un objeto largo y me lo entregó. Lo tomé y luego lo examiné. Estuve a punto de soltarlo.
– Es un jabalí -prosiguió-. Debes atravesarla con él.
El objeto que yo tenía en la mano era una pata delantera de jabalí, seca. La piel era fea y las cerdas repugnantes al tacto. La pezuña estaba intacta y sus dos mitades se hallaban desplegadas, como si la pata estuviera estirada. Era una cosa de aspecto horrible. Me provocaba un amago de náusea. Don Juan la recuperó rápidamente.
– Tienes que clavarle el jabalí en el mero ombligo -dijo.
– ¿Qué? -dije con voz débil.
– Tienes que agarrar el jabalí con la mano izquierda y clavárselo. Es una bruja y el jabalí entrará en su barriga y nadie en este mundo, excepto otro brujo, lo verá clavado allí. Esta no es una batalla común y corriente, sino un asunto de brujos. El peligro que corres es que, si no logras atravesarla, ella te mate allí mismo, o sus compañeros y parientes te den un balazo o una cuchillada. Por otra parte, puede que salgas sin un rasguño.
"Si tienes éxito, ella se sentirá tan mal con el jabalí en el cuerpo que me dejará en paz."
Una angustia opresiva me envolvió nuevamente. Yo tenía un profundo afecto por don Juan. Lo admiraba. En la época de esta pasmosa petición, ya había aprendido a considerar su forma de vida, y su conocimiento, un logro insuperable. ¿Cómo podía alguien dejar morir a un hombre así? Y sin embargo, ¿cómo podía alguien arriesgar a sabiendas su vida? A tal grado me sumergí en mis deliberaciones que sólo hasta que don Juan me palmeó el hombro advertí que se había puesto de pie y estaba parado junto a mí. Alcé la vista; él sonreía con benevolencia.
– Regresa cuando sientas que de veras quieres ayudarme -dijo-, pero sólo hasta entonces. Si regresas, sabré lo que tendremos que hacer. ¡Vete ya! Si no quieres regresar, también eso lo comprenderé.
Automáticamente me levante, subí en mi coche y me fui. Don Juan me había sacado del aprieto. Podría haberme ido para nunca volver, pero de algún modo la idea de estar en libertad de marcharme no me confortaba. Manejé un rato más y luego, siguiendo un impulso, di la vuelta y regresé a casa de don Juan.
Seguía sentado bajo su ramada y no pareció sorprendido de verme.
– Siéntate -dijo-. Las nubes están hermosas en el poniente. Pronto va a oscurecer. Siéntate callado y deja que el crepúsculo te llene. Haz ahora lo que quieras, pero cuando yo te diga, mira de frente a esas nubes brillantes y pídele al crepúsculo que te dé poder y calma.
Durante un par de horas estuve sentado ante las nubes del oeste. Don Juan entró en la casa y permaneció dentro. Cuando oscurecía, regresó.
– Ha llegado el crepúsculo -dijo-. ¡Párate! No cierres los ojos, mira directo a las nubes; alza los brazos con las manos abiertas y los dedos extendidos y trota marcando el paso.
Seguí sus instrucciones; alcé los brazos por encima de la cabeza y empecé a trotar. Don Juan se acercó a corregir mis movimientos. Puso la pata de jabalí contra la palma de mi mano izquierda y me hizo sostenerla con el pulgar. Luego bajó mis brazos hasta hacerlos apuntar hacia las nubes naranja y gris oscuro sobre el horizonte occidental. Extendió mis dedos en abanico y me dijo que no los doblara sobre las palmas. Era de importancia crucial el que yo mantuviese los dedos extendidos, porque si los cerraba no estaría pidiendo al crepúsculo poder y calma, sino que estaría amenazándolo. También corrigió mi trote. Dijo que debía ser apacible y uniforme, como si me hallara corriendo hacia el crepúsculo con los brazos extendidos.
Esa noche no pude dormir. Era como si, en vez de calmarme, el crepúsculo me hubiera agitado hasta el frenesí.
– Tengo todavía tantas cosas pendientes en mi vida -dije-. Tantas cosas sin resolver.
Don Juan chasqueó suavemente la lengua.
– Nada está pendiente en el mundo -dijo-. Nada está terminado, pero nada está sin resolver. Duérmete.
Las palabras de don Juan me apaciguaron extrañamente.
A eso de las diez de la mañana siguiente, don Juan me dio algo de comer y luego nos pusimos en camino. Susurró que íbamos a acercarnos a la mujer a eso del mediodía, o antes si era posible. Dijo que la hora ideal habría sido el principio del día, porque una bruja tiene siempre menos potencia en la mañana, pero la Catalina jamás dejaría a esa hora la protección de su casa. No hice ninguna pregunta. Me dirigió hacia la carretera, y en cierto punto me dijo que parara y me estacionara al lado del camino. Dijo que allí debíamos esperar.
Miré el reloj; eran cinco para las once. Bostecé repetidamente. Me hallaba en verdad soñoliento; mi mente vagaba sin objeto. De pronto, don Juan se enderezó y me dio un codazo. Salté en mi asiento.
– ¡Allí está! -dijo.
Vi a una mujer caminar hacia la carretera por el borde de un campo de cultivo. Llevaba una canasta colgada del brazo derecho. Sólo hasta entonces advertí que nos hallábamos estacionados cerca de una encrucijada. Había dos veredas estrechas que corrían paralelas a ambos lados de la carretera, y otro sendero más ancho y transitado, perpendicular a los otros; obviamente, la gente que usaba ese sendero tenía que cruzar el camino pavimentado.
Cuando la mujer estaba aún en el camino de tierra, don Juan me hizo bajar del coche.
– Hazlo ahora -dijo con firmeza.
Lo obedecí. La mujer estaba casi en la carretera. Corrí y la alcancé. Estaba tan cerca de ella que sentí sus ropas en mi rostro. Saqué de mi camisa la pezuña de jabalí y lancé con ella una estocada. No sentí resistencia alguna al objeto romo. Vi una sombra fugaz frente a mí, como un cortinaje; mi cabeza giró hacia la derecha y vi a la mujer parada a quince metros de distancia, en el otro lado del camino. Era una mujer bastante joven, morena, de cuerpo fuerte y rechoncho. Me sonreía. Tenía dientes blancos y grandes y su sonrisa era plácida. Había entrecerrado los ojos, como para protegerlos del viento. Seguía con la canasta colgada del brazo.