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Los resultados de Richardson se publicaron póstumamente en una obra llamada Las estadísticas de las disputas mortales. Richardson estaba interesado en saber el tiempo que hay que esperar para que una guerra se lleve un número determinado de víctimas y para ello definió un índice, M, la magnitud de una guerra, la medición del número de muertes inmediatas que causa. Una guerra de magnitud M = 3 podría ser una simple escaramuza, que mataría sólo a mil personas (1 03). M = 5 o M = 6 denotan guerras más serias, en las que mueren cien mil (1 01) personas o un millón (106). Las guerras mundiales primera y segunda tuvieron magnitudes superiores. Richardson descubrió que cuantas más personas morían en una guerra menos probable era que ocurriera, y más tiempo pasaría antes de presenciarla, del mismo modo que las tormentas violentas son menos frecuentes que un chaparrón. A partir de sus datos podemos construir un gráfico (pág. 3 26) que muestra el tiempo promedio que habría que haber esperado durante el siglo y medio pasado para presenciar una guerra de magnitud M.

Richardson propuso que si se prolonga la curva hasta valores muy pequeños de M, llegando a M = 0, ésta predice de modo aproximado la incidencia mundial de los asesinatos; en algún lugar del mundo alguien es asesinado cada cinco minutos. Según él los asesinatos individuales y las guerras en gran escala son los dos extremos de un continuo, una curva ininterrumpida. Se deduce no sólo en un sentido trivial sino también según creo en un sentido psicológico muy profundo que la guerra es un asesinato escrito en mayúscula. Cuando nuestro bienestar se ve amenazado, cuando se ven desafiadas nuestras ilusiones sobre nosotros mismos, tendremos por lo menos algunos a estallar en rabias asesinas. Y cuando las mismas provocaciones se aplican a estados nacionales, también ellos estallan a veces en rabias asesinas, que fomentan con demasiada frecuencia los que buscan el poder o el provecho personales. Pero a medida que la tecnología del asesinato mejora y que aumenta el castigo de la guerra, hay que hacer que muchas personas sientan simultáneamente rabias asesinas para poder pasar revista a una guerra importante. Pero esto puede generalmente arreglarse, porque los órganos de comunicación de masas están a menudo en manos del Estado. (La guerra nuclear es la excepción. Puede ponerla en marcha un número muy reducido de personas.)

Tenemos aquí un conflicto entre nuestras pasiones y lo que a veces se llama nuestra mejor naturaleza; entre la parte antigua reptiliana y profunda de nuestro cerebro, el complejo R, encargado de las rabias asesinas, y las partes del cerebro mamíferas y humanas evolucionadas más recientemente, el sistema límbico y la corteza cerebral. Cuando los hombres vivían en pequeños grupos, cuando nuestras armas eran relativamente modestas, un guerrero por rabioso que estuviera sólo podía matar a unas cuantas personas. A medida que nuestra tecnología mejoró, mejoraron también los medios de guerra. En el mismo breve intervalo también nosotros hemos mejorado. Hemos atemperado con la razón nuestras iras, frustraciones y desesperaciones. Hemos mejorado a una escala planetario injusticias que hasta hace poco eran globales y endémicas. Pero nuestras armas pueden matar ahora miles de millones de personas. ¿Hemos mejorado lo bastante rápido? ¿Estamos enseñando la razón del modo más eficaz posible? ¿Hemos estudiado valientemente las causas de la guerra?

Lo q ' ue se llama a menudo la estrategia de la disuasión nuclear se caracteriza por basarse en el comportamiento de nuestros antepasados no humanos. Henry Kissinger, un político contemporáneo, escribió: La disuasión depende sobre todo de criterios psicológicos. Para lograr la disuasión un blufftomado en serio es más útil que una amenaza sena interpretada como un bluff. Sin embargo, un efectivo bluff nuclear incluye posturas ocasionales de irracionalidad, un distanciamiento de los horrores de la guerra nuclear. De este modo el enemigo potencial se ve tentado a someterse en los puntos en disputa en lugar de desencadenar una confrontación real, que el aura de irracionalidad ha hecho plausible. El riesgo principal al adoptar una pose creíble de irracionalidad es que para tener éxito en el engaño hay que ser muy bueno. Al cabo de un rato uno se acostumbra. Y deja de ser un engaño.

El equilibrio global de terror, promovido por los Estados Unidos y la Unión Soviética, tiene como rehenes a los ciudadanos de la Tierra. Cada parte traza unos límites a la conducta pennisible de la otra. El enemigo potencial recibe la seguridad de que transgredir el límite supone una guerra nuclear. Sin embargo, la definición del límite va cambiando con el tiempo. Cada parte ha de tener confianza en que la otra entiende los nuevos límites. Cada parte está tentada de aumentar su ventaja militar, pero no de forma tan pronunciada que alaríne seriamente al otro. Cada parte explora continuamente los límites de la tolerancia de la otra, como los vuelos de bombarderos nucleares sobre los desiertos árticos, la crisis de los misiles en Cuba, las pruebas de armas antisatélite, las guerras de Vietnam y Afganistán: unas cuantas partidas de una lista larga y dolorosa. El equilibrio global de terror es un equilibrio muy delicado. Depende de que las cosas no se estropeen, de que no se cometan errores, de que las pasiones reptilianas no se exciten seriamente.

Volvemos pues a Richardson. En el diagrama la línea continua es el tiempo que hay que esperar para una guerra de magnitud M, es decir el tiempo medio que tendríamos que esperar para presenciar una guerra que mate a lOm personas (donde M representa el número de ceros después del uno en nuestra aritmética exponencial usual). Aparece también como una barra vertical a la derecha del diagrama la población mundial en años recientes, que alcanzó mil millones de personas (M = 9) hacia 1835 y que es ahora de unos 4 500 millones de personas (M = 9,7). Cuando la curva de Richardson intersecta a la barra vertical tenemos especificado el tiempo que hay que esperar para el día del Juicio final, los años que transcurrirán hasta que la población de la Tierra sea destruida en una gran guerra. De acuerdo con la curva de Richardson y la extrapolación más simple sobre el crecimiento futuro de la población humana, las dos curvas no se cortan hasta el siglo treinta, más o menos y el Juicio final queda aplazado.

Pero la segunda guerra mundial fue de magnitud 7,7 y murieron en ella unos cincuenta millones de personas, personal militar y no combatientes. La tecnología de la muerte avanzó de modo siniestro. Se usaron por primera vez armas nucleares. Hay pocos indicios de que las motivaciones y las propensiones hacia la guerra hayan disminuido desde entonces, y tanto las armas convencionales como las nucleares se han hecho mucho más mortíferas. Por lo tanto la parte superior de la curva de Richardson se está desplazando hacia abajo en una cantidad desconocida. Si su nueva posición ha quedado en algún punto de la región sombreada de la figura, disponemos solamente de unas cuantas décadas más hasta el día del Juicio final. Una comparación más detallada de la incidencia de las guerras antes y después de 1945 podría esclarecer esta cuestión. El tema no es en absoluto trivial.

Es ésta otra manera sencilla de decir lo que ya sabemos desde hace décadas: el desarrollo de las armas nucleares y sus sistemas de entrega provocarán más tarde o más temprano un desastre global. Muchos de los científicos norteamericanos y europeos emigrados que desarrollaron las primeras armas nucleares quedaron anonadados por el demonio que habían dejado suelto en el mundo. Apelaron en favor de la abolición global de las armas nucleares. Pero nadie les hizo caso: la perspectiva de una ventaja estratégica nacional galvanizó tanto a la URSS como a los Estados Unidos y empezó la carrera de armas nucleares.