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Un cambio en un único nucleótido del ADN provoca un cambio en un único aminoácido en la proteína codificada en este ADN. Las células rojas de la sangre de los pueblos de ascendencia europea tienen un aspecto más o menos globuloso. Las células rojas de la sangre de algunos pueblos de ascendencia africana tienen el aspecto de hoces o de lunas crecientes. Las células en hoz transportan menos oxígeno y por lo tanto transmiten un tipo de anemia. También proporcionan una fuerte resistencia contra la malaria. No hay duda que es mejor estar anémico que muerto. Esta influencia importante sobre la función de la sangre tan notable que se aprecia claramente en fotografías de células sanguíneas rojas es la consecuencia de un cambio en un único nucleótido entre los diez mil millones existentes en el ADN de una célula humana típica. Todavía ignoramos las consecuencias de la mayoría de los cambios en los demás nucleótidos.

Las personas tenemos un aspecto bastante diferente al de un árbol. No hay duda que percibimos el mundo de modo diferente a como lo hace un árbol. Pero en el fondo de todo, en el núcleo molecular de la vida, los árboles y nosotros somos esencialmente idénticos. Ellos y nosotros utilizamos los ácidos nucleicos para la herencia; utilizamos las proteínas como enzimas para controlar la química de nuestras células. Y lo más significativo es que ambos utilizamos precisamente el mismo libro de código para traducir la información de ácido nucleico en información de proteína, como hacen prácticamente todos los demás seres de este planeta. 1 La explicación usual de esta unidad molecular es que todos nosotros árboles y personas, pájaros, sapos, mohos y paramecios descendemos de un ejemplar único y común en el origen de la vida, en la historia primitiva de nuestro planeta. ¿Cómo nacieron pues las moléculas críticas?

En mi laboratorio de la Universidad de Comell trabajamos entre otras cosas en la química orgánica prebiológica, tocando algunas notas de la música de la vida. Mezclamos y sometemos a chispas los gases de la Tierra primitiva: hidrógeno, agua, amoníaco, metano, sulfuro de hidrógeno, todos los cuales por otra parte están presentes actualmente en el planeta Júpiter y por todo el Cosmos. Las chispas corresponden a los relámpagos, presentes también en la Tierra antigua y en el actual Júpiter. El vaso de reacción es al principio transparente: los gases precursores son totalmente invisibles. Pero al cabo de diez minutos de chispas, vemos aparecer un extraño pigmento marrón que desciende lentamente por los costados del vaso. El interior se hace paulatinamente opaco, y se cubre con un espeso alquitrán marrón. Si hubiésemos utilizado luz ultravioleta simulando el Sol primitivo los resultados hubiesen sido más o menos los mismos. El alquitrán es una colección muy rica de moléculas orgánicas complejas, incluyendo a las partes constitutivas de proteínas y ácidos nucleicos. Resulta pues que la sustancia de la vida es muy fácil de fabricar.

Estos experimentos los llevó a cabo por primera vez a principios de los años 1950 Stanley Miller, un doctorado del químico Harold Urey. Urey sostenía de modo convincente que la atmósfera primitiva de la Tierra era rica en hidrógeno, como en la mayor parte del Cosmos; que luego el hidrógeno ha ido escapando al espacio desde la Tierra, pero no desde Júpiter, cuya masa es grande; y que el origen de la vida se produjo antes de perder el hidrógeno. Cuando Urey sugirió someter estos gases a chispas eléctricas, alguien le preguntó qué esperaba obtener con el experimento. Urey contestó: Beilstein. Beilstein es el voluminoso compendio en 28 tomos con la lista de todas las moléculas orgánicas conocidas por los químicos.

Si utilizamos los gases más abundantes que había en la Tierra primitiva y casi cualquier fuente de energía que rompa los enlaces químicos, podemos producir los bloques constructivos esenciales de la vida. Pero en nuestro vaso reactivo hay solamente las notas de la música de la vida: no la música en sí. Hay que disponer los bloques constructivos moleculares en la secuencia correcta. La vida es desde luego algo más que aminoácidos fabricando sus proteínas, y nucleótidos fabricando sus ácidos nucleicos. Pero el hecho mismo de ordenar estos bloques constructivos en moléculas de cadena larga ha supuesto un progreso sustancial de laboratorio. Se han reunido aminoácidos en las condiciones de la Tierra primitiva formando moléculas que parecen proteínas. Algunas de ellas controlan débilmente reacciones químicas útiles, como hacen las enzimas. Se han reunido nucleótidos formando filamentos de ácido nucleico de unas cuantas docenas de unidades de largo. Si las circunstancias en el tubo de ensayo son correctas, estos ácidos nucleicos cortos pueden sintetizar copias idénticas de sí mismos.

Hasta ahora nadie ha mezclado los gases y las aguas de la Tierra primitiva y ha conseguido que al finalizar el experimento saliera algo arrastrándose del tubo de ensayo. Las cosas vivas más pequeñas que se conocen, los viroides, se componen de menos de 10.000 átomos. Provocan varias enfermedades diferentes en las plantas cultivadas y es probable que hayan evolucionado muy recientemente de organismos más complejos y no de otros más simples. Resulta difícil, de hecho, imaginar un organismo todavía más simple que éste y que esté de algún modo vivo. Los viroidesse componen exclusivamente de ácido nucleico, al contrario de los virus, que tienen también un recubrimiento de proteínas. No son más que un simple filamento de ARN con una geometría o bien lineal o bien circular y cerrada. Los viroides pueden ser tan pequeños y prosperar a pesar de ello porque son parásitos que se meten en todo y no paran. Al igual que los virus, se limitan a apoderarse de la maquinaria molecular de una célula mucho mayor y que funciona bien y a transformar esta fábrica de producir más células en una fábrica de producir más viroides.

Los organismos independientes más pequeños que se conocen son los organismos parapleuroneumónicos y otros bichitos semejantes. Se componen de unos cincuenta millones de átomos. Estos organismos, han de confiar más en sí mismos, y son por lo tanto más complicados que los viroides y que los virus. Pero el medio ambiente actual de la Tierra no es muy favorable a las formas simples de vida. Hay que trabajar duramente para ganarse la vida. Hay que ir con cuidado con los predadores. Sin embargo, en la primitiva historia de nuestro planeta, cuando la luz solar producía en una atmósfera rica en hidrógeno enormes cantidades de moléculas orgánicas, los organismos muy simples y no parásitos tenían una posibilidad de luchar. Es posible que las primeras cosas vivas fueran semejantes a viroides que vivían libres y cuya longitud era sólo de unos centenares de nucleótidos. Quizás a fines de este siglo puedan comenzar los trabajos experimentales para producir seres de este tipo a partir de sus elementos. Queda todavía mucho por comprender sobre el origen de la vida, incluyendo el origen del código genético. Pero estamos llevando a cabo experimentos de este tipo desde hace sólo treinta años. La Naturaleza nos lleva una ventaja de cuatro mil millones de años. Al fin y al cabo no lo estamos haciendo tan mal.

No hay nada en estos experimentos que sea peculiar de la Tierra. Los gases iniciales y las fuentes de energía son comunes a todo el Cosmos. Es posible que reacciones químicas semejantes a las de nuestros vasos de laboratorios hagan nacer la materia orgánica presente en el espacio interestelar y los aminoácidos que se encuentran en los meteoritos. Han de haberse dado procesos químicos semejantes en mil millones de mundos diferentes de la galaxia Vía Láctea. Las moléculas de la vida llenan el Cosmos.

Pero aunque la vida en otro planeta tenga la misma química molecular que la vida de aquí, no hay motivo para suponer que se parezca a organismos familiares. Tengamos en cuenta la diversidad enorme de seres vivos sobre la Tierra, todos los cuales comparten el mismo planeta y una biología molecular idéntica. Los animales y plantas de otros mundos es probable que sean radicalmente diferentes a cualquiera de los organismos que conocemos aquí. Puede haber alguna evolución convergente, porque quizás sólo haya una solución óptima para un determinado problema ambiental: por ejemplo algo parecido a dos ojos para tener visión binocular en las frecuencias ópticas. Pero en general el carácter aleatorio del proceso evolutivo debería crear seres extraterrestres muy diferentes de todo lo conocido.