Media hora después ya el afable Salvador puede informar, No, debe de haberlos confundido con otras personas, que yo sepa nunca han estado en Brasil, vienen aquí desde hace tres años, hemos hablado, claro, era natural que me hubieran hablado de un viaje así, Entonces será una confusión mía, pero dice usted que vienen desde hace tres años, Sí, son de Coimbra, viven allí, el padre es notario, se llama Sampaio, Y ella, Ella tiene un nombre raro, se llama Marcenda, fíjese, pero son de muy buena familia, la madre murió ya, Qué le pasa en la mano, Creo que tiene todo el brazo paralizado, por eso vienen todos los meses y pasan tres días aquí, en el hotel, para que la vea el médico, Ah, tres días, todos los meses, Sí, todos los meses tres días, el doctor Sampaio avisa antes para que le tenga libres dos habitaciones, siempre las mismas, Y no ha habido mejora en estos años, Si quiere que le diga la verdad, señor doctor, me parece que no, Qué pena, una chica tan joven, Es verdad, quizá usted, doctor, pudiera mirarla la próxima vez, si es que está aquí aún, Posiblemente esté, sí, pero estos casos no son de mi especialidad, yo soy internista, luego me interesé por la medicina tropical, nada útil en un caso como éste, Paciencia, es bien verdad que el dinero no da la felicidad, el padre, tan rico, y la hija así, no hay quien la vea reír, Ha dicho que se llama Marcenda, Sí, señor, Marcenda, Extraño nombre, no lo había oído nunca, Ni yo, Hasta mañana, Salvador, Hasta mañana, doctor.

Al entrar en el cuarto, Ricardo Reis ve la cama abierta, colcha y sábana apartadas y dobladas en un ángulo nítido, pero discretamente, sin ese impudor descarado de la ropa lanzada hacia atrás, aquí hay sólo una sugestión, si quiere acostarse, éste es el lugar adecuado. No será tan pronto. Primero leerá el verso y medio que dejó escrito en el papel, lo mirará severamente, buscará la puerta que esta llave, si llave es, pueda abrir, imaginará que la encontró y que va a dar con muchas otras puertas tras ella, cerradas todas y sin llave, en fin, tanto insistió que encontró alguna cosa, o por cansancio, suyo o de alguien, quién, le fue súbitamente abandonada, y así concluyó el poema, No quieto ni inquieto mi ser calmo quiero erguir alto sobre el lugar donde los hombres tienen placer o dolores, el resto que en medio quedó obedecía a la misma conformidad, casi podría prescindirse, La felicidad es un yugo y ser feliz oprime porque es un estado cierto. Después se fue a acostar y se quedó dormido de inmediato.

Ricardo Reis le había dicho al gerente, Diga que me suban el desayuno a la habitación, a las nueve y media, no es que pensara dormir hasta tan tarde, era para no tener que saltar de la cama somnoliento, intentando meter los brazos en las mangas del batín, tanteando las zapatillas, con la impresión pánica de no ser capaz de moverse con la rapidez que merecía la paciencia de quien allá fuera sostuviera en los brazos la gran bandeja con el café con leche, las tostadas, el azucarero, tal vez una compota de cereza o de naranja, o un trozo de membrillo oscuro granuloso, o bizcocho, o brioches de corteza fina, o cocadas, u hojaldrados, esas suntuosas prodigalidades de hotel, si el Bragança las ofrece, vamos a ver, que éste es el primer desayuno de Ricardo Reis desde que llegó. En punto, le aseguró Salvador, y no lo aseguró en vano, pues puntualmente está Lidia llamando a la puerta, dirá el buen observador que eso es imposible para quien tiene ambos brazos ocupados, muy mal estaríamos de siervos si no los eligiéramos entre los que tienen tres brazos o más, es el caso de esta vuestra servidora, que sin dejar caer una gota de leche consigue llamar suavemente con los nudillos en la puerta, mientras la mano de esos dedos continúa sujetando la bandeja, hay que verlo para creerlo, y oírla, El desayuno del señor doctor, le enseñaron a decirlo así y, aunque mujer nacida del pueblo, es tan inteligente que hasta hoy no lo ha olvidado. Si esta Lidia no fuese camarera, y competente, podría ser, y a la vista está, excelente funámbula, malabarista o prestidigitadora, genio adecuado para la profesión lo tiene, lo que es incongruente, siendo criada, es que se llame Lidia, y no María. Está ya compuesto Ricardo Reis de vestuario y modos, afeitado, ceñido el batín, incluso abrió media ventana para airear el cuarto, aborrece los olores nocturnos, las expansiones del cuerpo a las que ni siquiera los poetas escapan. Entró al fin la camarera, Buenos días, señor doctor, y posó la bandeja, con oferta menos pródiga de lo que había imaginado, pero incluso así merece el Bragança mención honorífica, no es extraño que tenga huéspedes tan constantes, algunos no quieren otro hotel cuando vienen a Lisboa. Ricardo Reis responde al saludo, ahora dice, No, gracias, no quiero nada, es la respuesta a la pregunta que una buena camarera hará siempre, Desea algo más, y, si le dicen que no, debe retirarse discretamente, a ser posible sin volver la espalda, hacerlo sería faltar al respeto a quien nos paga y hace vivir, pero Lidia, instruida para duplicar las atenciones, dice, No sé si el señor doctor se ha dado cuenta de que está inundado el muelle de Sodré, los hombres son así, tienen un diluvio a la puerta y ni se enteran, había dormido toda la noche de un tirón, despertó y oyó caer la lluvia, fue como quien sólo sueña que está lloviendo y en el mismo sueño duda de lo que sueña, cuando lo cierto es que llovió tanto que el muelle de Sodré está inundado, llega el agua por la rodilla a quien por necesidad lo atraviesa de un lado a otro, descalzo y remangado hasta las ingles, llevando a cuestas en el vado a una mujer de edad, mucho más liviana que el saco de judías entre el carro y el almacén. Aquí en el fondo de la Rua do Alecrim abre la vieja el bolso y saca la moneda con que paga a San Cristóbal, el cual, para que no estemos siempre escribiendo quién, volvió a meterse en el agua pues al otro lado hay ya quien le hace señales urgentes. Éste no es un anciano, edad y buena pierna tendría para atravesar por sus propios medios si quisiera, pero yendo tan puesto, de traje nuevo, no quiere mancharse los fondillos de barro, que más parece esto barro que agua, y no repara en lo ridículo que va, a borriquillo, con las ropas remangadas, las canillas asomándole por las perneras, las ligas verdes sobre los largos calzoncillos blancos, no falta quien se ría del espectáculo, hasta en el Hotel Bragança, en el segundo piso, un huésped de mediana edad sonríe, y tras él, si los ojos no engañan, hay una mujer que ríe también, mujer sin duda, pero no siempre los ojos ven lo que debieran, pues ésta parece una camarera y cuesta creer que lo sea, o están subvertiéndose peligrosamente las relaciones y posiciones sociales, caso muy de temer, aunque hay ocasiones, y si es verdad que la ocasión, repetimos, hace al ladrón, también puede hacer la revolución, como esta de haberse atrevido Lidia a asomarse a la ventana tras Ricardo Reis y reír con él igualitariamente ante el espectáculo que a ambos divertía. Son momentos fugaces de la edad de oro, que nacen súbitos, que mueren pronto, por eso la felicidad cansa en seguida. Se fue ésta ya, Ricardo Reis cerró la ventana, Lidia, sólo camarera, retrocedió hacia la puerta, todo se hace ahora con cierta prisa porque las tostadas se están enfriando y pierden la gracia, La llamaré luego para que se lleve la bandeja, dice Ricardo Reis, y eso ocurrirá al cabo de media hora, Lidia entra discretamente y se retira sin ruido, más aliviada de carga, mientras Ricardo Reis se finge distraído, en el cuarto, hojeando, sin leer, The god of the labyrinth, obra ya citada.

Hoy es el último día del año. En todo el mundo que por este calendario se gobierna anda la gente entretenida debatiendo consigo las buenas acciones que intentan practicar en el año que entra, jurando que van a ser rectas, justas y ecuánimes, que de su enmendada boca no volverá a salir una palabra mala, una mentira, una insidia, aunque las mereciera el enemigo, claro es que estamos hablando de personas vulgares, las otras, las de excepción, las que se sitúan fuera de lo común, se ajustan a sus propias razones para ser y hacer lo contrario siempre que les apetezca o aproveche, ésas son las que no se dejan engañar, llegan a reírse de nosotros y de las buenas intenciones que mostramos, pero, en fin, vamos aprendiendo con la experiencia, y mediado enero ya habremos olvidado la mitad de lo que habíamos prometido, y, habiendo olvidado tanto, no hay realmente motivo para cumplir el resto, es como un castillo de naipes, si le faltan las obras superiores, mejor que caiga todo y se confundan las cartas. Por eso es dudoso que Cristo se haya despedido de la vida con las palabras de la escritura, las de Mateo y Marcos, Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado, o las de Lucas, Padre, en tus manos entrego mi espíritu, o las de Juan, Todo se ha cumplido, lo que Cristo dijo fue, palabra de honor, cualquier persona del pueblo sabe que es verdad, Adiós mundo, que vas cada vez peor. Pero los dioses de Ricardo Reis son otros, silenciosas entidades que nos miran indiferentes, para quienes el bien o el mal no son sino palabras, porque ellos no las dicen nunca, cómo iban a decirlas si no saben siquiera distinguir entre el bien y el mal, yendo como nosotros vamos en el río de las cosas, sólo distintos de ellos porque les llamamos dioses y a veces creemos en ellos. Esta lección nos fue dada para que no nos fatigáramos jurando nuevas y mejores intenciones para el año que viene, por ellas no nos juzgarán los dioses, por las obras tampoco, sólo jueces humanos se atreven a juzgar, los dioses nunca, porque se supone que lo saben todo, a no ser que ese todo sea falso, que precisamente la verdad última de los dioses sea que no saben nada, a no ser que su ocupación única sea olvidar en cada momento lo que en cada momento les van enseñando los actos de los hombres, tanto los buenos como los malos, iguales en definitiva para los dioses, porque inútiles son para ellos. No digamos Mañana haré, porque lo más seguro es que mañana estemos cansados, digamos más bien Pasado mañana, porque siempre tendremos un día de intervalo para cambiar de opinión y de proyecto pero aún más prudente sería decir, Un día decidiré cuándo será el día de decir pasado mañana, y tal vez ni siquiera sea preciso, si la muerte definidora viene antes a liberarnos del compromiso, que eso, sí, es la peor cosa del mundo, el compromiso, libertad que nos negamos a nosotros mismos.