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Mientras hablaba, sin mirar a nadie, abrió la carpeta que tenía delante y extrajo un recorte de prensa: una foto de un equipo de fútbol de la ría de Arosa, al que Siso Pernas, muy aficionado, subvencionaba con generosidad. Era su presidente, y en la foto –Teresa la había puesto con suma delicadeza sobre la mesa, entre ambos– posaba antes de un partido con los jugadores, con su mujer y con su hijo, un niño muy guapo de diez o doce años, vestido con la camiseta del equipo.

Así que no me chinguen –y ahora sí miraba al gallego a los ojos–. O como dicen ustedes en España, hagan el favor de no tocarme los cojones.

Rumor de agua tras las cortinas de la ducha. Vapor. A él le gustaba ducharse con el agua muy caliente. –Nos pueden matar –dijo Teo.

Teresa estaba apoyada en el marco de la puerta abierta. Desnuda. Sentía la humedad tibia en la piel. –No –respondió–. Primero intentarán algo medio suave, para sondearnos. Luego buscarán el acuerdo.

–Lo que tú llamas suave ya lo han hecho... Eso de las gomas que te contó Juárez se lo filtraron ellos al juez Martínez Pardo. Nos han echado encima a la Guardia Civil.

–Ya lo sé. Por eso jugué pesado. Quise que sepan que lo sabemos.

–El clan de los Corbeira...

–Déjalo, Teo –Teresa movía la cabeza–. Controlo lo que hago.

–Eso es verdad. Siempre controlas lo que haces. O lo aparentas de maravilla.

De tres frases, reflexionó Teresa, te sobró la tercera. Pero imagino que aquí tienes derechos. O crees tenerlos. El vapor empañaba el gran espejo del baño, donde ella era una mancha gris. Junto al lavabo, frasquitos de champú, loción corporal, un peine, jabón en su envoltorio. Parador Nacional de Cáceres. Al otro lado de la cama con las sábanas revueltas, la ventana enmarcaba un increíble paisaje medieval: piedras antiguas recortadas en la noche, columnas y pórticos dorados por la luz de focos ocultos. Híjole, pensó. Como en el cine gringo, pero de veras. La vieja España.

–Pásame una toalla, por favor –pidió Teo.

Era un tipo requetelimpio. Siempre se duchaba antes y después, como para darle un toque higiénico a lo de coger. Minucioso, neto, de esos que parece que no sudan nunca ni tienen un solo microbio en la piel. Los hombres que Teresa recordaba desnudos eran casi todos limpios, o al menos ese aspecto tenían; pero ninguno como aquél. Teo casi no tenía olor propio: su piel era suave, apenas un aroma masculino indefinible, el del jabón y la loción que usaba después de afeitarse, tan moderados como cuanto tenía que ver con él. Después de hacer el amor siempre olían a ella, a su carne fatigada, a su saliva, al aroma fuerte y denso de su sexo húmedo; como si fuera Teresa la que al fin terminaba poseyendo la piel del hombre. Colonizándolo. Le dio la toalla observando el cuerpo alto y delgado, chorreante de agua bajo la ducha que acababa de cerrar. El vello negro en el pecho, las piernas y el sexo. La sonrisa tranquila, siempre oportuna. El anillo de casado en la mano izquierda. A ella le daba igual ese anillo, y en apariencia a él también. Lo nuestro es profesional, dijo Teresa la única vez, al principio, que él intentó justificarse, o justificarla, con un comentario ligero e innecesario. Así que no me cantes boleros. Y Teo era lo bastante listo para comprender.

–¿Lo del hijo de Siso Pernas iba en serio?

Teresa no respondió. Se había acercado al espejo empañado, quitando un poco de vapor con la mano. Y allí estaba, tan imprecisa de contornos que podía no ser ella misma, el pelo revuelto, los ojos grandes y negros observándola como de costumbre.

–Nadie lo creería, viéndote así –dijo él.

Estaba a su lado, mirándola en el hueco hecho en el vapor. Se secaba el pecho y la espalda con la toalla. Teresa movió la cabeza, negando despacio. No mames, dijo sin palabras. Él le dio un beso distraído en el pelo y siguió secándose camino del dormitorio, y ella se quedó como estaba, apoyadas las manos en el lavabo, frente a su reflejo empañado. Ojalá nunca tenga que demostrártelo a ti también, reflexionó en los adentros, dirigiéndose al hombre que se movía por el cuarto contiguo. Ojalá que no.

–Me preocupa Patricia –dijo él de pronto. Teresa fue hasta la puerta y se quedó en el umbral, mirándolo. Había sacado una camisa impecablemente planchada de la maleta –nunca se le arrugaba el equipaje al cabrón– y desabrochaba los botones para ponérsela. Tenían mesa reservada para media hora más tarde en Torre de Sande. Un restaurante soberbio, había dicho él. En el casco antiguo. Teo conocía todos los restaurantes soberbios, todos los bares de moda, todas las tiendas elegantes. Lugares hechos tan a medida para él como la camisa que estaba a punto de ponerse. Lo mismo que Pati O'Farrell, parecía nacido en ellos: dos fresitas a los que el mundo estaba siempre obligado, aunque uno lo llevara mejor que la otra. Todo bien chilo y tan lejos de Las Siete Gotas, pensó, donde su madre –que no la había besado nunca– fregaba en un barreño del patio y se acostaba con vecinos borrachos. Tan lejos de la escuela donde a ella los plebes mugrientos le levantaban la falda junto a la barda del patio. Haznos una chaquetita, morra. Para cada uno. Regálanosla a mí y a los compás o te rompemos nomás la panochita. Tan lejos de los techos de madera y zinc, del barro entre sus pies desnudos y de la pinche miseria.

–¿Qué pasa con Pati?

–Tú sabes lo que pasa. Y cada vez es peor.

Lo era. Tomar y periquearse hasta la madre eran mala combinación, pero había algo más. Como si la Teniente se rompiera poco a poco, callada. Lo mismo la palabra era resignación, aunque Teresa no lograba establecer lo de resignada a qué. A veces Pati se parecía a esos náufragos que dejan de nadar sin motivo aparente. Glub, glub. Quizá sólo porque no tienen fe, o están cansados. –Ella es dueña de hacer lo que quiera –dijo.

–La cuestión no es ésa. La cuestión es si lo que hace te conviene a ti, o no.

Muy propio de Teo. No era la O'Farrell su preocupación, sino las consecuencias de su comportamiento. Y en cualquier caso, las transfería a Teresa. Te conviene o no te conviene. Jefa. La desgana, el desapego con que Pati encaraba las pocas responsabilidades que todavía le dejaban en Transer Naga, eran el punto oscuro del problema. Durante las reuniones de trabajo –cada vez iba menos, delegando en Teresa– permanecía como ausente o bromeaba sin rebozo: todo parecía encararlo ahora como un juego. Gastaba mucho dinero, se desentendía, frivolizaba asuntos serios en los que iban muchos intereses y algunas vidas. Hacía pensar en un barco soltando amarras. Teresa no lograba establecer si era ella misma quien había ido relevando a su amiga de las obligaciones, o si el distanciamiento provenía de la misma Pati, de la turbiedad creciente que salía de los recovecos de su pensamiento y de su vida. Tú eres la líder, solía decir. Y yo aplaudo, tomo, periqueo y miro. Aunque tal vez ocurrían las dos cosas, y Pati se limitaba a seguir el ritmo de los días; el orden natural, inevitable, a que todo las encaminó desde el principio. Quizá me equivoqué de Edmundo Dantés, había comentado Pati en la casa de Tomás Pestaña. No era esto, ni eras tú. No supe adivinarte. O quizá, como dijo en otra ocasión –empolvada la nariz y los ojos turbios–, lo único que ocurre es que tarde o temprano el abate Faria siempre sale de escena.

Conflictiva y como muriéndose sin morirse. Y sin importarle. Ésas eran las palabras, y la primera de todas resultaba la más inapropiada en aquella clase de negocios, tan sensibles a cualquier escándalo. El último episodio era reciente: una menor encanallada, bajuna, de malas compañías y peores sentimientos, había estado chuleando sin disimulo a Pati hasta que un sórdido asunto de excesos, droga, hemorragia y hospital a las cinco de la madrugada estuvo a punto de llevarla a las páginas de sucesos; y así habría sido de no movilizarse los recursos disponibles: dinero, relaciones, chantaje. Tierra, en fin, sobre el asunto. Cosas de la vida, dijo Pati cuando Teresa tuvo con ella una conversación áspera Para ti es sencillo, Mejicana. Tú lo tienes todo, y encima quien te arregla el coño. Así que vive tu vida y déjame la mía. Porque yo no pido cuentas, ni me meto en lo que no debo. Soy tu amiga. Pagué y pago tu amistad. Cumplo el pacto. Y tú, que tan fácilmente lo compras todo, deja al menos que yo me compre a mí misma. Y oye. Siempre dices que vamos a medias, no sólo en cuestiones de negocios o dinero. Estoy de acuerdo. Ésta es mi libre, deliberada y puta mitad.