Teresa tenía una foto en el bolso. La llevaba en la cartera desde hacía mucho tiempo: desde que el Chino Parra se la hizo a ella y al Güero Dávila un día que celebraban su cumpleaños. Estaban los dos solos en la foto, él llevaba puesta la chamarra de piloto y le pasaba un brazo por los hombros. Se veía bien chilo riéndose frente a la cámara, con su facha de gringo flaco y alto, la otra mano colgada por el pulgar en la hebilla del cinturón. Su gesto risueño contrastaba con el de Teresa, que apuntaba sólo una sonrisa entre inocente y desconcertada. Contaba apenas veinte años entonces, y además de chavísima parecía frágil, con los ojos muy abiertos ante el flash de la cámara, y en la boca aquella mueca algo forzada, que no llegaba a contagiarse de la alegría del hombre que la abrazaba. Tal vez, como ocurre en la mayor parte de las fotografías, la expresión era casual: un instante cualquiera, el azar fijado en la película. Pero cómo no aventurarse ahora, con la lección sabida, a interpretar. A menudo las imágenes y las situaciones y las fotos no lo son del todo hasta que llegan los acontecimientos posteriores; como si quedaran en suspenso, provisionales, para verse confirmadas o desmentidas más tarde. Nos hacemos fotos, no con objeto de recordar, sino para completarlas después con el resto de nuestras vidas. Por eso hay fotos que aciertan y fotos que no. Imágenes que el tiempo pone en su lugar, atribuyendo a unas su auténtico significado, y negando otras que se apagan solas, igual que si los colores se borraran con el tiempo. Aquella foto que guardaba en la cartera era de las que se hacen para que luego adquieran sentido, aunque nadie sepa eso cuando la hace. Y al cabo, el pasado más reciente de Teresa daba a esa vieja instantánea un futuro inexorable, al fin consumado. Ya era fácil, desde esta orilla de sombras, leer, o interpretar. Todo parecía obvio en la actitud del Güero, en la expresión de Teresa, en la sonrisa confusa motivada por la presencia de la cámara. Ella sonreía para agradar a su hombre, lo justo –ven aquí, prietita, mira el objetivo y piensa en lo que me quieres, mi chula–, mientras se le refugiaba en los ojos el presagio oscuro. El presentimiento.
Ahora, sentada junto a otro hombre al pie de la Melilla antigua, Teresa pensaba en esa foto. Pensaba en ella porque apenas llegados allí, mientras su acompañante encargaba los pinchitos al moro del hornillo de carbón, un fotógrafo callejero con una vieja Yashica colgada al cuello se les había acercado, y cuando le decían que no, gracias, ella se preguntó qué futuro podrían leer un día en la foto que no iban a hacerse, si la contemplaran años más tarde. Qué signos iban a interpretar, cuando todo se hubiera cumplido, en aquella escena junto a la muralla, con el mar resonando a pocos metros, el oleaje batiendo las rocas tras el arco del muro medieval que dejaba ver un trozo de cielo azul intenso, el olor a algas y a piedra centenaria y a basura de la playa mezclándose con el aroma de los pinchitos especiados dorándose sobre las brasas. –Me voy esta noche –dijo Santiago.
Era la sexta desde que se conocían. Teresa contó un par de segundos antes de mirarlo, y asintió al hacerlo.
–¿Dónde?
–Da igual adónde –la miraba grave, dando por sentado que eran malas noticias para ella–. Hay trabajo. Teresa sabía cuál era ese trabajo. Todo estaba a punto al otro lado de la frontera, porque ella misma se había encargado de que lo estuviera. Tenían la palabra de Abdelkader Chaib –la cuenta secreta del coronel en Gibraltar acababa de aumentar un poco– de que no habría problemas en el embarque. Santiago llevaba ocho días pendiente de un aviso en su habitación del hotel Ánfora, con Lalo Veiga vigilando la lancha en una ensenada de la costa marroquí, cerca de Punta Bermeja. A la espera de una carga. Y ahora el aviso había llegado.
–¿Cuándo te regresas?
–No sé. Una semana como mucho.
Movió Teresa un poco la cabeza, asintiendo de nuevo como si una semana fuera el tiempo adecuado. Habría hecho el mismo gesto si hubiese oído un día, o un mes. –Viene el oscuro –apuntó él.
Quizá por eso estoy aquí sentada contigo, pensaba ella. Viene la luna nueva y tienes trabajo, y es como si yo estuviera sentenciada a repetir la misma rola. La cuestión es si quiero o no quiero repetirla. Si me conviene o no me conviene.
–Seme fiel –apuntó él, o su sonrisa.
Lo observó como si regresara de muy lejos. Tanto que hizo un esfuerzo para entender a qué chingados se refería.
–Lo intentaré –dijo al fin, cuando comprendió. –Teresa.
–Qué.
–No hace falta que sigas aquí.
La miraba de frente, casi leal. Todos ellos miraban de frente, casi leales. Incluso al mentir, o al prometer cosas que no iban a cumplir jamás, aunque no lo supieran.
–No mames. Ya hemos hablado de eso.
Había abierto el bolso y buscaba el paquete de cigarrillos y el encendedor. Bisonte. Unos cigarrillos recios, sin filtro, a los que se había acostumbrado por casualidad. No había Faros en Melilla. Encendió uno, y Santiago seguía mirándola de la misma manera.
–No me gusta tu trabajo –dijo al rato él. A mí me encanta el tuyo.
Sonó como el reproche que era, e incluía demasiadas cosas en sólo seis palabras. Él desvió la vista. –Quería decir que no necesitas a ese moro. –Pero tú sí necesitas a otros moros... Y me necesitas a mí.
Recordó sin desear hacerlo. El coronel Abdelkader Chaib andaba por los cincuenta y no era mal tipo. Sólo ambicioso y egoísta como cualquier hombre, y tan razonable como cualquier hombre inteligente. También podía ser, cuando se lo proponía, educado y amable. A Teresa la había tratado con cortesía, sin exigir nunca más de lo que ella planeaba darle, y sin confundirla con la mujer que no era. Atento al negocio y respetando la cobertura. Respetándola hasta cierto punto.
–Ya nunca más.
–Claro.
–Te lo juro. Lo he pensado mucho. Ya nunca más. Seguía ceñudo, y ella se giró a medias. Dris Larbi estaba al otro lado de la placita, en la esquina del Hogar del Pescador, con una chela en la mano, observando la calle. O a ellos dos. Vio que levantaba el botellín, como para saludarla, y respondió inclinando un poco la cabeza. –Dris es un buen hombre –dijo, vuelta de nuevo a Santiago–. Me respeta y me paga.
–Es un chulo de putas y un moro cabrón. –Y yo soy una india puta y cabrona.
Se quedó callado y ella fumó en silencio, malhumorada, escuchando el rumor del mar tras el arco del muro. Santiago se puso a entrecruzar distraídamente los pinchos de metal en el plato de plástico. Tenía manos ásperas, fuertes y morenas, que ella conocía bien. Llevaba el mismo reloj sumergible barato y fiable, nada de pulseras o anillos. Los reflejos de luz en el encalado de la plaza le doraban el vello sobre el tatuaje del brazo. También clareaban sus ojos.
–Puedes venirte conmigo –apuntó él por fin–. En Algeciras se está bien... Nos veríamos cada día. Lejos de esto.
–No sé si quiero verte cada día.
–Eres una tía rara. Rara de narices. No sabía que las mejicanas fuerais así.
–No sé cómo son las mejicanas. Sé cómo soy yo –lo pensó un instante–. Algunos días creo que lo sé. Tiró el cigarrillo al suelo, apagándolo con la suela del zapato. Luego se volvió a comprobar si Dris Larbi seguía en el bar de enfrente. Ya no estaba. Se puso en pie y dijo que se le antojaba dar un paseo. Todavía sentado, mientras buscaba el dinero en el bolsillo de atrás del pantalón, Santiago seguía mirándola, y su expresión era distinta. Sonreía. Siempre sabía cómo sonreír para que a ella se le desvaneciesen las nubes negras. Para que hiciera esto, o lo de más allá. Abdelkader Chaib incluido. joder, Teresa.
.–¿Qué?
A veces pareces una cría, y me gusta –se levantó, dejando unas monedas sobre la mesa–. Quiero decir cuando te veo caminar, y todo eso. Andas moviendo el culo, te vuelves, y te lo comería todo como si fueras fruta fresca... Y esas tetas.
–¿Qué pasa con ellas?