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Pero no se estaba mal del todo, allí. Aquel rato por la mañana, cuando terminaba de ordenar el chiringuito y las tumbonas y se quedaba tranquila ante la playa y el mar, esperando en paz. O cuando de noche paseaba por la orilla camino de su modesta pensión en la parte vieja de Marbella, lo mismo que en otro tiempo –siglos atrás hacía en Melilla, al cerrar el Yamila. A lo que más le había costado acostumbrarse cuando dejó El Puerto de Santa María era a la agitación de la vida afuera, los ruidos, el tráfico, la gente agolpada en las playas, la música atronadora de bares y discotecas, el gentío que atestaba la costa de Torremolinos a Sotogrande. Después de año y medio de rutina y orden estricto, Teresa arrastraba hábitos que, al cabo de tres meses de libertad, aún la hacían sentirse más incómoda allí que tras las rejas. En la cárcel contaban historias sobre presos con largas condenas que, al salir, intentaban regresar a lo que para ellos era ya el único hogar posible. Teresa nunca creyó en eso hasta que un día, fumando sentada en el mismo lugar en donde estaba ahora, sintió de pronto la nostalgia del orden y la rutina y el silencio que había tras las rejas. La cárcel no es hogar más que para los desgraciados, había dicho Pati una vez. Para los que carecen de sueños. El abate Faria –Teresa había terminado El conde de Montecristo y también muchos otros libros, y seguía comprando novelas que se amontonaban en su cuarto de la pensión– no era de esos que consideran la cárcel un hogar. Al contrario: el viejo preso anhelaba salir para recobrar la vida que le robaron. Como Edmundo Dantés, pero demasiado tarde. Tras pensar mucho en ello, Teresa había llegado a la conclusión de que el tesoro de aquellos dos era sólo un pretexto para mantenerse vivos, soñar con la fuga, sentirse libres pese a los cerrojos y los muros del castillo de If. Y en el caso de la Teniente O'Farrell, la historia del clavo de coca perdida era también, a su modo, una forma de mantenerse libre. Quizá por eso Teresa nunca se la creyó del todo. En cuanto a lo de la cárcel como hogar para desgraciados, tal vez fuera verdad. De ahí que sintiera sus nostalgias carcelarias, cuando llegaban, demasiado vinculadas al remordimiento; como pecados de esos que, según los curas, venían cuando una daba vueltas a ciertas cosas en la cabeza. Y, sin embargo, en El Puerto todo resultaba fácil, porque las palabras libertad y mañana eran sólo algo inconcreto que aguardaba al extremo del calendario. Ahora, en cambio, vivía al fin entre aquellas hojas con fechas remotas que meses atrás no significaban más que números en la pared, y que de improviso se convertían en días de veinticuatro horas, y en amaneceres grises que continuaban encontrándola despierta.

Y entonces qué, se había preguntado al ver la calle ante sí, fuera de los muros de la prisión. La respuesta se la facilitó Pati O'Farrelll, recomendándola a unos amigos que tenían chiringuitos en las playas de Marbella. No te harán preguntas ni te explotarán demasiado, dijo. Tampoco te follarán si no te dejas. Aquel trabajo hacía posible la libertad condicional de Teresa –quedaba más de un año para resolver su deuda con la justicia– con la única limitación de permanecer localizada y presentarse un día a la semana en la comisaría local. También le proporcionaba lo suficiente para pagar el cuarto de su pensión en la calle San Lázaro, los libros, la comida, alguna ropa, el tabaco y las chinas de chocolate marroquí –regalarse unos pericazos quedaba ahora lejos de su alcance– para animar los Bisonte que fumaba en momentos de calma, a veces con una copa en la mano, en la soledad de su cuarto o en la playa, como ahora.

Una gaviota bajó planeando hasta cerca de la orilla, vigilante, rozó el agua y se alejó mar adentro sin conseguir ninguna presa. Te chingas, pensó Teresa mientras aspiraba el humo, viéndola irse. Zorra con alas de la puta que te parió. Le habían gustado las gaviotas hacía tiempo; las encontraba románticas, hasta que empezó a conocerlas yendo arriba y abajo con la Phantom por el Estrecho, y sobre todo un día, al principio, cuando tuvieron una avería en mitad del mar mientras probaban el motor, y Santiago estuvo trabajando mucho rato y ella se tumbó a descansar viéndolas revolotear cerca, y él le aconsejó que se cubriera la cara, porque eran capaces, dijo, de picotearsela si se quedaba dormida. El recuerdo vino con imágenes bien precisas: el agua quieta, las gaviotas flotando sentadas en torno a la planeadora o dando vueltas por arriba, y Santiago en la popa, la carcasa negra del motor en la bañera y él lleno de grasa hasta los codos, el torso desnudo con el tatuaje del Cristo de su apellido en un brazo, y en el otro hombro aquellas iniciales que ella nunca llegó a saber de quién eran.

Aspiró más bocanadas de humo, dejando que el hachís diluyese indiferencia a lo largo de sus venas, rumbo al corazón y al cerebro. Procuraba no pensar mucho en Santiago, del mismo modo que procuraba que un dolor de cabeza –últimamente le dolía con frecuencia– nunca llegara a asentársele del todo, y cuando tenía los primeros síntomas tomaba un par de aspirinas antes de que fuera tarde y el dolor se quedara allí durante horas, envolviéndola en una nube de malestar e irrealidad que la dejaba exhausta. Por lo general procuraba no pensar demasiado, ni en Santiago ni en nadie ni en nada; había descubierto demasiadas incertidumbres y horrores al acecho en cada pensamiento que fuese más allá de lo inmediato, o lo práctico. A veces, sobre todo cuando estaba acostada sin conciliar el sueño, recordaba sin poder evitarlo. Pero si no venía acompañada de reflexiones, esa mirada atrás ya no le causaba satisfacción ni dolor; sólo una sensación de movimiento hacia ninguna parte, lenta como un barco que derivase mientras dejaba atrás personas, objetos, momentos.

Por eso fumaba ahora hachís. No por el viejo placer, que también, sino porque el humo en sus pulmones –quizás éste viajó conmigo en fardos de veinte kilos desde el moro, pensaba a veces, divertida por la paradoja, cuando se rascaba el bolsillo para pagar una humilde china acentuaba aquel alejamiento que tampoco traía consuelo ni indiferencia, sino un suave estupor, pues no siempre estaba segura de ser ella misma la que se miraba, o se recordaba; como si fueran varias las Teresas agazapadas en su memoria y ninguna tuviera relación directa con la actual. A lo mejor ocurre que esto es la vida, se decía desconcertada, y el paso de los años, y la vejez, cuando llega, no son sino mirar atrás y ver la mucha gente extraña que has sido y en la que no te reconoces. Con esa idea en la cabeza sacaba alguna vez la foto partida, ella con su carita de chava y los tejanos y la chamarra, y el brazo del Güero Dávila sobre sus hombros, aquel brazo amputado y nada más, mientras los rasgos del hombre que ya no estaba en la media foto se mezclaban en su recuerdo con los de Santiago Fisterra, como si los dos hubieran sido uno, en proceso opuesto al de la morrita de ojos negros y grandes, rota en tantas mujeres distintas que era imposible recomponerla en una sola. Así cavilaba Teresa de vez en cuando, hasta que caía en la cuenta de que ésa precisamente era, o podía ser, la trampa. Entonces reclamaba en su auxilio la mente en blanco, el humo que recorría lento su sangre y el tequila que la tranquilizaba con el regusto familiar y con el sopor que terminaba acompañando cada exceso. Y aquellas mujeres que se le parecían, y la otra sin edad que las miraba a todas desde afuera, iban quedando atrás, flotando como hojas muertas en el agua.

También por eso leía tanto, ahora. Leer, había aprendido en la cárcel, sobre todo novelas, le permitía habitar su cabeza de un modo distinto; cual si al difuminarse las fronteras entre realidad y ficción pudiera asistir a su propia vida como quien presencia algo que le pasa a los demás. Aparte de aprenderse cosas, leer ayudaba a pensar diferente, o mejor, porque en las páginas otros lo hacían por ella. Resultaba más intenso que en el cine o en las teleseries; éstas eran versiones concretas, con caras y voces de actrices y actores, mientras que en las novelas podías aplicar tu punto de vista a cada situación o personaje. Incluso a la voz de quien contaba la historia: unas veces narrador conocido o anónimo, y otras una misma. Porque al pasar cada hoja –eso lo descubrió con placer y sorpresa– lo que se hace es escribirla de nuevo. Al salir de El Puerto, Teresa había seguido leyendo guiada por intuiciones, títulos, primeras líneas, ilustraciones de portadas. Y ahora, aparte de su viejo Montecrísto encuadernado en piel, tenía libros propios que iba comprando poquito a poco, ediciones baratas que conseguía en mercadillos callejeros o en tiendas de libros usados, o volúmenes de bolsillo que adquiría tras dar vueltas y vueltas a esos expositores giratorios que tenían algunas tiendas. Así leyó novelas escritas hacía tiempo por caballeros y señoras que a veces iban retratados en las solapas o en la contraportada, y también novelas modernas que tenían que ver con el amor, con las aventuras, con los viajes. De todas ellas, sus favoritas eran Gabriela, clavo y canela, escrita por un brasileño que se llamaba Jorge Amado, Ana Karenina, que era la vida de una aristócrata rusa escrita por otro ruso, e Historia de dos ciudades, con la que lloró al final, cuando el valiente inglés –Sidney Carton era su nombre– consolaba a la joven asustada tomándole la mano camino de la guillotina. También leyó aquel libro sobre un médico casado con una millonaria que Pati le aconsejaba al principio dejar para más adelante; y otro bien extraño, difícil de comprender, pero que la había subyugado porque reconoció desde el primer momento la tierra y el lenguaje y el alma de los personajes que transitaban por sus páginas. El libro se llamaba Pedro Páramo, y aunque Teresa nunca llegaba a desentrañar su misterio, volvía sobre ese libro una y otra vez abriéndolo al azar para releer páginas y páginas. El modo en que allí discurrían las palabras la fascinaba como si se asomara a un lugar desconocido, tenebroso, mágico, relacionado con algo que ella misma poseía –de eso estaba segura–, en algún lugar oscuro de su sangre y su memoria: Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo... Y de ese modo, después de sus muchas lecturas en El Puerto de Santa María, Teresa continuaba sumando libros, uno tras otro, el día libre de cada semana, las noches en que se resistía al sueño. Hasta el familiar miedo a la luz gris del alba, aquellas veces que se tornaba insoportable, podía tenerlo a raya, en ocasiones, abriendo el libro que estaba sobre la mesita de noche. Y así, Teresa comprobó que lo que no era más que un objeto inerte de tinta y papel, cobraba vida cuando alguien pasaba sus páginas y recorría sus líneas, proyectando allí su existencia, sus aficiones, sus gustos, sus virtudes o sus vicios. Y ahora tenía la certeza de algo vislumbrado al principio, cuando comentaba con Pati O'Farrelllas andanzas del infortunado y luego afortunado Edmundo Dantés: que no hay dos libros iguales porque nunca hubo dos lectores iguales. Y que cada libro leído es, como cada ser humano, un libro singular, una historia única y un mundo aparte.